domingo, 7 de octubre de 2018

Elisa




          Elisa, naturalmente, no se llama Elisa. Ni siquiera es una sola mujer. Podría ser una suma de algunas mujeres y hombres que me he ido encontrando a lo largo de mi no muy larga vida profesional.
          Elisa tiene ya muchos años, más de 90, incluso alguna vez alguna Elisa, ha superado los 100. Hace ya tiempo que la memoria comenzó a jugarle malas pasadas, primero fueron pequeñas cosas de las que ella ni se daba cuenta y después poco a poco fue llevándose objetos, canciones, nombres, personas… Algunos recuerdos que ella quería y otros que seguramente no. Elisa está bien cuidada, la atienden sus hijos, sus nueras, nietos, amigos... Y de vez en cuando jugamos nuestro pequeño papel la enfermera y yo.
          La primera vez que fui a verla, me miró con recelo. Me dejó explorarla no sin cierta desconfianza, a pesar de que una hija le explicó, con mucha paciencia, quien era yo y porque venía a verla. Desde entonces he vuelto a verla muchas veces. En algunas ocasiones porque Elisa se enferma y en otras por el simple placer de visitarla y para que ella y su familia sepan que estamos ahí, que los tenemos presentes en nuestro quehacer cotidiano.
          Desde aquella primera vez que fui, Elisa no ha dejado de recibirme con una sonrisa cálida y transparente, casi como la de un niño, a pesar de que cada vez sus hijos le preguntan si sabe quién soy y ella no lo sabe, o quizá lo que no sabe es como decirlo.
          A veces esa sonrisa está acompañada por una mirada febril y cansada, o por un rictus de dolor, ella no puede explicarme de otro modo lo que le pasa y yo intento atender a las explicaciones de su familia que tan bien la conoce y fijarme en cada pequeño detalle para comprenderla mejor. Otras veces Elisa está muy bien, me coge la cara entre las manos y me llama guapa (quizá la vista no la tiene tan bien) o me canta viejas coplas de su juventud que me hacen recordar a mis abuelos y me llenan de ternura; o me dice suavemente “eres ben azosiña muller”.
          Entre sus hijos han decidido no ser muy agresivos con ella porque me cuentan que, cuando aún podía expresar sus ideas con claridad, les pedía que no se la llevaran nunca de su casa y ellos han decidido cumplir sus deseos. Así que algunos días cuando salgo de allí me voy triste, es tan frágil y tan mayor que tengo miedo de que al día siguiente cuando llegue a trabajar me digan que algo malo le ha sucedido.

          ¡Me da tanto miedo hacerle daño cuando tengo que darle algún tratamiento! Haber interpretado mal los gestos, los signos y síntomas y perjudicarla de algún modo.
          Otras veces, como hoy, cuando voy a verla y me llama guapa o me canta coplas de amor y venganza, me marcho con una sonrisa de oreja a oreja en la cara y en el corazón.
          Pero siempre, absolutamente siempre cuando llego a mi coche y antes de encender el motor, miro hacia atrás por el espejo retrovisor y me siento extrañamente reconciliada con esta profesión de masoquistas sin la que no sabría vivir y por supuesto conmigo misma y mis miles de carencias.  Aunque la administración me obligue a jubilarme en el 2222 y mi vida profesional rebose éxitos futuros (pasados y presentes ya sabemos que no) estoy segura de que nunca recibiré ningún regalo, ningún premio, ningún reconocimiento más sincero y reconfortante que su sonrisa.

          Un beso Elisa, a tod@s las Elisas. Desde la memoria de mi corazón a la memoria de TU CORAZÓN.

Publicado por Farela

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