domingo, 21 de octubre de 2018

MEMORIAS DE UN MEDICO RURAL 3: DRA. YO NO QUIERO SALVARME NI MORIRME A MANOS DEL DOCTOR HOUSE


          Hoy me vino a la cabeza una conversación compartida hace ya unos años durante una guardia de hospital con uno de los adjuntos más mayores de Medicina Interna.
          “Vengo  acojonadito,  nos dijo al sentarse en la mesa de la cena, acabo de leer un artículo que dice que más del 80% de los estudiantes que quieren acceder a Medicina lo hacen inspirados por las series televisivas de médicos, fundamentalmente por House y Anatomía de Gray. No paro de pensar que dentro de unos años, cuando me traigan del asilo a urgencias me va a atender un médico con uno de esos nombres modernos impronunciable para un hombre de mi edad, que además de arrearme con el bastón e insultarme, estará más concentrado en tirarse a alguien del personal que en mi salud. Y encima le parecerá el modo correcto y natural de actuar”.
          Cuando uno escribe cosas relacionadas con su profesión hay que poner especial cuidado con no saltarse el principio fundamental de confidencialidad, así que como siempre he de aclarar que Manuel no se llama Manuel, que su historia puede ser de aquí o de allí, mía o de un compañero que me la contó, aunque sea del todo cierta en su sustrato fundamental,  o quizá como diría Anthony Blake… "solo es fruto de su imaginación".
          Manuel tiene 80 o 90 años, y sobre todos y cada uno de ellos pesa una vida ligada al mar. Comenzó siendo un bebé en el cubo de los berberechos de su madre y siguió en los acantilados percebeiros, en chalanas, grandes bacaladeros, bajura… hasta ahora, que sigue saliendo a la pota  y otros menesteres cuando el tiempo lo permite.
          Llegó uno de mis primeros días en uno de mis centros de la costa y se me presentó como Manuel, pescador.
          - ¿Usted cómo se llama?, -me dijo.
          - Matilde, pero todos me llaman Mati, -contesté yo.
          - Pues si usted me lo permite, yo, por edad y coquetería pasaría a tutearla y le agradecería que hiciera lo mismo conmigo.
          - Por supuesto. - Asentí. Siempre he tenido por costumbre tratar a mis pacientes como ellos me piden que lo haga.
          - Pues entonces yo por mi parte te voy a llamar doctora Mati, y tú puedes llamarme como consideres oportuno. Lo de doctora si me lo permites, es por dejar marcada una línea indispensable en nuestra relación. No me gustaría que me acusaras de compadreos innecesarios y peligrosos en esta consulta. Fuera naturalmente el paso de los años nos deparará o no cualquier otra relación.
          - Pues si te parece bien, y por los mismos motivos éticos, yo te llamaré don Manuel.- Acerté a responder, aun desarmada por su sorprendente alocución.

