domingo, 9 de septiembre de 2018

MEMORIAS O NO DE UN MÉDICO RURAL. SIN NÚMERO


      Aun no llueve. Cuando salgo del Centro de Salud hay una luz especial, cubre el mar y los árboles con un brillo casi sobrenatural. Algo huele diferente en el aire. Es curioso como un lugar rodeado de mar no huele a mar muchos días. Hoy sí. Hoy ese tranquilizador olor salobre lo invade todo y se mezcla en mi memoria con otro olor que trae el aire un poco intempestivo que deshace en pequeñas gotas las crestas blancas de las olas.

      No hay nadie en la calle, el tiempo y la hora no ayudan, me subo al coche, nadie me espera hoy en casa así que repaso mentalmente cual será el mejor lugar desde todos los que conozco de esta costa en el que encontrarme a solas con esos rincones algo tortuosos de mi memoria. Lo necesito. La nariz me gotea, creo que tengo fiebre y me duele todo el cuerpo, pero siempre he sido de la creencia de que mojarse los pies, o el pelo o la espalda…o lo que sea; ni produce cistitis ni acatarra. El virus de la gripe A, B, C o el abecedario entero, ya viaja conmigo desde hace días, me acompaña con más ahínco que la fuerza a Skywalker y lo más que puede hacer por él un poco de recio viento del norte y salitre concentrado es darle un susto.

      El cielo se encapota por momentos y la luz mágica que lo rodeaba todo se desvanece, pero yo sé muy bien que sigue ahí detrás, que se coló por un pequeño resquicio entre las nubes como preludio de lo que más tarde o más temprano llegará. Ahora hace frío, caen las primeras gotas, rezo para que no lo hagan con fuerza y barran este olor que tanto anhelo antes de llegar un poco más cerca del mar y por eso hoy me decido a ir a un lugar al que rara vez voy, no suele gustarme, no al menos el de aquí. Me dirijo al muelle. Los muelles me producen siempre un deje de tristeza. El cemento entremezclado con las rocas evoca en mi imágenes de mujeres apelotonadas bajo los paraguas en medio del temporal, mujeres esperando, mujeres que siguen acudiendo allí aunque ya hace tiempo que no esperan. Mujeres desoladas por la soledad y el dolor.

      Está desierto. Me envuelvo en mi viejo chaquetón del Sergas, esta pelado por todas partes y es bastante dudoso que conserve aun su poder impermeable, pero resulta indiscutible su capacidad de abrigo y quizá por eso remoloneo tanto a la hora de cambiarlo por otro de los modelos más ligeros y más nuevos, o quizá lo haga porque ya llevamos un buen tiempo juntos y conserva en su entramado tantos olores y tantos restos de risas y lágrimas que desprenderme de él sería como dejar una parte de mí en un viejo almacén.

      Camino hasta el final del muelle y después de dudar un instante me apoyo en el muro de piedra mirando al mar, el aire es limpio, frío, salado; me reconforta el dolor que provoca en mi cara y en mis manos.

     La voz de Manuel me sorprende. Todos le llaman Mecánico. La primera vez que vino a mi consulta salí corriendo detrás de él con su boina gritando “don Manuel, don Manuel” sin que él hiciera el más mínimo ademán de girarse. Lo avisa otro paciente. Me mira y sonríe “Carallo doctora, chameme Mecánico que a última vez que respondín por Manuel foi o día que me levaron a acristianar”. Manuel tiene 99 años, mirada picara y sabia y un lastre de memoria que según el mismo me cuenta arrastra a sus hombros como bien puede. Como me conoce bien, cuando viene a verme, deja caer pequeñas perlas de ese saco que sabe que me engatusarán, me habla del hotel con salón de baile que había en Grañas y de la vez aquella que se estrelló el avión inglés cerquita de San Andrés y él fue con otros caminando desde Cariño y Ortigueira para recoger restos de chatarra y “algúns levaron cousas ben bonitas, daba pena de velo todo alí esparexado polo monte e polo mar” me cuenta, rememorando el ahora ya famoso incidente aéreo que le costó la vida entre otros a Leslie Howard… allí muy cerquita de los acantilados más altos de la Europa continental.

