“No me hable de reglas. Esto es una guerra...
no una partida de cricket”
Comandante Saito. El puente sobre el río Kwai
David Lean. (1957).
Me salvé de
morir merced a un disparo. O por mejor decir, merced a dos balazos.
Apenas dos
semanas antes del Desastre, recibí dos impactos de bala en una pequeña
refriega. Un tiro me arrancó el meñique y una falange del anular de la mano
izquierda, y el otro me atravesó el brazo derecho, justo por debajo del
hombro, dejándome incapacitado más de un mes. Así que, cuando sucedió todo, yo
estaba convaleciente en casa de los padres de mi novia. Y mientras me preparaban
la boda, disfrutaba del permiso, de la medalla y del ascenso por méritos de
guerra que me había concedido la superioridad en reparación por las heridas recibidas. Ahora que lo pienso, el mando me dio una onza de plata a
cambio de otra de carne, supongo que para que no me descompensara.
Cuando me
enteré por los periódicos, no me lo quería creer. Sabía muy bien cómo se las
gastaban los periodistas de la retaguardia con una guerra que habían convertido
en impopular, a costa de hacer correr ríos de tinta y de mierda, mientras
nosotros en el frente los vertíamos de sangre.
Quise volver a
primera fila inmediatamente, con mis camaradas, aunque para ello se hubiera de
retrasar la boda una vez más. Pero ni mis superiores, ni mi
familia, ni mis heridas, me lo permitieron. Y pese a mis protestas, y aún casi en contra mía,
se celebró la boda.
Pero, apenas un
par de semanas después, solicité reincorporarme a mi unidad, solo para
enterarme de que esta ya no existía porque, literalmente, había sido
exterminada. No obstante, días más tarde, conseguí volver al frente al mando de
una de las compañías de un regimiento de nueva creación constituido en su
mayor parte por veteranos, restos de otras unidades diezmadas. El mando
pretendía que fuésemos una unidad de elite. Y a fe que lo fuimos.
Nuestra
primera misión fue desplazarnos hasta el lugar donde se había producido todo
para dar cristiana sepultura a nuestros camaradas, y reconstruir las posiciones
defensivas. Era lo que más deseaba en el mundo, y ojalá no se me hubiera
concedido ese deseo.
Sabía que
aquella guerra no era como las otras. Que tanto el enemigo como nosotros éramos
pródigos en crueldades y venganzas excesivas. Pero, a pesar de todo, solo
esperaba encontrar camaradas caídos, poco menos que en posiciones heroicas,
dignas de figurar en los lienzos épicos de los pintores de moda. En lugar de
ello solo encontramos amasijos de carne desnudos, mutilados hasta el paroxismo.
Masas grotescas, pulposas y sanguinolentas, las más de las veces
misericordiosamente irreconocibles.
Aquí y allá
algún rostro nos dejaba intuir como había sido en vida, y nos permitía
identificar al compañero sacrificado, solo para desgarrarnos el alma a nosotros
mismos. Y a pesar de aquel caos, la impresión era que todo aquello correspondía
a una brutalidad metódica, científica, casi se diría que diseñada para herirnos
de muerte a nosotros, a los supervivientes.
Todos los
cuerpos, desnudos, habían sido sistemáticamente emasculados, los ojos
perforados, los vientres rajados, y los genitales introducidos en las bocas, a
las que muchas veces, eso no era tan constante, previamente se les había
arrancado la lengua. Luego, aquí y allá, se encontraba algún detalle de
macabra originalidad. A algunos oficiales les habían cortado las manos y se las habían
colocado sobre los hombros o el pecho, a modo de macabras charreteras o
condecoraciones. A otros hombres les habían enroscado los intestinos al cuello,
y a otros, los menos, simplemente los habían empalado. De vez en cuando
encontrábamos cadáveres decapitados, o incluso partidos por la mitad.
Dudo que haya
alguien en el mundo capaz de imaginar todo el horror y toda la angustia que producía el contemplar aquella
carnicería, a menos que la haya visto personalmente.
Todos los
hombres, incluso los más veteranos, creímos enloquecer de dolor y de rabia. Y
cuando terminamos de enterrar aquellos despojos, con el hedor a podredumbre
embotándonos la mente, escociéndonos los ojos por el sudor y las lágrimas, y
con aquellas imágenes imborrables gravadas a fuego en nuestras retinas, cuando
aún sentíamos aquel desgarro en el alma, todos, jefes, oficiales, suboficiales
y tropa juramos que vengaríamos a nuestros compañeros, y que nunca daríamos
cuartel a los monstruos que habían hecho todo aquello.
