“Si nos roban a nuestros seres queridos la forma de
hacer que vivan más tiempo es no dejar de amarlos nunca. Los edificios arden,
las personas mueren, pero el amor verdadero es para siempre”
Sarah. El cuervo.
Alex Proyas (1994).
Siempre quise vivir las aventuras que suponía había
vivido mi abuelo. Al menos hasta que comencé a sufrir algo parecido.
Supongo que mi
abuelo fue el último representante de una larga tradición familiar que comenzó,
según comentaban mis tíos, medio en serio medio en broma, con algún guerrero
celta que se asentó en la península Ibérica allá por los años de Maricastaña. Lo cierto es
que todos los varones de la familia, hasta donde se podía recordar, habían
seguido la carrera de las armas.
Mi bisabuelo luchó hasta el final en la guerra de
Cuba, uno de mis tío-abuelos murió en África, allá por Ifni. Y según se decía,
un antepasado nuestro, murió en la batalla de La Coruña a la vera del mismísimo
Sir John Moore, de triste memoria.
Y a mí también me habrían incitado a seguir el mismo
camino, si no hubiera sido por la ruptura de la tradición familiar que supuso
la cabezonería, o tal vez la lealtad de mi abuelo hacia un gobierno y una
bandera que, al menos él, creía legítimos.
Nunca le conocí, y sin embargo fue el héroe de todos
mis sueños de infancia.
Su fotografía, un viejo retrato de estudio al que
los años habían dado tonos marrones, presidía mi cuarto, y por ende mis juegos.
Era un hombre delgado, casi enjuto, que miraba serio al infinito desde el
paisaje pintado que era el fondo de la fotografía. Por supuesto que en la foto
estaba de paisano, mi abuela había guardado, o quién sabe si destruido todas
sus fotos de uniforme.
Cuando tuve edad para fumar, sin que ello me
supusiera una reprimenda, me apropié de la herencia del abuelo. Una vieja
pitillera de plata que era lo único que mi abuela había conseguido recuperar
después de su muerte.
Por fuera, la pitillera estaba adornada con un
entramado de líneas que dibujaban unos hermosos motivos arabescos. Pero en su
interior, en la esquina inferior de la tapa izquierda, era donde se centraba su
pequeño misterio. Solo eran dos iniciales, "L.L." grabadas en una curiosa
caligrafía británica. Nunca nadie supo o quiso decirme cuál era su significado.
En mi adolescencia yo imaginaba que eran la prueba
de algún escarceo amoroso del abuelo, o quizá la recompensa por alguna
peligrosa misión en la resistencia francesa. Incluso llegué a pensar que tal
vez, cuando Martín, el camarada de mi abuelo, la mandó a la familia, lo hizo
simplemente por mandar algún recuerdo, un objeto palpable para la viuda de su
amigo, y que a lo peor ni siquiera perteneció nunca a mi abuelo.
De cualquier forma, la pitillera, como la reliquia
de mi héroe de infancia, se convirtió en un fetiche para mí, un amuleto al que
confiaba toda mi suerte. Y sin el que nunca me encontraba tranquilo.
Siempre la llevaba encima, y siempre le confiaba todas
mis esperanzas, desde aprobar los exámenes de la facultad, hasta concluir con
éxito la cita con la chica de turno. Era como si mi abuelo estuviera en ella,
protegiéndome, ayudándome y alentándome. Y en ocasiones, en situaciones de
especial tensión, incluso creía notar una fuerza casi mística que emanaba del
pequeño objeto.
Cuando mi profesión me llevó a seguir de alguna
forma los pasos de mi abuelo, en los conflictos de medio mundo, realizándose
así mis sueños de infancia, aunque solo fuera como corresponsal, y no como
soldado, la confianza que llegue a sentir por aquella pitillera se transformó
en fe ciega.
Nunca temía meterme en las situaciones más
comprometidas, ni en los eventos más arriesgados, porque creía a ciencia cierta
que la herencia de mi abuelo era una especie de salvoconducto capaz de librarme
de todo mal. No hubo escaramuza, revolución ni conflicto en el que yo no
estuviera, ya no con las tropas combatientes, sino por delante de ellas si ello
me era posible.
