domingo, 16 de septiembre de 2018

Tropa de élite


No me hable de reglas. Esto es una guerra... no una partida de cricket”
Comandante Saito. El puente sobre el río Kwai
David Lean. (1957).

             Me salvé de morir merced a un disparo. O por mejor decir, merced a dos balazos.
Apenas dos semanas antes del Desastre, recibí dos impactos de bala en una pequeña refriega. Un tiro me arrancó el meñique y una falange del anular de la mano izquierda, y el otro me atravesó el brazo derecho, justo por debajo del hombro, dejándome incapacitado más de un mes. Así que, cuando sucedió todo, yo estaba convaleciente en casa de los padres de mi novia. Y mientras me preparaban la boda, disfrutaba del permiso, de la medalla y del ascenso por méritos de guerra que me había concedido la superioridad en reparación por las heridas recibidas. Ahora que lo pienso, el mando me dio una onza de plata a cambio de otra de carne, supongo que para que no me descompensara.
Cuando me enteré por los periódicos, no me lo quería creer. Sabía muy bien cómo se las gastaban los periodistas de la retaguardia con una guerra que habían convertido en impopular, a costa de hacer correr ríos de tinta y de mierda, mientras nosotros en el frente los vertíamos de sangre.
Quise volver a primera fila inmediatamente, con mis camaradas, aunque para ello se hubiera de retrasar la boda una vez más. Pero ni mis superiores, ni mi familia, ni mis heridas, me lo permitieron. Y pese a mis protestas, y aún casi en contra mía, se celebró la boda.
Pero, apenas un par de semanas después, solicité reincorporarme a mi unidad, solo para enterarme de que esta ya no existía porque, literalmente, había sido exterminada. No obstante, días más tarde, conseguí volver al frente al mando de una de las compañías de un regimiento de nueva creación constituido en su mayor parte por veteranos, restos de otras unidades diezmadas. El mando pretendía que fuésemos una unidad de elite. Y a fe que lo fuimos.
Nuestra primera misión fue desplazarnos hasta el lugar donde se había producido todo para dar cristiana sepultura a nuestros camaradas, y reconstruir las posiciones defensivas. Era lo que más deseaba en el mundo, y ojalá no se me hubiera concedido ese deseo.
Sabía que aquella guerra no era como las otras. Que tanto el enemigo como nosotros éramos pródigos en crueldades y venganzas excesivas. Pero, a pesar de todo, solo esperaba encontrar camaradas caídos, poco menos que en posiciones heroicas, dignas de figurar en los lienzos épicos de los pintores de moda. En lugar de ello solo encontramos amasijos de carne desnudos, mutilados hasta el paroxismo. Masas grotescas, pulposas y sanguinolentas, las más de las veces misericordiosamente irreconocibles.
Aquí y allá algún rostro nos dejaba intuir como había sido en vida, y nos permitía identificar al compañero sacrificado, solo para desgarrarnos el alma a nosotros mismos. Y a pesar de aquel caos, la impresión era que todo aquello correspondía a una brutalidad metódica, científica, casi se diría que diseñada para herirnos de muerte a nosotros, a los supervivientes.
Todos los cuerpos, desnudos, habían sido sistemáticamente emasculados, los ojos perforados, los vientres rajados, y los genitales introducidos en las bocas, a las que muchas veces, eso no era tan constante, previamente se les había arrancado la lengua. Luego, aquí y allá, se encontraba algún detalle de macabra originalidad. A algunos oficiales les habían cortado las manos y se las habían colocado sobre los hombros o el pecho, a modo de macabras charreteras o condecoraciones. A otros hombres les habían enroscado los intestinos al cuello, y a otros, los menos, simplemente los habían empalado. De vez en cuando encontrábamos cadáveres decapitados, o incluso partidos por la mitad.
Dudo que haya alguien en el mundo capaz de imaginar todo el horror y toda la angustia que producía el contemplar aquella carnicería, a menos que la haya visto personalmente.
Todos los hombres, incluso los más veteranos, creímos enloquecer de dolor y de rabia. Y cuando terminamos de enterrar aquellos despojos, con el hedor a podredumbre embotándonos la mente, escociéndonos los ojos por el sudor y las lágrimas, y con aquellas imágenes imborrables gravadas a fuego en nuestras retinas, cuando aún sentíamos aquel desgarro en el alma, todos, jefes, oficiales, suboficiales y tropa juramos que vengaríamos a nuestros compañeros, y que nunca daríamos cuartel a los monstruos que habían hecho todo aquello.