Días después
tuvimos nuestra primera misión ofensiva. Debíamos ocupar un poblado, apenas una
aldea, situada a unos dos kilómetros del lugar del Desastre. Créanme si les
digo que íbamos jubilosos. Marchábamos ansiosos a comenzar nuestra particular
misión.
Cuando
llegamos las casuchas estaban cerradas y las callejuelas desiertas. Aquellos
desgraciados se imaginaban lo que se les venía encima.
Ordené a mis
hombres que cumplieran al pie de la letra las instrucciones del mando, que
tomaran aquella población, es decir, que ocuparan y liberaran de “unidades
hostiles” hasta el más pequeño rincón de aquel pueblucho. Pero no hubiera
habido diferencia si me hubiese estado callado y les hubiera dejado actuar
libremente. La tropa entró a la bayoneta casa por casa. No respetaron ni a
viejos ni a niños. Se mostraron especialmente violentos con las mujeres, sobre
todo porque, según nos habían comentado los pocos supervivientes, eran ellas las
que habían mutilado y castrando a los muertos y a los heridos indefensos. Mis
hombres les abrían sistemáticamente los vientres, esos vientres que habían
parido a nuestros enemigos, dejándolas que agonizaran sujetándose las entrañas.
El espectáculo era infernal.
Yo, desde lo
que debía de ser la plazoleta principal de aquel lugar, impasible, miraba y les
dejaba hacer. Apenas oía los gritos, que debían de llenar el aire, y los disparos,
no precisamente de gracia, que ocasionalmente se escuchaban. De pronto un
anciano, surgido de no sé dónde, me abrazó las rodillas, llorando en una jerga
de la que apenas entendía una palabra. Supongo que solicitaba clemencia, y que
confiaba recibirla merced a mi aparente indiferencia hacia los acontecimientos
que me rodeaban, así como merced a mis galones de oficial. Quizá por eso la
primera expresión que reflejaron sus ojos fue de sorpresa cuando le rebané
limpiamente la oreja derecha, segundos antes de degollarlo. Un soldado que lo
perseguía, y que se había quedado observándonos mientras el viejo se me
agarraba a las rodillas, dio un paso atrás al ver mi reacción, supongo que tan
sorprendido como el viejo, y luego se cuadró y me saludó sonriendo, un instante
antes de volver a su faena.
Allí
comenzamos nuestra particular liberación, y allí comencé yo mi colección de
orejas. Me juré conseguir una por cada uno de mis camaradas de regimiento
caídos, y aunque solo admitía como válidas aquellas rebanadas por mí mismo,
mientras su desgraciado propietario aún estuviera vivo, casi llegué a triplicar
el número de mi juramento.
Los poblados y
los arrasamientos se fueron sucediendo, y poco a poco llegamos a convertir
nuestra espontánea brutalidad en metódica sistemática. Lentamente nos fuimos
acostumbrando a aquella forma de actuar. Desde los oficiales a la tropa íbamos
considerando todo aquello como normal, como parte de nuestra vida cotidiana,
apenas menos frecuente que el rancho diario o el descanso nocturno. Y ya no
necesitábamos la motivación del recuerdo para actuar como lo hacíamos. Se había
convertido en nuestra forma de vida, y ya no concebíamos otra forma de luchar
que no fuera causando el mayor daño y horror posible. Que más daba que el
enemigo tuviera cuatro o cuarenta años, que importaba que fuese hombre o mujer.
A fin de cuentas solo eran enemigos a quienes destrozar y eliminar, un enemigo
al que si le diéramos opción haría con nosotros exactamente lo mismo.
Y a pesar de
perder parte de nuestro empuje inicial, la guerra se estaba ganando, y nosotros
no estábamos siendo precisamente ajenos a ello.
Entonces
comprendí nuestro papel. No estábamos allí para vengar a nuestros hermanos
caídos. Estábamos allí para vencer, y si para ello debíamos descender a los infiernos,
o hacer que el mismísimo infierno subiera a aquellas tierras, a fe que eso
haríamos.
Las guerras no
se ganan ni con clemencia ni con consideración, las guerras se ganan arrasando
y creando el terror, y si aún cabe eliminando hasta el último posible enemigo.
