jueves, 31 de mayo de 2018

El Niño


          Es un niño pequeño y menudo, demasiado pequeño y menudo incluso para su corta edad. Las rodillas voluminosas y llenas de escoriaciones y moraduras sobresalen en medio de unas piernas tan extremadamente delgadas, que da la impresión de que solo pueden sostenerlo porque el resto de su cuerpo es igual de enclenque que ellas.
          Es, sin embargo, un niño activo y fibroso, mucho más fuerte de lo que a simple vista pudiera parecer. No va al colegio y está acostumbrado a corretear libre de un lado para otro sin dar explicaciones jamás. Su aspecto podría ser el de cualquier pilluelo de ciudad. Los pantalones cortos y remendados, en verano unas alpargatas roídas y gastadas que le quedan demasiado grandes y que con frecuencia deja aparcadas en algún lugar, regalo del Valenciano, un recio pescador que sube una vez al mes a la aldea en un destartalado carro, para ofrecer los restos de pescado que no ha vendido en el pueblo. En invierno, los zapatos, que cuando se tercian buenas llevan las suelas sujetas a una piel extremadamente gastada y de mala calidad; y otras veces, cuando se tercian malas, van fijadas con restos de puntas viejas que encuentra por aquí y por allá, y que su padre arregla como bien puede en la bigornia del padrino.
          Su padre hace un poco de todo por aquí y por allá y su madre trabaja de cocinera en casa del padrino. Sabe cocinar muy bien, aunque en casa nunca hay grandes cosas que le permitan hacerlo para ellos, sus padres y cinco hermanos son demasiadas bocas para alimentar.
          Su familia, según cuentan, tuvo dinero, y hasta poder. Según dicen los mayores, unas tías abuelas a las que todos llaman “las tías de la casona” se negaron a firmar los papeles de las “partixas” para poder seguir viviendo de un modo acomodado en la que hasta hacía poco tiempo había sido la casa común de todos ellos. El capital se fue diluyendo en la nada, pequeñas ventas, pérdidas de escrituras, mantenimiento de la casona y las cuadras… él ya solo recuerda viejos muros de piedra medio derruidos en el lugar donde supuestamente una vez existió otro hogar. Su abuela y su madre resultaron ser de esas mujeres a las que el cambio de los tiempos no arredra y consiguieron ir saliendo adelante aplicando las habilidades que habían adquirido en tiempos mejores.
          El padrino es un hombre alto y fuerte, brusco y desconsiderado. El niño le tiene miedo, le sacude y lo critica siempre que puede. Hace todo lo que le manda sin rechistar. En el pueblo todos le temen. Grita a los jornaleros y zapatea las cosas sin miramientos cuando alguien le contradice. El padrino es cruel y disfruta demostrando su poder, aunque él no lo sabe todavía, es demasiado pequeño para comprender la magnitud de su maldad.
          Escapa de la casa siempre que puede, y le gusta especialmente bajar al molino, el molinero es un buen hombre, le cuenta historias de miedo y le deja ayudarle con los sacos de harina, a veces pescan truchas en la balsa del molino; el niño le trae gusanos recién cogidos entre el fango y a cambio siempre se lleva un par y algún puñado de harina que escaquea de la última molienda, es casi solo salvado, pero su madre sabrá hacer con ella papas morenas y si hay un poco de suerte y el ama le ha regalado azúcar, las adornará con alguna gota de caramelo.