      Se acomoda a mi lado silencioso, después de un rato me mira con esa cara morena surcada por mil arrugas y dibuja un gesto de triste comprensión mientras afirma con la cabeza.

  • “Usted también puede olerla”

      Esbozo una media sonrisa y susurro a penas un sí. Sí, puedo olerla, puedo sentirla en el aire, es una mezcla de sal y azufre, de viento lejano portador del restos de otras memorias, de recuerdos de lugares y presencias que nunca he conocido pero sé míos con absoluta certeza.

  • Pues sí que tiene olfato carallo. Esta aun andará gestándose por la fosa de las Marianas.

    Me observa fijamente, y por primera vez en todos estos años le veo en la cara un gesto de sorpresa, no es un gesto alegre, tampoco podría decir que sea triste. Es solo la sorpresa de alguien que a los 99 años se reconoce en otra persona, o quizá en otra vida.

  • Pero a usted le gusta, me dice con cierto pesar. Los marineros cuando la huelen rezan- susurra cabeceando de un lado a otro.

     Inclino la cabeza y bajo la mirada un poco avergonzada. Sí, es cierto, me gusta. Me gusta desde que era niña y el mar embravecido era solo un recuerdo evocado desde un libro. Me gusta desde la primera vez que comprendí que después de esa luz y ese olor, más tarde o más temprano llegaría la tormenta. Me gusta aunque percibirlo provoque una extraña mezcla de esperanza y desolación en mi interior.  El rugido del mar contra los acantilados forma parte de mi vida, de mi alma, de mi historia. La tormenta vive en la parte más oscura de mi ser, forma parte de mí, de ese animal irracional, oscuro y desesperado que siempre me acompaña. Cada vez que el mar rompe enfurecido contra las rocas un grito desgarrador surge en mi interior, estallo en mil pedazos sobre los acantilados que me contienen y me desvanezco en una lluvia de rabia y dolor que se clava como mil agujas de hielo en mi propia piel; y ese dolor que me provoca, me reconforta. Me libera, me cura, me sana, me devuelve por un instante la inocencia y la pureza que perdí hace ya mucho tiempo. Me reconcilia con una parte de mi misma a la que aún no he aprendido a amar o a la que quizá aún amo con demasiada intensidad.

      Me miro un poco asustada en el fondo de los ojos de Manuel, el Mecánico. Necesito la tormenta para curarme, deseo decirle, aunque el mar, en otro lugar se esté cobrando su precio. Siempre he querido pensar que todos los marineros están en puerto mientras yo me rompo enfurecida contra las rocas… sé que me engaño, que cada vida tiene un precio en otras vidas y que la mía no es diferente de la de los demás.

      Me devuelve una mirada comprensiva y serena.

      Pone su mano encallecida sobre mi hombro, y cabecea lentamente.

  • No hay que sentirse culpable, me dice. Cada uno lucha con sus demonios con las armas que puede.

     Nos quedamos así un rato, en silencio, mirando de frente al mar, su mano aun sobre mi hombro. Comienza a llover otra vez, el olor intenso, penetrante, sigue ahí.

  • ¿Y si nos fumamos un pitillo en la escollera?

     Saltamos el muro de piedra y descendemos por las rocas hasta que el mar nos moja los zapatos, el Mecánico saca la picadura, liamos cada uno nuestro pitillo y aun nos quedamos  allí callados, un buen rato, mirando absortos el mar, el humo que se escapa entre nuestros dedos y cada uno su más que extraño paisaje interior.

  •  Pues quien sabe – me dice aspirando el humo con intensidad- si igual cualquier día de estos no coincidimos rompiéndonos en algún acantilado de por ahí. Yo ya tengo 99 años, y que quiere que le diga… aún me gusta.
     




Publicado por Farela

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