Aun no
llueve. Cuando salgo del Centro de Salud hay una luz especial, cubre el mar y
los árboles con un brillo casi sobrenatural. Algo huele diferente en el aire.
Es curioso como un lugar rodeado de mar no huele a mar muchos días. Hoy sí. Hoy
ese tranquilizador olor salobre lo invade todo y se mezcla en mi memoria con
otro olor que trae el aire un poco intempestivo que deshace en pequeñas gotas
las crestas blancas de las olas.
No hay
nadie en la calle, el tiempo y la hora no ayudan, me subo al coche, nadie me
espera hoy en casa así que repaso mentalmente cual será el mejor lugar desde
todos los que conozco de esta costa en el que encontrarme a solas con esos
rincones algo tortuosos de mi memoria. Lo necesito. La nariz me gotea, creo que
tengo fiebre y me duele todo el cuerpo, pero siempre he sido de la creencia de
que mojarse los pies, o el pelo o la espalda…o lo que sea; ni produce cistitis
ni acatarra. El virus de la gripe A, B, C o el abecedario entero, ya viaja
conmigo desde hace días, me acompaña con más ahínco que la fuerza a Skywalker y
lo más que puede hacer por él un poco de recio viento del norte y salitre
concentrado es darle un susto.
El cielo
se encapota por momentos y la luz mágica que lo rodeaba todo se desvanece, pero
yo sé muy bien que sigue ahí detrás, que se coló por un pequeño resquicio entre
las nubes como preludio de lo que más tarde o más temprano llegará. Ahora hace
frío, caen las primeras gotas, rezo para que no lo hagan con fuerza y barran
este olor que tanto anhelo antes de llegar un poco más cerca del mar y por eso
hoy me decido a ir a un lugar al que rara vez voy, no suele gustarme, no al
menos el de aquí. Me dirijo al muelle. Los muelles me producen siempre un deje
de tristeza. El cemento entremezclado con las rocas evoca en mi imágenes de
mujeres apelotonadas bajo los paraguas en medio del temporal, mujeres
esperando, mujeres que siguen acudiendo allí aunque ya hace tiempo que no
esperan. Mujeres desoladas por la soledad y el dolor.
Está desierto. Me envuelvo en mi viejo chaquetón del Sergas, esta pelado por todas
partes y es bastante dudoso que conserve aun su poder impermeable, pero resulta
indiscutible su capacidad de abrigo y quizá por eso remoloneo tanto a la hora
de cambiarlo por otro de los modelos más ligeros y más nuevos, o quizá lo haga
porque ya llevamos un buen tiempo juntos y conserva en su entramado tantos
olores y tantos restos de risas y lágrimas que desprenderme de él sería como
dejar una parte de mí en un viejo almacén.
Camino
hasta el final del muelle y después de dudar un instante me apoyo en el muro de
piedra mirando al mar, el aire es limpio, frío, salado; me reconforta el dolor
que provoca en mi cara y en mis manos.
La voz de
Manuel me sorprende. Todos le llaman Mecánico. La primera vez que vino a mi
consulta salí corriendo detrás de él con su boina gritando “don Manuel, don
Manuel” sin que él hiciera el más mínimo ademán de girarse. Lo avisa otro
paciente. Me mira y sonríe “Carallo doctora, chameme Mecánico que a última vez
que respondín por Manuel foi o día que me levaron a acristianar”. Manuel tiene
99 años, mirada picara y sabia y un lastre de memoria que según el mismo me
cuenta arrastra a sus hombros como bien puede. Como me conoce bien, cuando
viene a verme, deja caer pequeñas perlas de ese saco que sabe que me
engatusarán, me habla del hotel con salón de baile que había en Grañas y de la
vez aquella que se estrelló el avión
inglés cerquita de San Andrés y él fue con otros caminando desde Cariño y
Ortigueira para recoger restos de chatarra y “algúns levaron cousas ben
bonitas, daba pena de velo todo alí esparexado polo monte e polo mar” me
cuenta, rememorando el ahora ya famoso incidente aéreo que le costó la vida
entre otros a Leslie Howard… allí muy
cerquita de los acantilados más altos de la Europa continental.