Al fin y al cabo la guerra misma no es más que la ausencia total normas, el fin
de toda negociación o pacto con aquel que tenemos en frente. Y cuando estalla
una guerra es porque las reglas no han servido de nada y ya no hay leyes que
valgan, y el único objetivo que prevalece es vencer, y cualquier acción es
válida para llegar a ese fin.
Poco a poco
fuimos adquiriendo una leyenda de horror y de maldad que nos precedía allá
donde fuéramos. Y cuando llegábamos a cualquier lugar solo encontrábamos
localidades y posiciones abandonadas. Apenas tuvimos que entablar combates
serios media docena de veces, y tan solo en un par de ocasiones sentimos
realmente una resistencia peligrosa.
Lo único malo
era que los melindres de las otras compañías nos miraban por encima del hombro.
Apenas nos dirigían la palabra, y a nuestras espaldas nos llamaban “los
carniceros”... ¡Gilipollas!
Solo tuvimos
problemas con el mando cuando asaltamos la capital de la comarca. Supongo que
se nos fue la mano un poco más de la cuenta, y que dejamos la población tan
desierta de “enemigos”, que me temo que pasó mucho tiempo antes de que
recuperara su censo original.
Un teniente de
ingenieros, que supongo no encontró civiles vivos para que le ayudaran a
realizar no sé qué construcción, la tomó con nuestros soldados. Empezó por
insultar a mis hombres, a llamarlos vándalos, y no sé cuántas cosas más. Pero
cuando le dijo a mi sargento que “recogiera a su piara de cerdos infectos” para
ayudarle a levantar no sé qué muro, no pude contenerme más. Me acerque a él, y
en el momento en que se me cuadraba con una mueca de extrañeza en la cara, se
la borre del primer puñetazo, y sin darle tiempo a reaccionar empecé a patearle
la cabeza de tal forma que, si mis hombres no me separan, seguro que lo dejo allí mismo, de
cimiento para su muro de mierda.
Como las
lesiones del teniente no eran serias, y como se consideró que había habido
provocación y ultraje previo hacia mis hombres, y ¡qué demonios! como nos
necesitaban para ganar aquella maldita guerra, la cosa no llegó a mayores. Eso
sí, nos mandaron a toda la unidad a donde más follón había, y a donde el
enemigo estaba presentando mayor resistencia. Como si eso nos importara mucho.
La guerra
apenas duró un par de meses más. Y finalmente los pocos bastardos a los que aún
no habíamos encontrado, acabaron por firmar el armisticio.
Creo que luego
llegaron los politicastros y lo pringaron todo, como siempre. Repartieron el
terreno con nuestros aliados de turno como si aquello fuese un condenado pastel
de cumpleaños, como si no hubiéramos sido nosotros y nuestros compatriotas los
que hubiésemos regado aquel maldito país con nuestra sangre.
Al menos
nosotros estábamos satisfechos. Habíamos vengado de sobras a los amigos, y mi
particular colección de orejas casi triplicaba el número que había jurado
conseguir.
No obstante,
como ya no nos consideraban necesarios, nos condenaron al ostracismo. A mí me
destinaron a una guarnición en las islas, con la secreta intención de que me
pudriera en ella o que acabara pidiendo el retiro. Pero no lo consiguieron.
Sabía que tarde o temprano me volverían a necesitar. Siempre se acaba
necesitando a soldados como nosotros para que hagan el trabajo sucio, aunque
ofendamos las narices de quienes nos mandan. Queda muy bien ganar las batallas
y asistir a los desfiles triunfales de tropas limpias y honorables. Pero para
ganar una guerra siempre se necesitará de “carniceros” como nosotros que
limpien el recorrido y que, dejándose las entrañas por el camino, ganen las
batallas y las guerras.
Tardaron años,
pero nos llamaron de nuevo. Y una vez más volvimos a recorrer un camino de
sangre y destrucción para ganar otra guerra. Y de nuevo volví a incrementar mi
colección de orejas. Aunque esta vez la lucha era dentro de nuestra propia
patria y contra gente que hablaba nuestra misma lengua. Pero eran enemigos al
fin y al cabo. Y alguien tenía que hacer el trabajo sucio para el mando o el
gobierno de turno. Alguien tenía que mancharse las manos de sangre y recorrer
el camino de los infiernos. Y al fin y al cabo una guerra es una guerra. ¿Y qué
más daba?
Publicado por Balder
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