Hasta tal punto llegué a confiar en ella, a tener la
convicción ciega de que me protegería siempre, que entre los compañeros de
profesión, esa rara especie de periodistas que son los corresponsales de
guerra, pronto fui conocido por el sobrenombre del Gallego Loco.
Pero lo que realmente estaba forjándome era una
dependencia total de aquel objeto, de tal forma que en las raras ocasiones en
que no la llevaba encima, situación que cada vez era más extraña, me sentía
como desnudo, y era incapaz de llevar a buen término proyecto alguno.
Y finalmente, aquella noche, creí volverme loco.
Me hallaba en un pueblecito de nombre
impronunciable al norte de Bosnia. Era un lugar que había sido ocupado por los
serbios al principio del conflicto, y que por haber estado alejado del frente,
resultó ser un lugar tranquilo y agradable en medio del caos y podredumbre que
puede ser una guerra. Pero ahora habían cambiado las tornas. La última ofensiva
croata parecía estar modificando el curso de la guerra. Y los serbios
intentaban transformar ese pueblecito en un bastión de resistencia que frenara
la tormenta que se les venía encima.
Aquella aldea, ajena al conflicto de los últimos
años, iba a convertirse en pocas horas en la línea de fuego.
Varios periodistas habíamos
llegado allí al atardecer y, tras convencer, o sobornar, o ambas cosas, a
varios oficiales nos acomodamos lo mejor que pudimos, esperando que de un
momento a otro comenzaran a caer a nuestro alrededor los obuses que ya se oían
en la lejanía. La noche iba a ser larga.
Cuando recuperé el conocimiento todo estaba oscuro a
mi alrededor. Debía de ser noche cerrada.
Por unos instantes me costó recordar donde me
hallaba y que estaba haciendo allí. El sonido de una explosión, demasiado
cercana como para sentirse tranquilo, me hizo recordar, al menos en parte.
Había estado en demasiadas guerras como para
comprender que encender cualquier luz podía costarme muy caro. Pero quería
saber dónde me hallaba. Palpé a mi alrededor lo suficiente para conseguir
hacerme dos o tres chichones, un corte en la mano izquierda, y casi sacarme un
ojo con vaya usted a saber qué extraño objeto punzante. Eso sí, seguí sin tener
ni idea de donde me encontraba.
Así que me eché la mano al bolsillo del pantalón,
saqué el mechero y me dije "¡Qué diantre!". Lo encendí y seguí tan
confundido como en plena oscuridad. Al menos durante los minutos que tardo mi
mente en encender por fin una luz.
Si, entonces lo recordé. Antes de que todo se viniera
abajo, les dije a mis compañeros que desde aquel edificio a las afueras la
vista de las posiciones croatas, y de la batalla que se avecinaba, sería
espléndida, y que como torre de observación no tendría precio. Como siempre
dijeron que debía de estar loco, y murmuraron algo sobre mi dudosa salud mental
mientras me alejaba de ellos.
Así que yo solo, como siempre, entré en lo que debía
de haber sido la mansión de campo de algún terrateniente en mejores tiempos.
Pero por lo visto la artillería croata debió de
pensar lo mismo sobre aquella posición estratégica. Y de aquel hermoso
edificio, a aquellas horas de la noche, solo quedaba un montón de escombros
medio enterrando a un maltrecho e insensato periodista.
Al menos las ruinas humeantes que me rodeaban
habrían impedido que nadie viera mi pequeña luz. Así que decidí aprovechar la
situación y relajarme con un cigarro.
Pánico no es una palabra que abarque completamente
lo que llegué a sentir entonces.
Busqué entre los bolsillos y la ropa. Removí las
piedras que me rodeaban y escarbé en los escombros, y volví de nuevo a mirar
uno por uno en todos los bolsillos.
La había perdido. No encontraba la pitillera de mí
abuelo.
