No hay concurrencias más extrañas que las que se dan en
un velatorio. En ese recinto estrecho y generalmente abarrotado, iluminado con
luz artificial, que suele hacer más opresiva la estancia, y ante la omnipresente
presencia del homenajeado, que no puede agradecer la visita a los
comparecientes, se dan lugar encuentros y conversaciones insólitas entre
personas que tal vez ni siquiera se saludarían en otro lugar.
Por eso a nadie le extrañó que la heredera hablara distendidamente
con el hijo adoptivo, aunque hasta hacía tan solo unas horas apenas se dirigían
la palabra, cuando no se daban puñaladas por la espalda. Ni que el
recientemente jubilado patriarca abandonara su retiro para presentar sus
condolencias. Ni que los antiguos enemigos, declarados o no, se acercaran para
presentarle unos respetos que nunca se dignaron ofrecerle en vida. Ni que el
lugarteniente y mano derecha del Jefe estrechara abiertamente la del alcalde.
Ni por supuesto que todos lanzaran loas y alabanzas hacia
el finado, aun cuando en vida algunos de los presentes le hubieran menospreciado,
apartado y hasta traicionado.
No, a nadie le resultó extraño aquel ambiente de
cordialidad, camaradería y “buen rollito” que se respiraba en las exequias.
Porque, al igual que aquel viejo templario de Tierra
Santa seguía protegiendo a los peregrinos cristianos después de muerto,
dándoles refugio en la capilla de su mausoleo cuando las cosas iban mal dadas,
el viejo prohombre, desde su féretro cubierto con las banderas y con su cadáver
aún caliente, seguía promoviendo el “sentidiño”, las conversaciones entre
antagonistas, las reuniones polémicas, clandestinas o no, y fomentando esa
agradable, provechosa y fructífera corrupción.
Publicado por Balder
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