          Manuel  es un hombre amable, extremadamente educado y con una curiosidad natural que le lleva a gastar todo el tiempo libre que le deja el mar en leer y navegar por internet. Se comunica con sus hijos en Madrid y Nueva York por Skype, (algo cuyo icono he visto alguna vez pero ni sé, ni quiero saber por ahora utilizar), y usa una Tablet de última generación para seguir las mareas y sacar fotografías de la tierra desde el mar, su gran pasión.
          Viene a traerme un informe de alta de “un gran hospital, de esos que salen en las noticias por sus grandes avances tecnológicos y donde todo el mundo quiere ir a salvar a la humanidad”, y así como sin querer me relata una historia cuya mitad ya era conocida para mí, a saber, una oclusión intestinal que estuvo a punto de costarle la vida hace ya más de 20 años.
          “El dolor ya empezó a la altura de Bilbao- dice con aire meditabundo- yo no quise avisar a los compañeros, porque el que más y el que menos estaba deseando llegar a casa y ver a los suyos después de tantos meses en el mar. Nada más tocar tierra se lo dije al capitán, que la fiebre se me apoderaba y yo no estaba para descargar.
          Entonces vino el médico del pueblo, me puso una mano en la frente, me tocó la barriga, y luego le echo unas gomas al pecho y otras a aquella tripa dolorosa y descomunal. “Manuel esto pinta mal, esto es de quirófano, nos vamos al hospital”, y arreando allá nos fuimos, si pintaría mal que nos subimos a su coche, mi mujer  llorando a lágrima viva, el médico que conducía sudoroso, cinco ampollas de morfina, de las de antes, y yo, tumbado como bien podía en el asiento de atrás.
          El hospital nuevecito del paquete, aun no tenía ni servicio de urgencias, quita, que iba a tener, me subieron casi arrastras a la planta de cirugía y allí un crío joven y asustado, con bata inmaculada, atada por detrás y con el título de doctor bordado en la pechera repitió la jugada de mi médico, manos a la frente y la barriga, fonendo a pecho, bandullo y espalda y a quirófano que se me llevó. Me salvaron la vida, aunque por lo que se ve les costó. Años después aquel cirujano casi imberbe fue huésped nuestro en la casa de Arriondas, que nos alquilaba durante el verano para pasar un mes con la mujer y los niños. Un día me confesó que cuando abrió aquel hospital eran todos tan jóvenes e inexpertos que al principio ponían en el quirófano un atril con los libros de cirugía y el anestesista les iba dictando que tenían que hacer cuando se aturullaban. Pero con eso y todo le bastaron sus manos y un fonendo para saber que lo mío era de operar.
          Y nada doctora Mati, que me fui a ver a los hijos, y ya ve, cosas de la vida… que me repitió el dolor, que ya me habían anunciado el médico del pueblo y el barbilampiño que esto podía repetir y ya me consideraba yo afortunado de haber llegado hasta aquí. Esta vez no me callé, para eso tengo un hijo que vive en la gran ciudad “a dos pasos de todo y no en esta aldea perdida de la mano de Dios, donde uno se muere de camino al hospital.”
          ¡Qué urgencias! Yo que tanto les había oído hablar a los turistas de fuera de sus hospitales, no pude menos que darles la razón, grandes a rabiar, en el centro mismo de la ciudad, limpios, resplandecientes, si no fuera por los gérmenes intrínsecos del hospital, en el suelo se podría comer.  Después de un par de horas de espera, eso sí, con un calmante que me pusieron tras el consabido interrogatorio de las alergias, me vio un primer doctor, y luego otro más y al final llegaron otros dos. Él, alto, delgado y guapo a rabiar, pero de verdad doctora, guapo, guapo, de esos que ahora llaman metrosexual… ella… guapa también, pero así como menos tiesa, ya me entiende usted. Poco me preguntaron o casi nada, me exploraron muy bien, eso sí, y decidieron que lo pertinente era hacerme un TAC, porque a un hombre de mi edad no parecía prudente someterle a una cirugía sin un diagnóstico certero que solo podía aportar EL TAC. Yo doctora, sabes que soy poco partidario de convertirme en un transformador o en Linterna Verde, a base de radiación, las rodillas y la columna ya sabemos todos que cascan con la edad, como de cascadas están… será necesario saberlo si aprieta mucho, pero mientras tanto ¿para qué? Aquí fue donde me equivoqué. Vera doctor, le dije, ¿le parece a usted necesario el gasto? Si el dolor es como el de la otra vez. Va a ser otra oclusión. Entonces, el doctor guapo guapo a rabiar, se giró hacia mí y con aire un poco paternal, (eso que el código deontológico os desaconseja), pero muy amablemente, eso sí, me susurró “Vaya, y eso ¿quién se lo ha dicho? ¿el doctor google?  La tecnología está para algo, tanto pedir que se mejoren las inversiones en sanidad y cuando tenemos los medios tú vas y los rechazas.”
          Me mordí la lengua para no contestar. No recuerdo que este muchacho, guapo guapo de verdad, y yo hayamos hablado lo suficiente para que él sepa si soy bombero, ingeniero, o médico jubilado, cirujano incluso. Tampoco recuerdo haberle invitado a que me tuteara y desde luego, un hombre que ha tirado a mano de las redes y luego lo ha hecho con poleas y más tarde con motor, conoce perfectamente la importancia de la tecnología y de muchas otras cosas más.
          No quise poner a mis hijos en un brete y me callé, hice lo que se espera de un vejete, sonreír como si fuera un poco bobo, o la fiebre y el dolor me pusieran un poco más gaga. Y EL TAC habló, lo hizo poco y mal. Muchas interferencias por la cirugía previa, poca resolución… bla bla bla. A planta, a observación, sonda nasogástrica, dieta absoluta… Cirugía urgente a las 48 horas, cuando la chica jovencita, guapa también, pasó la planta ella sola, y recurrió a esa maniobra tan antigua, denostada y conocida por mí. Manos y fonendo a frente, pecho y barriga.
          Y aquí estoy. Este viejo cuerpo, por el que la sepsis ya paseó dos veces, aun resiste. Pero una cosa te voy a decir doctora Mati, la tecnología es muy importante, pero importante importante de verdad, es saber usarla, y saber usar las manos, la cabeza y el corazón. Las técnicas las hace un mono si le enseñas con suficiente interés, el médico es otra cosa, que va un poquito más allá. Y yo que quieres que te diga. Que sea lo que Dios quiera, pero por favor cerquita de un médico de verdad, que YO NO QUIERO SALVARME NI MORIR A MANOS DEL DR. HOUSE."


Publicado por Farela

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