Días después tuvimos nuestra primera misión ofensiva. Debíamos ocupar un poblado, apenas una aldea, situada a unos dos kilómetros del lugar del Desastre. Créanme si les digo que íbamos jubilosos. Marchábamos ansiosos a comenzar nuestra particular misión.
Cuando llegamos las casuchas estaban cerradas y las callejuelas desiertas. Aquellos desgraciados se imaginaban lo que se les venía encima.
Ordené a mis hombres que cumplieran al pie de la letra las instrucciones del mando, que tomaran aquella población, es decir, que ocuparan y liberaran de “unidades hostiles” hasta el más pequeño rincón de aquel pueblucho. Pero no hubiera habido diferencia si me hubiese estado callado y les hubiera dejado actuar libremente. La tropa entró a la bayoneta casa por casa. No respetaron ni a viejos ni a niños. Se mostraron especialmente violentos con las mujeres, sobre todo porque, según nos habían comentado los pocos supervivientes, eran ellas las que habían mutilado y castrando a los muertos y a los heridos indefensos. Mis hombres les abrían sistemáticamente los vientres, esos vientres que habían parido a nuestros enemigos, dejándolas que agonizaran sujetándose las entrañas. El espectáculo era infernal.
Yo, desde lo que debía de ser la plazoleta principal de aquel lugar, impasible, miraba y les dejaba hacer. Apenas oía los gritos, que debían de llenar el aire, y los disparos, no precisamente de gracia, que ocasionalmente se escuchaban. De pronto un anciano, surgido de no sé dónde, me abrazó las rodillas, llorando en una jerga de la que apenas entendía una palabra. Supongo que solicitaba clemencia, y que confiaba recibirla merced a mi aparente indiferencia hacia los acontecimientos que me rodeaban, así como merced a mis galones de oficial. Quizá por eso la primera expresión que reflejaron sus ojos fue de sorpresa cuando le rebané limpiamente la oreja derecha, segundos antes de degollarlo. Un soldado que lo perseguía, y que se había quedado observándonos mientras el viejo se me agarraba a las rodillas, dio un paso atrás al ver mi reacción, supongo que tan sorprendido como el viejo, y luego se cuadró y me saludó sonriendo, un instante antes de volver a su faena.
Allí comenzamos nuestra particular liberación, y allí comencé yo mi colección de orejas. Me juré conseguir una por cada uno de mis camaradas de regimiento caídos, y aunque solo admitía como válidas aquellas rebanadas por mí mismo, mientras su desgraciado propietario aún estuviera vivo, casi llegué a triplicar el número de mi juramento.
Los poblados y los arrasamientos se fueron sucediendo, y poco a poco llegamos a convertir nuestra espontánea brutalidad en metódica sistemática. Lentamente nos fuimos acostumbrando a aquella forma de actuar. Desde los oficiales a la tropa íbamos considerando todo aquello como normal, como parte de nuestra vida cotidiana, apenas menos frecuente que el rancho diario o el descanso nocturno. Y ya no necesitábamos la motivación del recuerdo para actuar como lo hacíamos. Se había convertido en nuestra forma de vida, y ya no concebíamos otra forma de luchar que no fuera causando el mayor daño y horror posible. Que más daba que el enemigo tuviera cuatro o cuarenta años, que importaba que fuese hombre o mujer. A fin de cuentas solo eran enemigos a quienes destrozar y eliminar, un enemigo al que si le diéramos opción haría con nosotros exactamente lo mismo.
Y a pesar de perder parte de nuestro empuje inicial, la guerra se estaba ganando, y nosotros no estábamos siendo precisamente ajenos a ello.
Entonces comprendí nuestro papel. No estábamos allí para vengar a nuestros hermanos caídos. Estábamos allí para vencer, y si para ello debíamos descender a los infiernos, o hacer que el mismísimo infierno subiera a aquellas tierras, a fe que eso haríamos.
