domingo, 17 de junio de 2018

El abuelo


          La luz de los últimos rayos de sol de la tarde estival arranca destellos de un dorado casi sobrenatural del campo de girasoles. El abuelo, parado en el medio me llama mientras hace señales con la mano. Lo miro aun un instante antes de levantarme. La camisa invariablemente blanca (“los hombres no se visten de colores”) y la boina, el chaleco y el pantalón impecablemente negros, sin un roto, un desteñido ni una mancha que menoscaben su esplendor.
          Agita la mano de nuevo, impaciente, “vamos Morucha, si no vienes pronto todas las pipas que coja serán para mí”.  Es una mano enjuta, de piel morena y surcada por mil arrugas que las inclemencias de la lluvia, la nieve y el sol han ido dibujando también sobre su rostro.
          La Abuela y la tía Carmen se enfadarán si tardamos, no les gusta que vengamos al campo de girasoles. “Eso que hacéis es robar” dice la tía Carmen muy seria. Pero el abuelo y yo sabemos que no es así. El campo de girasoles es único en esta zona, pertenece al tío Tomás de Casavella. Lo tiene porque sí, porque le gustan los girasoles y no necesita el campo para la siembra ni para los animales. El abuelo y yo venimos alguna vez y recogemos pipas de girasol, después nos pasamos por la Chaira, la finca donde están casi todos los frutales de casa y yo me pongo un viejo delantal de la abuela (me presta más porque es de ella y sé que no le gustaría lo que voy a hacer) y el abuelo lo va llenando con higos maduros, collóns de fraile, péxegos y bolsas de agua amarillas que dejamos sobre la ventana de la cocina del tío Tomás de camino a casa. Sabemos que no le hace falta, tiene mucha más fruta que el resto del pueblo junto, pero el abuelo dice que el trueque es así, ni nosotros necesitamos las pipas para nada ni el tío Tomás necesita la fruta, pero nos hace sentirnos mejor a los dos, tenemos con él un vínculo que no tenemos con nadie más.
          A veces, si el tío Tomás está de humor nos sentamos los tres debajo del castaño del patio y nos comemos la fruta y alguna pipa verde, aunque sabemos que el dolor de tripa y la diarrea de esa noche serán monumentales.
          El abuelo y él hablan durante un buen rato de sus cosas y yo los escucho embelesada. La mujer del tío Tomás, tan malhumorada como todas las demás, se queja de que no hacen más que tonterías, y una tarde les riñó por andar siempre con esa pamplina de darse cosas el uno al otro. El abuelo la miró muy serio y le dijo “Marica, ni la fruta ni los girasoles los fabricamos nosotros, los da Dios. Y lo que da Dios es para compartirlo”.
          Después volvemos a casa con las alforjas de espartera llenas de pipas y la cara sonriente de dos ladronzuelos cogidos en falta. Corremos a lavar las manos antes de que la abuela nos descubra. Siempre me las acerco a la cara y aspiro fuertemente el aroma intenso de la fruta madura, quiero retenerlo todo el tiempo posible antes de que el agua y el jabón lo cambien por el olor a heno seco que tanto les entusiasma a la tía Carmen y a mamá.

          Esta última semana el abuelo pasó muchos días en la cama, mamá, la abuela y los tíos susurraban por los pasillos. El martes, subió el médico de Betanzos y escuché escondida detrás de mi madre como le decía que los niños no debíamos de subir al sobrado, que lo único que hacíamos en una situación así era molestar. Miré hacía la cama y vi como el abuelo le quitaba importancia al comentario con la mano mientras miraba de reojo hacía la ventana de su cabecera. Sabe que si no me dejan entrar por las escaleras subiré por el emparrado hasta la ventana. Mi primo Jandro y yo sabemos hacerlo muy bien, aprendimos para coger las uvas más dulces a las que nadie llegaba, el abuelo nos enseñó como trepar con seguridad por los árboles y las parras. Nos aupaba para que subiéramos por los enormes palos del lúpulo para soltar las hedras antes de que los hombres los tumbaran y lo hacía a pesar de los gritos desaforados de las mujeres que desgranaban la flor en los cobertizos de lata del fondo del campo.
          Ayer mi prima Titola, que es tonta por toda la familia, me dijo que yo era la única imbécil que no se enteraba de que el abuelo se estaba muriendo, así que la noche pasada me colé por la ventana para ver al abuelo y me aseguró que ya estaba mejor, me prometió que hoy saldríamos a los campos de girasoles. No recuerdo bien en que momento me dormí, y supongo que el abuelo se habrá deslizado en medio de la noche para meterme en mi cama, porque esta mañana al levantarme nadie me regañó, así que nadie se ha enterado de mi pequeña travesura.  Por eso hace un rato se lo pregunté de golpe, mientras estábamos sentados debajo de la higuera. “¿Es cierto que vas a morirte?”
          - Pues claro Morucha, tan cierto que como tú y yo estamos aquí, todos tenemos que morir.
          - ¿Pero no te vas a morir ahora verdad?
          - ¿Y por qué no? – me dijo- es un momento tan bueno como cualquier otro.
          Por primera vez en mi vida me enfadé con mi abuelo.
          - ¿No te importa morirte? ¿Por qué quieres morirte? ¿Qué va a ser de nosotros sin ti?
          Me miró fijamente a los ojos, como solo él sabe hacerlo:
          “Porque estoy cansado y ya no puedo cuidarte como antes. Ya no tengo fuerzas Morucha, si me quedara aquí mucho tiempo más me olvidarías. Yo envejezco y tu creces, buscarás en un mundo en el que yo ya no tendré lugar, y eso nos haría muy infelices a los dos. Cuando alguien está muy cansado debemos dejarlo partir.
          Cuando me vaya sentirás dolor, el dolor inmenso de pensar que ya no volverás a verme, a tocarme, a oírme. El dolor de creer que nunca más estaré cerca de ti. Pero poco a poco descubrirás que es mentira; que nunca habíamos estado tan juntos antes. A partir de ahora estaré siempre contigo, solo tendrán que buscarme a tu alrededor.
          Cuando llegue el verano y al atardecer te tumbes debajo de esta higuera, mirarás hacia el cielo azul y podrás verme en los rayos de luz que se cuelan entre las ramas, me verás en la luz dorada de los girasoles y me escucharás en el murmullo del río. Podrás sentirme cuando en medio de la calma más absoluta una brisa inesperada mueva unas briznas de hierba a tu alrededor; y si miras al cielo, siempre habrá una estrella igual a todas las demás pero cuyo resplandor llamará intensamente tu atención, también en esa estrella estaré yo. Estaré cuando trepes por los árboles y cuando te enamores. Te abrazaré cuando te hagan daño y reiré cuando te vea feliz. Me recordarás en el sonido de las campanas y cuando el olor de la fruta de finales del verano impregne tus manos. Y siempre, siempre que me busques me encontrarás”.


          Se levantó y caminó hacia el campo de girasoles, yo me quedé desolada un instante porque de todas sus palabras solo había logrado entender que era verdad que el abuelo se moría… pero mi desolación de niña solo duró unos segundos, alguien que camina tan firmemente hacia el campo de girasoles no puede morir mañana.
          Desvié la mirada un solo instante para intentar descubrir la hora por la altura del sol, como el abuelo me enseñó, y al volver la vista hacia el campo de girasoles ya solo llegué a distinguir un destello dorado que se mezclaba de un modo a penas imperceptible con todos los demás.




Publicado por Farela

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