domingo, 10 de junio de 2018

La Pitillera


“Si nos roban a nuestros seres queridos la forma de hacer que vivan más tiempo es no dejar de amarlos nunca. Los edificios arden, las personas mueren, pero el amor verdadero es para siempre”
Sarah. El cuervo.
Alex Proyas (1994).

Siempre quise vivir las aventuras que suponía había vivido mi abuelo. Al menos hasta que comencé a sufrir algo parecido.
Supongo que mi abuelo fue el último representante de una larga tradición familiar que comenzó, según comentaban mis tíos, medio en serio medio en broma, con algún guerrero celta que se asentó en la península Ibérica allá por los años de Maricastaña. Lo cierto es que todos los varones de la familia, hasta donde se podía recordar, habían seguido la carrera de las armas.
Mi bisabuelo luchó hasta el final en la guerra de Cuba, uno de mis tío-abuelos murió en África, allá por Ifni. Y según se decía, un antepasado nuestro, murió en la batalla de La Coruña a la vera del mismísimo Sir John Moore, de triste memoria.
Y a mí también me habrían incitado a seguir el mismo camino, si no hubiera sido por la ruptura de la tradición familiar que supuso la cabezonería, o tal vez la lealtad de mi abuelo hacia un gobierno y una bandera que, al menos él, creía legítimos.
Nunca le conocí, y sin embargo fue el héroe de todos mis sueños de infancia.
Su fotografía, un viejo retrato de estudio al que los años habían dado tonos marrones, presidía mi cuarto, y por ende mis juegos. Era un hombre delgado, casi enjuto, que miraba serio al infinito desde el paisaje pintado que era el fondo de la fotografía. Por supuesto que en la foto estaba de paisano, mi abuela había guardado, o quién sabe si destruido todas sus fotos de uniforme.
Cuando tuve edad para fumar, sin que ello me supusiera una reprimenda, me apropié de la herencia del abuelo. Una vieja pitillera de plata que era lo único que mi abuela había conseguido recuperar después de su muerte.
Por fuera, la pitillera estaba adornada con un entramado de líneas que dibujaban unos hermosos motivos arabescos. Pero en su interior, en la esquina inferior de la tapa izquierda, era donde se centraba su pequeño misterio. Solo eran dos iniciales, "L.L." grabadas en una curiosa caligrafía británica. Nunca nadie supo o quiso decirme cuál era su significado.
En mi adolescencia yo imaginaba que eran la prueba de algún escarceo amoroso del abuelo, o quizá la recompensa por alguna peligrosa misión en la resistencia francesa. Incluso llegué a pensar que tal vez, cuando Martín, el camarada de mi abuelo, la mandó a la familia, lo hizo simplemente por mandar algún recuerdo, un objeto palpable para la viuda de su amigo, y que a lo peor ni siquiera perteneció nunca a mi abuelo.
De cualquier forma, la pitillera, como la reliquia de mi héroe de infancia, se convirtió en un fetiche para mí, un amuleto al que confiaba toda mi suerte. Y sin el que nunca me encontraba tranquilo.
Siempre la llevaba encima, y siempre le confiaba todas mis esperanzas, desde aprobar los exámenes de la facultad, hasta concluir con éxito la cita con la chica de turno. Era como si mi abuelo estuviera en ella, protegiéndome, ayudándome y alentándome. Y en ocasiones, en situaciones de especial tensión, incluso creía notar una fuerza casi mística que emanaba del pequeño objeto.
Cuando mi profesión me llevó a seguir de alguna forma los pasos de mi abuelo, en los conflictos de medio mundo, realizándose así mis sueños de infancia, aunque solo fuera como corresponsal, y no como soldado, la confianza que llegue a sentir por aquella pitillera se transformó en fe ciega.