Se
acomoda a mi lado silencioso, después de un rato me mira con esa cara morena
surcada por mil arrugas y dibuja un gesto de triste comprensión mientras afirma con la
cabeza.
- “Usted también puede olerla”
Esbozo
una media sonrisa y susurro a penas un sí. Sí, puedo olerla, puedo sentirla en
el aire, es una mezcla de sal y azufre, de viento lejano portador del restos de
otras memorias, de recuerdos de lugares y presencias que nunca he conocido pero
sé míos con absoluta certeza.
- Pues sí que tiene olfato carallo. Esta aun andará gestándose por la fosa de las Marianas.
Me
observa fijamente, y por primera vez en todos estos años le veo en la cara un
gesto de sorpresa, no es un gesto alegre, tampoco podría decir que sea triste.
Es solo la sorpresa de alguien que a los 99 años se reconoce en otra persona, o
quizá en otra vida.
- Pero a usted le gusta, me dice con cierto pesar. Los marineros cuando la huelen rezan- susurra cabeceando de un lado a otro.
Inclino
la cabeza y bajo la mirada un poco avergonzada. Sí, es cierto, me gusta. Me
gusta desde que era niña y el mar embravecido era solo un recuerdo evocado
desde un libro. Me gusta desde la primera vez que comprendí que después de esa
luz y ese olor, más tarde o más temprano llegaría la tormenta. Me gusta aunque
percibirlo provoque una extraña mezcla de esperanza y desolación en mi
interior. El rugido del mar contra los
acantilados forma parte de mi vida, de mi alma, de mi historia. La tormenta
vive en la parte más oscura de mi ser, forma parte de mí, de ese animal
irracional, oscuro y desesperado que siempre me acompaña. Cada vez que el mar
rompe enfurecido contra las rocas un grito desgarrador surge en mi interior,
estallo en mil pedazos sobre los acantilados que me contienen y me desvanezco
en una lluvia de rabia y dolor que se clava como mil agujas de hielo en mi
propia piel; y ese dolor que me provoca, me reconforta. Me libera, me cura, me sana, me devuelve por
un instante la inocencia y la pureza que perdí hace ya mucho tiempo. Me
reconcilia con una parte de mi misma a la que aún no he aprendido a amar o a la
que quizá aún amo con demasiada intensidad.
Me miro
un poco asustada en el fondo de los ojos de Manuel, el Mecánico. Necesito la
tormenta para curarme, deseo decirle, aunque el mar, en otro lugar se esté
cobrando su precio. Siempre he querido pensar que todos los marineros están en
puerto mientras yo me rompo enfurecida contra las rocas… sé que me engaño, que
cada vida tiene un precio en otras vidas y que la mía no es diferente de la de
los demás.
Me devuelve
una mirada comprensiva y serena.
Pone su
mano encallecida sobre mi hombro, y cabecea lentamente.
- No hay que sentirse culpable, me dice. Cada uno lucha con sus demonios con las armas que puede.
Nos
quedamos así un rato, en silencio, mirando de frente al mar, su mano aun sobre mi hombro. Comienza a
llover otra vez, el olor intenso, penetrante, sigue ahí.
- ¿Y si nos fumamos un pitillo en la escollera?
Saltamos
el muro de piedra y descendemos por las rocas hasta que el mar nos moja los
zapatos, el Mecánico saca la picadura, liamos cada uno nuestro pitillo y aun
nos quedamos allí callados, un buen
rato, mirando absortos el mar, el humo que se escapa entre nuestros dedos y
cada uno su más que extraño paisaje interior.
- Pues quien sabe – me dice aspirando el humo con intensidad- si igual cualquier día de estos no coincidimos rompiéndonos en algún acantilado de por ahí. Yo ya tengo 99 años, y que quiere que le diga… aún me gusta.
Publicado por Farela
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