domingo, 14 de octubre de 2018

La cruz de cada uno


          Tengo una hija adolescente, qué le voy a hacer.
          Desde pequeñita me gustaba llevarla a pasear conmigo. Era una auténtica delicia ver a tu niña agarradita a tu mano, mirándote con cariño y admiración reverencial, siguiéndote a todas partes, observando curiosa y no dejando de prestar atención al más mínimo de tus actos.
          Pero de repente un día descubres con horror que a esa dulce niña la ha poseído un monstruo medio autista, que se encierra tras los cascos de un MP3, que ha cambiado la decoración de su cuarto, sustituyendo sus posters de películas infantiles por otros de unos individuos altamente impresentables, y que la mirada de admiración con que te obsequiaba ha sido sustituida por otra mezcla de desinterés, ira contenida y recriminación permanente.
          Con todo, el otro día conseguí que me acompañara a una rápida excursión de trabajo. Eso sí, a cambio de la promesa de llevarlas después, a ella y a una amiga, al estreno de una película de vampiros adolescentes, y no sin antes asegurarle que no entraría en la misma sala para “no arruinarle su vida social”.
          Yo tenía que hacer unas fotografías en un cementerio. Y la verdad es que la tarde era de lo más sugerente: orvallo, niebla y una campana a lo lejos tocando a difunto. Hasta me alegré de que mi hija hubiera decidido quedarse en el coche con su música infumable.
          Y cuando ya me estaba dando la vuelta los vi venir. Saliendo de entre la bruma, una procesión de velones y sábanas blancas, guiados por un hombre enjuto, de piel macilenta y ojos febriles, que portaba una cruz y un caldero, dirigiéndose lenta pero inquebrantablemente hacia mí, arrastrando el sonar de una campanilla y un fuerte olor a cera.
          Me quedé petrificado. No recordaba lo que la tradición mandaba hacer en esos casos… El de los ojos brillantes me dirigió su mirada vacía al tiempo que una sonrisa malévola de triunfo iluminaba su rostro cadavérico. Mientras, los de los velones, lo seguían cadenciosamente.

          Y entonces, cuando ya lo creía todo perdido, apareció bajando desde la carretera, como un terremoto, una figura pizpireta que, apartando de un empujón al de la cruz, se encaró ante mí y me dijo:
          - ¡Ya te vale papá! ¡Llevo media hora esperando en el coche y me habías dicho que solo ibas a tardar cinco minutos! Y encima ahora te pones a hablar con los tíos de esta cofradía de Semana Santa o de lo que sean. ¡Ya te vale! ¡Cómo no lleguemos al cine verás!
          Y con la misma se dio la vuelta y se volvió hacia el coche muy digna, eso sí, aprovechando para repartir unos cuantos empujones entre la comitiva de las velas.
          Oye, el caso es que funcionó. El de la cruz dirigió su mirada vacía al suelo y lentamente, como pidiendo perdón, fue retrocediendo hacia la niebla mientras los de las sábanas apagaban sus cirios, inclinaban sus cabezas avergonzados y lo seguían, llevándose consigo el olor a cera.

          Trasmitían un sentimiento tan grande de turbación, bochorno y humillación que hasta me dieron pena.
          Lo que no acierto a comprender es si aquellos seres se largaron porque realmente se asustaron de la reprimenda de mi hija, o si fue porque descubrieron que no podían pasarme su cruz, al ver que yo ya portaba la mía propia en forma de una adolescente de quince años.



Publicado por Balder

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