Supongo que llevaría horas acurrucado en aquel
infierno oyendo los silbidos de los proyectiles seguidos de las explosiones,
pensando que cualquiera de ellos iba a ser el último sonido que oyera. Solo era
capaz de apretar las piernas contra mi cuerpo y llorar.
Es duro para cualquiera perder los papeles, pero por
lo menos allí no había nadie que me reprochara mi cobardía. Y supongo que me
podía permitir un poco de flaqueza después de años de representar el papel de
héroe suicida de novela.
Lo único cierto, es que estaba desesperado, oyendo
los latidos de mi corazón y el hipar de mi desesperación.
Era absurdo pensar que la falta de un objeto tan
pequeño pudiera dejarme en semejante estado.
Y fue entonces cuando la oí.
Al principio, mi pobre estado de ánimo, me hizo
creer que era el eco de mis propios sollozos. Pero pronto me di cuenta que
entre aquellas ruinas no era la única persona desesperada.
Agucé el oído, como solo se puede hacer cuando el
miedo te corroe las entrañas. Debía de estar relativamente cerca, aunque era
extraño que no la hubiera visto hacía unos instantes al encender el mechero. El
llanto era muy débil, y estaba casi apagado por las explosiones.
No sé de dónde saqué valor para hablar, y supongo
que la voz que logro salir de mi garganta no debió de ser muy tranquilizadora,
pero me esforcé en decir algo así como "¿quién anda ahí?" en mi
inglés macarrónico. Sí, tal vez no fue una frase muy original, pero la
situación no era como para improvisar ripios. Los sollozos callaron de pronto y
casi pude sentir el miedo que tenía aquella pobre criatura. "Tranquilo,
soy un periodista español" Dije, destrozando el idioma de Shakespeare,
pero con algo más de aplomo.
- "¿Spanish?" O yo no oía bien, o aquella
mujer, al menos lo parecía por la voz, había hecho aquella pregunta casi con
esperanza. Realmente yo no sabía que la leyenda del Latin-lover hubiera llegado
al corazón de los Balcanes.
- "¿Tú eres español?" ¡Vaya! ¡Incluso
hablaba en cristiano! Eso sí, con un dulce acento que yo hubiera jurado que era
francés.
- "Sí, no temas, soy un periodista
español". Respondí de forma reiterativa y un tanto pedante, intentando
demostrar una seguridad en mí mismo que no me creía ni yo.
Una luz se encendió a unos cinco metros de donde yo
estaba. Era una cerilla que solo alumbraba unos ojos, llorosos, tristes, llenos
de miedo, pero preciosos.
Aunque parezca mentira, había una persona más
asustada que yo en aquel infierno, y eso que ella no había perdido ninguna
pitillera.
Intenté tranquilizarla mientras, aún no acabo de
entender porque, yo mismo me iba serenando.
Me mentí a mí mismo, y a ella, diciéndole que entre
esos escombros estábamos seguros, que no podía ocurrirnos nada.
Sería el miedo de ambos, pero acabamos acurrucados
el uno contra el otro intentando infundirnos valor en medio de aquel universo
de locura.
Es curioso, pero lo que más recuerdo es su olor en
aquella noche. Nunca he sido muy aficionado a los perfumes, pero todavía puedo
recordar con absoluta nitidez el tenue aroma que emanaba de su cabello.
Luego, de pronto, tan repentinamente como habían
empezado, pararon los silbidos y la mayoría de las detonaciones. Solo se oía el
crepitar de las llamas de algún incendio cercano, y algunas explosiones, aunque
más distantes y espaciadas. Así que pudimos hablar.
Ella se llamaba Lanna, y efectivamente era francesa.
Estaba terriblemente asustada ante la posibilidad de que la cogieran
prisionera. No acabé de entender muy bien porqué, pero parecía como si tuviera
miedo por algo que hubiera hecho, algo relacionado con un sabotaje o no sé qué
cosa.
Hablaba de campos de deportación y de compañeros
caídos, y deduje que debía llevar en aquella guerra mucho más tiempo de lo que
parecía.