          Una vez el padrino le mandó subir a un eucalipto centenario que los hombres intentaban arrancar del patio después de haber cavado profundamente en la raíz. No le da miedo subir a los árboles, trepa como una ardilla, su peso ligero le permite subirse con facilidad sobre las ramas más frágiles y los leñadores le regalan nueces y pan que se apresura a esconder en los bolsillos para llevar después a casa, a cambio de que suba a sujetar en la parte más alta las cuerdas de las que después ellos tirarán. Pero el eucalipto del patio siempre le ha dado pavor, es tan grande que a veces sueña que se derrumba sobre la casa y los aplasta a todos. Lo mira desde su altura y su mirada se pierde antes de llegar a lo alto. Está muy asustado y el miedo asoma a sus enormes ojos castaños. Tiene ganas de llorar, pero no lo hará. Después de un buen rato con la mirada fija en la copa del árbol centenario se gira hacia el padrino decidido y comienza a trepar; cuando casi está arriba y ya hay varias cuerdas colgando , oye los gritos, “¡tirad nenazas, tirad!” y sabe que no le dará tiempo a bajar. El miedo se hace mucho más intenso cuando el eucalipto empieza a tambalearse, instintivamente dobla los brazos y las piernas y se agarra como puede a las ramas, separa el resto del cuerpo intentando mantenerlo en el aire para que no impacte contra el suelo cuando el árbol caiga. El eucalipto es tan grande que ni siquiera rebota al chocar contra el suelo, el niño tiene una sensación extraña en todo su cuerpo, la postura, la frondosidad de las ramas y su constitución menuda y fibrosa le han salvado milagrosamente la vida.
          Oye los gritos de su madre y sus hermanos, los hombres se acercan corriendo y ve que al padrino se le han llenado los ojos de lágrimas mientras grita una y otra vez “puñetero niño, puñetero niño”. Su madre lo abraza y comienza a toquetearlo para comprobar que está bien, le moja la cara y el pelo con sus lágrimas. Las del padrino se han secado al ver que no está muerto ni malherido, puede ser un cacique y un cabrón pero sabe lo que le pasaría si el niño muere.
          Para la Pascua los padrinos de sus hermanos traen pequeñas golosinas que saben que les gustarán, a veces hasta nueces bañadas en caramelo ha llegado a preparar la tía Anastasia en la sartén. El padrino lo manda llamar. Ha mandado a su madre que cueza un bollo de pan, enorme, gigante a los ojos de un niño que pasa más tiempo hambriento que saciado. “Tu Pascua” brama cuando entra por la puerta “Todo tuyo si eres capaz de llevártelo tú solo hasta casa”.
          Los ojos del niño se abren como platos, no puede creer que ese enorme bollo de pan sea todo para ellos, y está amasado además con harina blanca, eso sí de la segunda o la tercera molienda. Lo primero que piensa es que sus padres y sus hermanos podrán comer hasta saciarse, y aun quedará pan para muchos días. Podrán hacerlo en migas con un poco de tocineta y cuando ya esté duro en sopas de leche o de agua, que igual dará. Intenta levantarlo del suelo y casi no puede, cuando su madre y la mujer del padrino van a ayudarle él las frena en seco. “Tú solo o no hay Pascua” le grita.
          Mira temeroso el enorme bollo de pan, lo empuja con fuerza y lo arrastra un poco por el suelo de piedra de la cocina, no puede llevarlo así hasta casa, el suelo está embarrado y se estropeará demasiado. Lo mira con frustración y lágrimas en los ojos, intenta levantarlo del suelo una vez más, pero sus brazos no son lo suficientemente largos como para abarcarlo. ¡Si tan solo pudiera cogerlo entre sus diminutos brazos! sacaría fuerzas de la nada para sostenerlo en el aire hasta su casa aunque con ello se le rompiera la espalda. Mira a su alrededor, nadie se atreve a moverse, ni las mujeres ni los jornaleros que miran la escena con un gesto de pena y resignación. El tío Tomás sujeta fuerte un azadón y por un momento el niño teme que va a estamparlo en la cabeza del padrino. Pero él también tiene miedo y aunque lo sigue apretando entre las manos, el niño ve como dos lágrimas se deslizan por las mejillas del viejo. Fuera hace frío, por la puerta de la cocina ve el cielo nublado y tiene miedo que la lluvia descargue con fuerza y se quede sin su pan. En el patio otros dos trabajadores cubren el carro. El niño se gira decidido, pone el enorme bollo de pie y por dos o tres veces se le cae hacia el otro lado, pero finalmente consigue mantenerlo en equilibrio, comienza a girarlo como una rueda con mucho cuidado y sale de la cocina entre las miradas de sorpresa de todos los presentes. Es un niño demasiado pequeño para tener una idea que a ninguno de ellos se le había pasado por la cabeza, ni siquiera al frustrado padrino que zapatea la boina contra el suelo. El pan se le cae varias veces por el camino y cuando por fin llega a casa ha perdido parte de la corteza exterior, pero al niño le da igual, también le da igual a su padre y a sus hermanos, y sobre todo no le importa a su madre, que esa noche lo duerme entre sus brazos, orgullosa y a la vez dolorosamente avergonzada por no haber podido hacer nada más que cuidar el trabajo que les da de comer al niño y a todos los demás.
