La casa se alza majestuosa en lo más alto
del acantilado, el bosque ancestral se cierra a su espalda como un manto
protector, frente a ella ruge el Atlántico más salvaje y sobrecogedor. La
piedra gris con la que está construida hace que se confunda con la dura roca
sobre la que se asienta hasta el punto de que parece brotar de ella como una
prolongación natural que te sorprende cuando la descubres de repente al girar el
último recodo del camino robado al acantilado por los pasos seculares de los
pescadores.
La creencia popular sostiene que alguien de
la familia de David ha vivido sobre ese mismo lugar de modo ininterrumpido
desde tiempo inmemorial, y lo cierto es que en el sótano de la casa, excavado
sobre la roca viva, existe una extraña construcción semicircular de piedra
ennegrecida por el humo de un fuego que aunque hace ya muchos siglos que se
extinguió, sigue llenando de un reconfortante calor ese lugar que debería de
ser frío y húmedo por naturaleza. Ella lo sabe bien, puede sentirlo porque ha
pasado muchas noches desde que David se fue, acurrucada en ese pequeño rincón
que le proporciona unos escasos e impagables instantes de paz.
La familia de David, como tantas otras
familias aristocráticas, sostiene que descienden de la historia de amor entre
un marinero y una sirena, pero al contrario que los demás, su particular
leyenda no incluye príncipes perdidos en una noche de galerna, ni hermosos
seres mitológicos que los rescatan de su triste destino. Su historia es una
simple historia de amor.
Cuenta la tradición familiar que la sirena
y sus hermanas se entretenían en contemplar a los pescadores que faenaban en la
costa. Les gustaba jugar a enredarles las redes o soltar a los peces que
quedaban atrapados en ellas, a veces abrían las nasas llenas solo por reírse al
contemplar sus caras sorprendidas. La sirena se enamoró del pescador porque
nunca se enfadaba con sus travesuras, sonreía comprensivo sacudiendo la cabeza
como si comprendiese que aquellas trabas eran solo pequeñas trampas que le
ponía el mar. Le gustó la franca sonrisa en la cara ya algo arrugada por una
vida a la intemperie, le gustó porque cada día antes de marcharse le daba las
gracias al mar y le pedía perdón si en algo le había ofendido.
El pescador se enamoró de un destello de
luz rojizo que a veces veía deslizarse rápidamente bajo la superficie del agua,
rozando a penas las nasas o las redes, quedó prendado de una sombra que le
parecía vislumbrar en la estela del barco al amanecer, le cautivó un susurro
que parecía surgir del fondo del mar para decirle quedamente “hasta mañana”
cuando ya se alejaba de regreso a su hogar.
No hubo oposición de sus padres ni guerras
fratricidas o trágicas venganzas de oscuras brujas del mar. Se encontraron una
noche de luna nueva en que el pescador bajo a soñar al pie de los acantilados y
su sueño se hizo realidad. En la boda del mar la sirena recibió tres
importantes regalos de su familia:
De su padre: El amor del mar, su respeto y
su fortuna
De su madre: El conocimiento de todos los
remedios curativos que pudieran proceder de la naturaleza, ya fueran por el
fuego, la tierra, el aire o del agua
De sus hermanas: Cada luna nueva, la sirena
podría recuperar su cola y volver por una noche al fondo del mar.
Dicen que el pescador excavó con sus
propias manos la roca para construir su primer hogar al borde mismo de los
acantilados en los que se vieron cara a cara por primera vez. Cada luna nueva,
aunque él no estuviera para ayudarla ella podría acercarse sigilosamente hasta
las rocas sin levantar sospechas entre los vecinos del pueblo cercano.
Sobre el dintel de la puerta cuelga un
viejo farol, que según una antigua tradición familiar es el que el marinero
encendía durante las noches de luna nueva para que cuando la sirena regresaba
un poco aturdida del fondo del mar siempre pudiese encontrar el camino de
regreso a casa.
El destino fue generoso con la familia que
crearon la sirena y el pescador. Sus descendientes prosperaron con los regalos
del mar, fueron generosos con sus dones. Sanadoras, pescadores, marineras…
cambiaron sus nombres a lo largo de los siglos pero no su esencia vital. Siguen
aquí y siguen perdidamente enamorados de la vida y del mar, hasta el punto de
entregar la una en favor del otro si las circunstancias lo requieren, hasta el
punto de buscar su destino en la línea del horizonte, cuando la tormenta se
desata, sabiendo que en el fondo les espera la libertad, el final de su largo
camino de regreso a casa, a su hogar.
Vive
de nuevo aquí, aquí está su destino también, ligado para siempre al destino de
David. Sale a caminar cuando arrecia el temporal, vaga por el bosque umbrío
después de la tormenta mientras aguarda algo impaciente el final que ya se
acerca. Cuando su memoria se haya diluido casi por completo, cuando ya casi no
recuerde quien fue ni quien es, saldrá al porche y encenderá el viejo farol,
después se sentará abrazada a la raída manta del sofá y esperará a que el ocaso
se apague para que la luz parpadeante de su pequeño faro guíe a David de
regreso a casa. Está segura de que lo último que verá antes de cerrar los ojos
para siempre, es el barco que se acerca desde la línea del horizonte,
exactamente en el mismo lugar donde lo vio perderse por última vez.
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