Yo le hablé de mí mismo, de lo absurdo de mi vida,
de todos mis líos mentales y de mis proyectos de futuro como no había hablado
antes con nadie. No podría recordar exactamente todo lo que nos dijimos. Solo
tengo el recuerdo de haber abierto mi alma como creo que nunca lo había hecho anteriormente,
y como creo que nunca lo volveré a hacer.
Tal vez fue el miedo, o la oscuridad que nos
envolvía, o la certeza de que la muerte estaba danzando a nuestro alrededor y
que en cualquier momento podía sacarnos a bailar con ella. No lo entiendo todavía
del todo. Solo sé que aquella noche fue mágica.
Recuerdo que solo me atrevía a rodearla con mi brazo
apretándola contra mí. Ni siquiera me decidí a acariciarla, ni mucho menos a
intentar besarla. Era tan perfecto el hechizo del momento que tenía miedo de
que se rompiera.
Entonces sentí, aunque no lo comprendí hasta mucho tiempo
después, que la magia que habíamos creado era un escudo que nos cubría y
protegía de todo el dolor y sufrimiento que estaba a nuestro alrededor.
La noche fue desgranando sus horas, y la paz que nos
envolvía terminó por vencernos. Poco a poco acabamos quedándonos dormidos el
uno en los brazos del otro.
Al amanecer me despertó un estremecimiento de frío.
Ella ya no estaba allí, pero aún sentía su calor en nuestro improvisado lecho.
Las explosiones habían cesado totalmente.
Salí al exterior, confiando en verla al aire libre
del amanecer, pero solo vi la silueta de un tanque croata que entraba en el
pueblo como un gigante surgido de la niebla. No se veía por ninguna parte
rastro de los serbios. Debían de haber abandonado sus posiciones por la noche.
Si es que no se habían desintegrado como ella.
Un camión cargado de soldados apareció entre la
niebla del amanecer siguiendo la estela del tanque. Uno de sus ocupantes me
apunto con su fusil y me soltó alguna increpación que no acerté a entender.
Una gota de sudor frío recorrió mi espina dorsal, y
solo acerté a decir algo así como "¡Press!", pero me sentía tan
abatido como la noche anterior, antes de que ella apareciera, o aún más si ello
era posible. Giré la cabeza en ambas direcciones confiando en verla correr
cruzando la calle para sacarme de aquel lío. Me sentía como un niño perdido que
espera que aparezcan sus mayores un segundo antes de romper a llorar.
Me palpé con la mano el bolsillo del pecho,
esperando encontrar a la primera mis credenciales, y lo que sentí me dejo más
petrificado que la presencia de aquellos hombres o aún que la ausencia de
Lanna.
¡No podía ser!, estaba seguro de que había mirado
aquel bolsillo más de cien veces la noche anterior, y estaba seguro de que
antes no estaba allí.
Introduje la mano, sin pensar que los hombres que
tenía frente a mí, estaban lo suficientemente excitados y nerviosos como para
disparar ante la menor sospecha de que pudiera tener un arma oculta.
Sentí su frío contacto entre mis dedos y la saqué a
la luz de la mañana. Y como tantas otras veces creí notar la fuerza que emanaba
del pequeño objeto de plata. Pero esta vez ya no me llenaba como en otras
ocasiones. El soldado seguía gritándome no sé qué tonterías en croata, pero ya
no me importaba. Había recuperado, si no la confianza, que parecía haberme
abandonado con la mujer de la noche pasada, al menos la indiferencia por lo que
pudiera ocurrirme.
Impasible ante lo que sucedía a mi alrededor, decidí
que era un buen momento para fumarse un cigarrillo, aunque fuera el último.
Abrí la pitillera y me quedé helado de estupor.
En la tapa izquierda, donde hasta entonces solo
habían estado inscritas las dos iniciales, ahora, con la misma caligrafía y con
el mismo tono oscuro de los años, como si llevara ahí escrito toda la vida,
estaba grabado:
"Siempre estaré contigo, a través del espacio y
del tiempo... Lanna L."
Publicado por Balder
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