Las guerras no se ganan ni con clemencia ni con consideración, las guerras se ganan arrasando y creando el terror, y si aún cabe eliminando hasta el último posible enemigo. Al fin y al cabo la guerra misma no es más que la ausencia total normas, el fin de toda negociación o pacto con aquel que tenemos en frente. Y cuando estalla una guerra es porque las reglas no han servido de nada y ya no hay leyes que valgan, y el único objetivo que prevalece es vencer, y cualquier acción es válida para llegar a ese fin.
Poco a poco fuimos adquiriendo una leyenda de horror y de maldad que nos precedía allá donde fuéramos. Y cuando llegábamos a cualquier lugar solo encontrábamos localidades y posiciones abandonadas. Apenas tuvimos que entablar combates serios media docena de veces, y tan solo en un par de ocasiones sentimos realmente una resistencia peligrosa.
Lo único malo era que los melindres de las otras compañías nos miraban por encima del hombro. Apenas nos dirigían la palabra, y a nuestras espaldas nos llamaban “los carniceros”... ¡Gilipollas!
Solo tuvimos problemas con el mando cuando asaltamos la capital de la comarca. Supongo que se nos fue la mano un poco más de la cuenta, y que dejamos la población tan desierta de “enemigos”, que me temo que pasó mucho tiempo antes de que recuperara su censo original.
Un teniente de ingenieros, que supongo no encontró civiles vivos para que le ayudaran a realizar no sé qué construcción, la tomó con nuestros soldados. Empezó por insultar a mis hombres, a llamarlos vándalos, y no sé cuántas cosas más. Pero cuando le dijo a mi sargento que “recogiera a su piara de cerdos infectos” para ayudarle a levantar no sé qué muro, no pude contenerme más. Me acerque a él, y en el momento en que se me cuadraba con una mueca de extrañeza en la cara, se la borre del primer puñetazo, y sin darle tiempo a reaccionar empecé a patearle la cabeza de tal forma que, si mis hombres no me separan, seguro que lo dejo allí mismo, de cimiento para su muro de mierda.
Como las lesiones del teniente no eran serias, y como se consideró que había habido provocación y ultraje previo hacia mis hombres, y ¡qué demonios! como nos necesitaban para ganar aquella maldita guerra, la cosa no llegó a mayores. Eso sí, nos mandaron a toda la unidad a donde más follón había, y a donde el enemigo estaba presentando mayor resistencia. Como si eso nos importara mucho.
La guerra apenas duró un par de meses más. Y finalmente los pocos bastardos a los que aún no habíamos encontrado, acabaron por firmar el armisticio.
Creo que luego llegaron los politicastros y lo pringaron todo, como siempre. Repartieron el terreno con nuestros aliados de turno como si aquello fuese un condenado pastel de cumpleaños, como si no hubiéramos sido nosotros y nuestros compatriotas los que hubiésemos regado aquel maldito país con nuestra sangre.
Al menos nosotros estábamos satisfechos. Habíamos vengado de sobras a los amigos, y mi particular colección de orejas casi triplicaba el número que había jurado conseguir.
No obstante, como ya no nos consideraban necesarios, nos condenaron al ostracismo. A mí me destinaron a una guarnición en las islas, con la secreta intención de que me pudriera en ella o que acabara pidiendo el retiro. Pero no lo consiguieron. Sabía que tarde o temprano me volverían a necesitar. Siempre se acaba necesitando a soldados como nosotros para que hagan el trabajo sucio, aunque ofendamos las narices de quienes nos mandan. Queda muy bien ganar las batallas y asistir a los desfiles triunfales de tropas limpias y honorables. Pero para ganar una guerra siempre se necesitará de “carniceros” como nosotros que limpien el recorrido y que, dejándose las entrañas por el camino, ganen las batallas y las guerras.
Tardaron años, pero nos llamaron de nuevo. Y una vez más volvimos a recorrer un camino de sangre y destrucción para ganar otra guerra. Y de nuevo volví a incrementar mi colección de orejas. Aunque esta vez la lucha era dentro de nuestra propia patria y contra gente que hablaba nuestra misma lengua. Pero eran enemigos al fin y al cabo. Y alguien tenía que hacer el trabajo sucio para el mando o el gobierno de turno. Alguien tenía que mancharse las manos de sangre y recorrer el camino de los infiernos. Y al fin y al cabo una guerra es una guerra. ¿Y qué más daba?


Publicado por Balder

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