          El niño crece, pero su cuerpo sigue siendo menudo y pequeño. Escapa de la miseria por mar. No emigra, como otros del pueblo, él se sube a un barco y busca trabajo. El Valenciano le dijo un día que los barcos de vapor que cruzan el Atlántico siempre necesitan grumetes y fogoneros. Se ríen de él cuando sube a bordo, la pala del carbón es más larga que su altura, pero el capitán se sorprende cuando ve como la sujeta decidido con dos manos y tambaleándose traslada una enorme cantidad de carbón durante unos metros antes de acabar rodando por los suelos en un amasijo de pala, niño y carbón. No será fogonero todavía, pero el esfuerzo le hará prosperar. No sabe leer ni escribir, firma con el dedo la documentación que le permitirá salir de España por primera vez.
          De todos esos años de navegación contará después mil historias, y se traerá consigo un amor que le acompañará hasta su lecho de muerte. Buenos Aires. Para un niño de una pequeña aldea resultó asombroso descubrir el mundo, New York y sus descomunales avenidas y edificios, Rio de Janeiro y tantos otros lugares que describía detalladamente a todo aquel que le quisiera escuchar.
          El mar es duro, pero le permite ahorrar dinero suficiente para casarse y comenzar la construcción de una casa, después comprará tierra, quizá pueda recuperar alguna de esas viejas tierras abandonadas y perdidas que fueron de sus antepasados. Aún no sabe leer ni escribir, pero el dinero le permitirá pagar abogados que busquen escrituras viejas, su capitán le dice varias veces que puede hacerse y él lo hará.
          Después llegan los hijos, no son pequeños y enclenques como él, trabaja duro para mantenerlos y espera que crezcan fuertes y sanos. No quieren que tengan una vida tan dura como la suya y hará lo que sea para sacarlos adelante. Este es probablemente su último embarque, trae mucho dinero, alguno en moneda original de los países por los que ha pasado, ya sabe él donde lo tiene que cambiar. No sabe mucho de cuentas pero si lo suficiente para que no lo estafen, aunque siga firmando el recibo del cambio con la huella digital.
          La guerra civil los pilla navegando, las noticias son confusas y el capitán decide entrar en el primer puerto en lugar de seguir rumbo al destino marcado. Escasas horas después de su llegada la ciudad cae bajo el frente nacional. Los tripulantes, oficiales y suboficiales son detenidos, les confiscan el barco y la documentación. El niño mira a los militares con el mismo terror helado con que miraba a su padrino, no sabe qué va a pasar. La mayoría son trasladados a un campo de concentración.
          Durante el resto de su vida habla de esa etapa con miedo y rabia, no tiene ideologías políticas, solo entiende de su familia, de trabajar y de matar el hambre, y afortunadamente es lo mismo que opina el cura de su pueblo, un hombre bueno que se apresura a informar favorablemente del niño y de su situación familiar, su mujer, dos hijos pequeños y una madre anciana y ciega a la que cuidar. Llega a casa de noche, sin documentación, de todo cuanto traía le devuelven un macuto lleno de billetes que no servirán y que durante años se enseñará a los amigos como una curiosidad. No tiene fuerzas para desvestirse, su mujer le quita con cuidado la ropa plagada de piojos y le afeita la cabeza. La queman en la lareira, y el olor permanecerá en su memoria durante mucho tiempo.