Nunca temía meterme en las situaciones más comprometidas, ni en los eventos más arriesgados, porque creía a ciencia cierta que la herencia de mi abuelo era una especie de salvoconducto capaz de librarme de todo mal. No hubo escaramuza, revolución ni conflicto en el que yo no estuviera, ya no con las tropas combatientes, sino por delante de ellas si ello me era posible.
Hasta tal punto llegué a confiar en ella, a tener la convicción ciega de que me protegería siempre, que entre los compañeros de profesión, esa rara especie de periodistas que son los corresponsales de guerra, pronto fui conocido por el sobrenombre del Gallego Loco.
Pero lo que realmente estaba forjándome era una dependencia total de aquel objeto, de tal forma que en las raras ocasiones en que no la llevaba encima, situación que cada vez era más extraña, me sentía como desnudo, y era incapaz de llevar a buen término proyecto alguno.
Y finalmente, aquella noche, creí volverme loco.
Me hallaba en un pueblecito de nombre impronunciable al norte de Bosnia. Era un lugar que había sido ocupado por los serbios al principio del conflicto, y que por haber estado alejado del frente, resultó ser un lugar tranquilo y agradable en medio del caos y podredumbre que puede ser una guerra. Pero ahora habían cambiado las tornas. La última ofensiva croata parecía estar modificando el curso de la guerra. Y los serbios intentaban transformar ese pueblecito en un bastión de resistencia que frenara la tormenta que se les venía encima.
Aquella aldea, ajena al conflicto de los últimos años, iba a convertirse en pocas horas en la línea de fuego.
Varios periodistas habíamos llegado allí al atardecer y, tras convencer, o sobornar, o ambas cosas, a varios oficiales nos acomodamos lo mejor que pudimos, esperando que de un momento a otro comenzaran a caer a nuestro alrededor los obuses que ya se oían en la lejanía. La noche iba a ser larga.
 
Cuando recuperé el conocimiento todo estaba oscuro a mi alrededor. Debía de ser noche cerrada.
Por unos instantes me costó recordar donde me hallaba y que estaba haciendo allí. El sonido de una explosión, demasiado cercana como para sentirse tranquilo, me hizo recordar, al menos en parte.
Había estado en demasiadas guerras como para comprender que encender cualquier luz podía costarme muy caro. Pero quería saber dónde me hallaba. Palpé a mi alrededor lo suficiente para conseguir hacerme dos o tres chichones, un corte en la mano izquierda, y casi sacarme un ojo con vaya usted a saber qué extraño objeto punzante. Eso sí, seguí sin tener ni idea de donde me encontraba.
Así que me eché la mano al bolsillo del pantalón, saque el mechero y me dije "¡Qué diantre!". Lo encendí y seguí tan confundido como en plena oscuridad. Al menos durante los minutos que tardo mi mente en encender por fin una luz.
Si, entonces lo recordé. Antes de que todo se viniera abajo, les dije a mis compañeros que desde aquel edificio a las afueras la vista de las posiciones croatas, y de la batalla que se avecinaba, sería espléndida, y que como torre de observación no tendría precio. Como siempre dijeron que debía de estar loco, y murmuraron algo sobre mi dudosa salud mental mientras me alejaba de ellos.
Así que yo solo, como siempre, entré en lo que debía de haber sido la mansión de campo de algún terrateniente en mejores tiempos.
Pero por lo visto la artillería croata debió de pensar lo mismo sobre aquella posición estratégica. Y de aquel hermoso edificio, a aquellas horas de la noche, solo quedaba un montón de escombros medio enterrando a un maltrecho e insensato periodista.
Al menos las ruinas humeantes que me rodeaban habrían impedido que nadie viera mi pequeña luz. Así que decidí aprovechar la situación y relajarme con un cigarro.
Pánico no es una palabra que abarque completamente lo que llegué a sentir entonces.
Busqué entre los bolsillos y la ropa. Removí las piedras que me rodeaban y escarbé en los escombros, y volví de nuevo a mirar uno por uno en todos los bolsillos.
La había perdido. No encontraba la pitillera de mí abuelo.
