domingo, 26 de agosto de 2018

Leica


          Camina con ese aire un poco despistado pero siempre alerta del que ha recorrido infinidad de veces las calles de esta ciudad. Su aspecto es pulcro, pero si te fijas detenidamente en su cabello deslustrado, el cuello de su camisa y los puños desgatados de la vieja chaqueta de punto azul, descubrirás que hace ya un tiempo que la vida no es para él tan fácil como en otro tiempo solía ser.
          Sus pasos son lentos y sus ademanes elegantes y pausados, su mano derecha reposa como descuidada en la gastada funda marrón de su vieja Leica. La cámara es un vestigio de otro tiempo; su padre se la trajo de Alemania cuando apenas era un adolescente que abandonaba tímidamente la niñez.  Eran los momentos estelares en los astilleros, buen dinero por unas veladas y una pequeña fortuna a fin de mes para un pintor decidido a arriesgarse entre las piezas más complicadas de los barcos.
          La Leica es su objeto más preciado, lo único que le queda de su padre, un buen hombre que un día bajó al tanque oxidado de un petrolero para ayudar a un compañero que  había perdido el sentido y ya nunca más regresó. Los astilleros se lo agradecieron con una buena pensión para la viuda y un trabajo para el hijo, que no pudo decir que no.  Sabe que la cámara cuesta un dinero, y que con él podría tirar durante una temporada un poco mejor, pero no la vendería por nada del mundo.
         Juntos su padre y él aprendieron a cargar los carretes, a desmontarlos, a velarlos alguna que otra vez. Juntos comenzaron a recorrer la ciudad, los fines de semana paseaban por las calles bajo el calor del verano o protegiendo la cámara con un paraguas, bajo la lluvia torrencial del invierno. Se señalaban uno al otro con apremio rincones, personas… instantes que deseaban guardar para la eternidad. Tiempo después él aprendió a revelar, se hizo con un pequeño laboratorio donde pasaba todos los ratos libres que le dejaban sus estudios, y más del que debiera cuando su padre se marchó.
          La cámara pasó a ser más que una afición, los paseos un ritual donde reencontrarse con los mejores momentos de su vida. Invertía en la fotografía su tiempo y su dinero alimentando el sueño de dejar un día atrás toda esa vida que no le causaba satisfacción y dedicarse por completo a su gran pasión.
          Pero llegó una primera crisis del naval de la que poco se habló, y después de esa llegaron una segunda y una tercera y ya no pudo salvarse de la catástrofe. No se queja, tiene una casa en la que vivir y aunque sin grandes lujos sale adelante.
          Conserva intacta su vieja afición, sale cada día a caminar por la ciudad, callejea sin rumbo hasta que algo llama su atención, entonces se para y saca de la funda marrón la vieja Leica, mira a través del visor y su mundo se transforma por completo. No existe nada igual, no hay luz más hermosa, ni colores más nítidos, no hay ningún instante más precioso que el instante en el que desliza su mano suavemente sobre el objetivo preparado para capturar la imagen tanto tiempo anhelada. Pero nunca dispara. Hace tiempo que el dinero para aficiones se acabó, quizá de haber estado más rápido habría podido comprarse antes una de esas nuevas cámaras que te descargas en el ordenador, nada de papel, ni cuartos oscuros, ni caros reactivos. Nada de carretes que ya no son tan fáciles de conseguir. Hasta su viejo ordenador habría podido servir.
          Pero sabe que no sería igual, no para él. Él es de ese otro tiempo donde los sueños se podían encontrar paseando por cualquier rincón de la ciudad. Callejeando. Deambulando sin rumbo, encontrando sin buscar. Él es de esos hombres que aun sueña con la luz perfecta que a veces asoma al otro lado de su Leica, la luz del sueño que su padre le regaló.

 
Publicado por Farela

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