Salmo 137:5-6: “¡Si yo
de ti me olvido, oh Jerusalén, que se seque mi diestra! ¡Mi lengua se me pegue
al paladar, si de ti no me acuerdo, si no alzo a Jerusalén al colmo de mi
gozo!”
Israel no defrauda.
Nunca. Y Jerusalén menos.
Nunca deja de sorprenderte,
de entusiasmarte y de entristecerte. Nunca te deja indiferente. Ni para bien ni
para mal.
Y es que Jerusalén es
la casa de un solo Dios, la capital de dos pueblos, el templo de tres
religiones y la única ciudad que existe dos veces, en el Cielo y en la Tierra.
Es una ciudad dividida y unificada por la fuerza, y declarada por decreto
eterna e indivisible. Es patrimonio de la Humanidad, pero de propiedad
cuestionada y discutida. Es el hogar cosmopolita de muchas creencias, cada una
de las cuales afirma que le pertenece solo a ella en exclusiva. Es la Ciudad
Santa y lugar sagrado para judíos, cristianos y musulmanes, y al mismo tiempo,
o por ello mismo, campo de batalla eterna del choque de civilizaciones. Es
antro de superstición, intolerancia y charlatanería, y el lugar donde Dios se
encuentra con los hombres en la Tierra. Donde según diferentes tradiciones se
inició la creación del mundo, donde comenzará la resurrección de los muertos y
donde se celebrará el juicio universal al final de los tiempos. Abraham, David,
Jesús y Mahoma hollaron sus piedras, y en ella hablaron con su propio Dios, que
es a la vez el mismo y único Dios.
Jerusalén es la
capital de la llamada Tierra Santa, que fue durante mil años exclusivamente
judía, durante cuatrocientos cristiana, y durante mil trescientos musulmana.
Siempre disputada y reclamada, y siempre conquistada por la espada, a sangre y
fuego, a pesar de que su nombre signifique “casa de la paz”. Ha sido
emplazamiento de batallas, asedios y matanzas, casi siempre ejecutados en
nombre de un dios en particular, que siempre era el Dios verdadero.
Es pues eterna
contradicción y maldita en su bendición.
Para Flaubert es un
“cementerio rodeado de murallas”. Lo cual es tétricamente cierto pues, a parte
de las innumerables muertes acaecidas entre sus muros en los múltiples
conflictos que salpican su historia, y de los numerosos camposantos de
diferentes confesiones ubicados en su perímetro, a sus pies, en el valle de
Josafat, que separa la ciudad del Monte de los Olivos, se halla el cementerio
en uso más antiguo del mundo, con una tumba de más de tres mil años y donde se
sigue enterrando en la actualidad, aunque solo a importantes personalidades
judías, que ya poco espacio disponible queda después de tanto tiempo, de tanta muerte
y de tanto ajetreo. Todo judío de bien, y aun muchos musulmanes y cristianos,
querrían ser enterrados allí, porque allí, en el valle de Josafat, comenzará la
resurrección de los muertos el día del Juicio, y a todos nos encanta tener un
asiento en primera línea de playa.
Por otra parte el
santuario principal de los cristianos en la ciudad, no es nada más ni nada
menos que un Sepulcro junto a un lugar de ejecución.
Y ningún lugar en el
mundo suscita tal deseo de posesión exclusiva como esta ciudad-cementerio,
hasta el punto que muchos de los sepulcros de esta tierra así como las
historias que los acompañan han sido prestados o usurpados, y antes
pertenecieron a otro pueblo o a otra religión.
Y a pesar de tanta
tumba, hay que decir que Jerusalén está muy viva. Dolorosamente viva. Por sus
cosmopolitas calles circulan gentes de todas las razas, de todas las naciones,
de todas las religiones y de todos los continentes. En las estrechas calles de
su recinto amurallado no es extraño cruzarse con franciscanos coreanos y
sacerdotes coptos, con ulemas musulmanes y soldados judíos de rasgos etíopes,
con judíos ortodoxos tocados con sus kipás y con popes ortodoxos de largas
barbas y crasas coletas; y con turistas de todo el mundo que llegan esperando
encontrar la “auténtica” Jerusalén, la que han creado en su mente y en sus
creencias, y que seguramente nunca existió. Pero sobre todo te encuentras con
una ciudad vital, donde se mezclan y conviven oriente y occidente, y en cuyas
calles hallarás zocos bulliciosos, olores a especias, niños sonrientes, arteros
comerciantes dispuestos a regatear contigo durante horas, si fuera preciso, y
familias jubilosas precedidas por músicos callejeros que llevan a un
avergonzado joven camino de su Bar Mitzváh. Eso sí, todo el recinto está
perfectamente fraccionado y compartimentado, no se vayan a mezclar las piezas,
las historias y las personas. La zona amurallada está dividida en cuatro
barrios, judío, musulmán, cristiano y armenio. Y la ciudad nueva no está más
amalgamada. En apenas un cruce de calle puedes pasar de un moderno barrio
occidental judío a otro oriental, antiguo y musulmán. El cruce de Europa a Asia
en apenas diez pasos.
Y todo esto es
Jerusalén, historia viva, mito y realidad, humanidad al fin y al cabo en su
máxima expresión.
Pero, por si todo esto
fuera poco, Jerusalén es mucho más. Su esencia y su idiosincrasia, comienzan en
el mito y en la idealización de la ciudad que es, la que fue y la que tal vez
nunca existió; se continúa a través de sus piedras, sus calles, sus edificios y
sus monumentos, tanto los actuales como los ya perdidos para siempre, los que
se mantienen en pie, los demolidos, los reconstruidos y los reutilizados; y
concluye en las personas, tanto las que vivieron en ella, como las que la habitan
hoy en día o las que la visitan esperando conocer y descubrir algo, que quizá
solo existe en su mente, porque probablemente nunca fue real.
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Publicado por Balder
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