Supongo que llevaría horas acurrucado en aquel infierno oyendo los silbidos de los proyectiles seguidos de las explosiones, pensando que cualquiera de ellos iba a ser el último sonido que oyera. Solo era capaz de apretar las piernas contra mi cuerpo y llorar.
Es duro para cualquiera perder los papeles, pero por lo menos allí no había nadie que me reprochara mi cobardía. Y supongo que me podía permitir un poco de flaqueza después de años de representar el papel de héroe suicida de novela.
Lo único cierto, es que estaba desesperado, oyendo los latidos de mi corazón y el hipar de mi desesperación.
Era absurdo pensar que la falta de un objeto tan pequeño pudiera dejarme en semejante estado.
Y fue entonces cuando la oí.
Al principio, mi pobre estado de ánimo, me hizo creer que era el eco de mis propios sollozos. Pero pronto me di cuenta que entre aquellas ruinas no era la única persona desesperada.
           Agucé el oído, como solo se puede hacer cuando el miedo te corroe las entrañas. Debía de estar relativamente cerca, aunque era extraño que no la hubiera visto hacía unos instantes al encender el mechero. El llanto era muy débil, y estaba casi apagado por las explosiones.
No sé de donde saqué valor para hablar, y supongo que la voz que logro salir de mi garganta no debió de ser muy tranquilizadora, pero me esforcé en decir algo así como "¿quién anda ahí?" en mi inglés macarrónico. Sí, tal vez no fue una frase muy original, pero la situación no era como para improvisar ripios. Los sollozos callaron de pronto y casi pude sentir el miedo que tenía aquella pobre criatura. "Tranquilo, soy un periodista español" Dije, destrozando el idioma de Shakespeare, pero con algo más de aplomo.
- "¿Spanish?" O yo no oía bien, o aquella mujer, al menos lo parecía por la voz, había hecho aquella pregunta casi con esperanza. Realmente yo no sabía que la leyenda del Latin-lover hubiera llegado al corazón de los Balcanes.
- "¿Tú eres español?" ¡Vaya! ¡Incluso hablaba en cristiano! Eso sí, con un dulce acento que yo hubiera jurado que era francés.
- "Sí, no temas, soy un periodista español". Respondí de forma reiterativa y un tanto pedante, intentando demostrar una seguridad en mí mismo que no me creía ni yo.
Una luz se encendió a unos cinco metros de donde yo estaba. Era una cerilla que solo alumbraba unos ojos, llorosos, tristes, llenos de miedo, pero preciosos.
Aunque parezca mentira, había una persona más asustada que yo en aquel infierno, y eso que ella no había perdido ninguna pitillera.
Intenté tranquilizarla mientras, aún no acabo de entender porque, yo mismo me iba serenando.
Me mentí a mí mismo, y a ella, diciéndole que entre esos escombros estábamos seguros, que no podía ocurrirnos nada.
Sería el miedo de ambos, pero acabamos acurrucados el uno contra el otro intentando infundirnos valor en medio de aquel universo de locura.
Es curioso, pero lo que más recuerdo es su olor en aquella noche. Nunca he sido muy aficionado a los perfumes, pero todavía puedo recordar con absoluta nitidez el tenue aroma que emanaba de su cabello.
Luego, de pronto, tan repentinamente como habían empezado, pararon los silbidos y la mayoría de las detonaciones. Solo se oía el crepitar de las llamas de algún incendio cercano, y algunas explosiones, aunque más distantes y espaciadas. Así que pudimos hablar.
Ella se llamaba Lanna, y efectivamente era francesa. Estaba terriblemente asustada ante la posibilidad de que la cogieran prisionera. No acabé de entender muy bien porqué, pero parecía como si tuviera miedo por algo que hubiera hecho, algo relacionado con un sabotaje o no sé qué cosa.
Hablaba de campos de deportación y de compañeros caídos, y deduje que debía llevar en aquella guerra mucho más tiempo de lo que parecía.