          El padrino, bien considerando por los nacionales, le da el trabajo que nadie más se atreve a ofrecerle. Hace falta madera, los bosques están llenos de árboles para talar, pero no hay mano de obra, muchos han caído o siguen en los campos de los que él ha tenido la buena fortuna de huir. Los guardias vienen a buscarlo al monte, ha llegado su documentación a la comandancia de Sada desde el campo de concentración. Se lo llevan a recogerla y de Sada sale directamente a la cárcel de Ferrol. Alguien ha hablado mal de él, nunca llegará a saber quién. No ha podido ni siquiera despedirse de su familia. El niño tiene miedo, no sabe que será de ellos si él no está para trabajar, no confía en la ayuda del padrino y solo de pensar en que sus hijos pasen hambre se le descompone el alma.
          Durante un interminable año las puertas se abren cada noche, gritan dos o tres nombres y al poco rato las ráfagas disparadas en la Punta del Martillo retumban en la oscuridad. Cada vez que oye el hierro de los portones deslizarse por el suelo, el niño, otra vez pequeño y enclenque, tiembla de miedo; se abraza las rodillas fuertemente y no sabe si rezar o maldecir. El hambre le atenaza, algunos soldados les confiscas el escaso pan duro y negro que las familias consiguen hacerles llegar, comen crudas las peladuras de patata que tiran en montones desde la cantina, pero otros soldados les traen latas de conservas grandes, vacías y alguna patata muy picada, les dejan hacer un pequeño fuego con cascarilla y cocerlas allí.
          Esta vez consigue interceder su cuñado, un hombre leal y divertido que además de haberse hecho indispensable en las correrías de unos cuantos cachorros de falangista y niños bien de Betanzos, ha conquistado el corazón de unas cuantas madres y esposas con pequeños favores domésticos en tiempos en los que resulta altamente difícil conseguir algunas cosas hasta para quien tiene el dinero de pagarlas. Un Almirante del bando nacional avala su liberación.
          El molinero ha muerto y el único lugar donde se atreven a dejarlo es a cargo del molino. La guardia civil pasa casi cada noche, los maquis también. Cuenta muchas historias de los lugares donde los oculta a los unos de los otros y la de veces que ha suplicado por sus hijos que no le vuelen la cabeza a un guardia cerca del molino. Tiene miedo, siempre tiene miedo. Pero siempre sigue adelante.
          La vida le compensa ahora, no vuelve a pasar hambre, sus hijos crecen por fin sanos y fuertes, son jóvenes y trabajadores. Nunca dejará que vayan al mar, es duro y pasan cosas, cosas que no quiere o no puede contar ni recordar, porque como dice siempre que termina alguna historia “… y tantas cosas tan duras que no las puedo ni contar…” Hasta que un día los pulmones medio blancos y medio negros donde hace tiempo que viven juntos la harina del molino y el carbón del fogonero, se rinden. Y el niño se va… se ha dormido silenciosamente, rodeado de su familia, con los ojos brillantes e ilusionados que a pesar de todo nunca perdieron la capacidad de asombrarse por el bien y el por el mal de los seres humanos; soñando con que a lo mejor, algún día podrá volver a Buenos Aires y enseñarles los lugares que tanto amo y que tanto lo amaron desde aquella primera vez…
          Su herencia es inconmensurable, es la herencia de un hombre valiente. No de uno de esos hombres valientes de película que nunca tienen miedo a nada y se enfrentar a cualquier peligro sin dudar. La suya es la historia de un hombre valiente de verdad, de uno de esos hombres que todos y cada uno de los días de su vida se ha tenido que enfrentar con su propio miedo y ha seguido adelante, sin dejar que las sombras que siempre acecharon su vida hayan conseguido apagar la luz de la alegría y la energía de un niño enclenque sin más armas ni más recursos que un imperioso deseo de sobrevivir.
          A veces miro sus fotografías viejas y gastadas. Cierro los ojos y creo firmemente que cada atardecer el niño sale a sentarse a la puerta del molino, puedo ver sus rodillas, huesudas y descarnadas. En las manos menudas trae un trozo de pan recién horneado, la corteza tostada y crujiente y la miga esponjosa y blanca, muy blanca, amasada con la harina de la primera molienda, y mientras lo come lentamente saboreando cada bocado con auténtico placer, sus ojos se deslizan en una mirada luminosa e inquieta por las luces que ya comienzan a iluminar la noche bonaerense.


Publicado por Farela

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