Yo le hablé de mí mismo, de lo absurdo de mi vida, de todos mis líos mentales y de mis proyectos de futuro como no había hablado antes con nadie. No podría recordar exactamente todo lo que nos dijimos. Solo tengo el recuerdo de haber abierto mi alma como creo que nunca lo había hecho anteriormente, y como creo que nunca lo volveré a hacer.
Tal vez fue el miedo, o la oscuridad que nos envolvía, o la certeza de que la muerte estaba danzando a nuestro alrededor y que en cualquier momento podía sacarnos a bailar con ella. No lo entiendo todavía del todo. Solo sé que aquella noche fue mágica.
Recuerdo que solo me atrevía a rodearla con mi brazo apretándola contra mí. Ni siquiera me decidí a acariciarla, ni mucho menos a intentar besarla. Era tan perfecto el hechizo del momento que tenía miedo de que se rompiera.
Entonces sentí, aunque no lo comprendí hasta mucho tiempo después, que la magia que habíamos creado era un escudo que nos cubría y protegía de todo el dolor y sufrimiento que estaba a nuestro alrededor.
La noche fue desgranando sus horas, y la paz que nos envolvía terminó por vencernos. Poco a poco acabamos quedándonos dormidos el uno en los brazos del otro.
Al amanecer me despertó un estremecimiento de frío. Ella ya no estaba allí, pero aún sentía su calor en nuestro improvisado lecho.
Las explosiones habían cesado totalmente.
Salí al exterior, confiando en verla al aire libre del amanecer, pero solo vi la silueta de un tanque croata que entraba en el pueblo como un gigante surgido de la niebla. No se veía por ninguna parte rastro de los serbios. Debían de haber abandonado sus posiciones por la noche. Si es que no se habían desintegrado como ella.
Un camión cargado de soldados apareció entre la niebla del amanecer siguiendo la estela del tanque. Uno de sus ocupantes me apunto con su fusil y me soltó alguna increpación que no acerté a entender.
Una gota de sudor frío recorrió mi espina dorsal, y solo acerté a decir algo así como "¡Press!", pero me sentía tan abatido como la noche anterior, antes de que ella apareciera, o aún más si ello era posible. Giré la cabeza en ambas direcciones confiando en verla correr cruzando la calle para sacarme de aquel lío. Me sentía como un niño perdido que espera que aparezcan sus mayores un segundo antes de romper a llorar.
Me palpé con la mano el bolsillo del pecho, esperando encontrar a la primera mis credenciales, y lo que sentí me dejo más petrificado que la presencia de aquellos hombres o aún que la ausencia de Lanna.
¡No podía ser!, estaba seguro de que había mirado aquel bolsillo más de cien veces la noche anterior, y estaba seguro de que antes no estaba allí.
Introduje la mano, sin pensar que los hombres que tenía frente a mí, estaban lo suficientemente excitados y nerviosos como para disparar ante la menor sospecha de que pudiera tener un arma oculta.
Sentí su frío contacto entre mis dedos y la saqué a la luz de la mañana. Y como tantas otras veces creí notar la fuerza que emanaba del pequeño objeto de plata. Pero esta vez ya no me llenaba como en otras ocasiones. El soldado seguía gritándome no sé qué tonterías en croata, pero ya no me importaba. Había recuperado, si no la confianza, que parecía haberme abandonado con la mujer de la noche pasada, al menos la indiferencia por lo que pudiera ocurrirme.
Impasible ante lo que sucedía a mi alrededor, decidí que era un buen momento para fumarse un cigarrillo, aunque fuera el último.
Abrí la pitillera y me quede helado de estupor.
En la tapa izquierda, donde hasta entonces solo habían estado inscritas las dos iniciales, ahora, con la misma caligrafía y con el mismo tono oscuro de los años, como si llevara ahí escrito toda la vida, estaba grabado:
"Siempre estaré contigo, a través del espacio y del tiempo... Lanna L."










Publicado por Balder

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