Es un niño pequeño y
menudo, demasiado pequeño y menudo incluso para su corta edad. Las rodillas
voluminosas y llenas de escoriaciones y moraduras sobresalen en medio de unas
piernas tan extremadamente delgadas, que da la impresión de que solo pueden
sostenerlo porque el resto de su cuerpo es igual de enclenque que ellas.
Es, sin embargo, un niño activo y fibroso,
mucho más fuerte de lo que a simple vista pudiera parecer. No va al colegio y
está acostumbrado a corretear libre de un lado para otro sin dar explicaciones
jamás. Su aspecto podría ser el de cualquier pilluelo de ciudad. Los pantalones
cortos y remendados, en verano unas alpargatas roídas y gastadas que le quedan
demasiado grandes y que con frecuencia deja aparcadas en algún lugar, regalo
del Valenciano, un recio pescador que sube una vez al mes a la aldea en un
destartalado carro, para ofrecer los restos de pescado que no ha vendido en el
pueblo. En invierno, los zapatos, que cuando se tercian buenas llevan las
suelas sujetas a una piel extremadamente gastada y de mala calidad; y otras
veces, cuando se tercian malas, van fijadas con restos de puntas viejas que
encuentra por aquí y por allá, y que su padre arregla como bien puede en la
bigornia del padrino.
Su padre hace un poco de todo por aquí y por
allá y su madre trabaja de cocinera en casa del padrino. Sabe cocinar muy bien,
aunque en casa nunca hay grandes cosas que le permitan hacerlo para ellos, sus
padres y cinco hermanos son demasiadas bocas para alimentar.
Su familia, según cuentan, tuvo dinero, y
hasta poder. Según dicen los mayores, unas tías abuelas a las que todos llaman
“las tías de la casona” se negaron a firmar los papeles de las “partixas” para
poder seguir viviendo de un modo acomodado en la que hasta hacía poco tiempo
había sido la casa común de todos ellos. El capital se fue diluyendo en la
nada, pequeñas ventas, pérdidas de escrituras, mantenimiento de la casona y las
cuadras… él ya solo recuerda viejos muros de piedra medio derruidos en el
lugar donde supuestamente una vez existió otro hogar. Su abuela y su madre
resultaron ser de esas mujeres a las que el cambio de los tiempos no arredra y
consiguieron ir saliendo adelante aplicando las habilidades que habían
adquirido en tiempos mejores.
El padrino es un hombre alto y fuerte, brusco
y desconsiderado. El niño le tiene miedo, le sacude y lo critica siempre que
puede. Hace todo lo que le manda sin rechistar. En el pueblo todos le temen.
Grita a los jornaleros y zapatea las cosas sin miramientos cuando alguien le
contradice. El padrino es cruel y disfruta demostrando su poder, aunque él no
lo sabe todavía, es demasiado pequeño para comprender la magnitud de su maldad.
Escapa de la casa siempre que puede, y le
gusta especialmente bajar al molino, el molinero es un buen hombre, le cuenta
historias de miedo y le deja ayudarle con los sacos de harina, a veces pescan
truchas en la balsa del molino; el niño le trae gusanos recién cogidos entre el
fango y a cambio siempre se lleva un par y algún puñado de harina que escaquea
de la última molienda, es casi solo salvado, pero su madre sabrá hacer con ella
papas morenas y si hay un poco de suerte y el ama le ha regalado azúcar, las
adornará con alguna gota de caramelo.
Una vez el padrino le mandó subir a un
eucalipto centenario que los hombres intentaban arrancar del patio después de
haber cavado profundamente en la raíz. No le da miedo subir a los árboles,
trepa como una ardilla, su peso ligero le permite subirse con facilidad sobre
las ramas más frágiles y los leñadores le regalan nueces y pan que se apresura
a esconder en los bolsillos para llevar después a casa, a cambio de que suba a
sujetar en la parte más alta las cuerdas de las que después ellos tirarán. Pero
el eucalipto del patio siempre le ha dado pavor, es tan grande que a veces
sueña que se derrumba sobre la casa y los aplasta a todos. Lo mira desde su
altura y su mirada se pierde antes de llegar a lo alto. Está muy asustado y el
miedo asoma a sus enormes ojos castaños. Tiene ganas de llorar, pero no lo
hará. Después de un buen rato con la mirada fija en la copa del árbol
centenario se gira hacia el padrino decidido y comienza a trepar; cuando casi
está arriba y ya hay varias cuerdas colgando , oye los gritos, “¡tirad nenazas,
tirad!” y sabe que no le dará tiempo a bajar. El miedo se hace mucho más
intenso cuando el eucalipto empieza a tambalearse, instintivamente dobla los
brazos y las piernas y se agarra como puede a las ramas, separa el resto del
cuerpo intentando mantenerlo en el aire para que no impacte contra el suelo
cuando el árbol caiga. El eucalipto es tan grande que ni siquiera rebota al
chocar contra el suelo, el niño tiene una sensación extraña en todo su cuerpo,
la postura, la frondosidad de las ramas y su constitución menuda y fibrosa le
han salvado milagrosamente la vida.
Oye los gritos de su madre y sus hermanos, los
hombres se acercan corriendo y ve que al padrino se le han llenado los ojos de
lágrimas mientras grita una y otra vez “puñetero niño, puñetero niño”. Su madre
lo abraza y comienza a toquetearlo para comprobar que está bien, le moja la
cara y el pelo con sus lágrimas. Las del padrino se han secado al ver que no
está muerto ni malherido, puede ser un cacique y un cabrón pero sabe lo que le
pasaría si el niño muere.
Para la Pascua los padrinos de sus hermanos
traen pequeñas golosinas que saben que les gustarán, a veces hasta nueces
bañadas en caramelo ha llegado a preparar la tía Anastasia en la sartén. El
padrino lo manda llamar. Ha mandado a su madre que cueza un bollo de pan,
enorme, gigante a los ojos de un niño que pasa más tiempo hambriento que
saciado. “Tu Pascua” brama cuando entra por la puerta “Todo tuyo si eres capaz
de llevártelo tú solo hasta casa”.
Los ojos del niño se
abren como platos, no puede creer que ese enorme bollo de pan sea todo para
ellos, y está amasado además con harina blanca, eso sí de la segunda o la
tercera molienda. Lo primero que piensa es que sus padres y sus hermanos podrán
comer hasta saciarse, y aun quedará pan para muchos días. Podrán hacerlo en
migas con un poco de tocineta y cuando ya esté duro en sopas de leche o de
agua, que igual dará. Intenta levantarlo del suelo y casi no puede, cuando su
madre y la mujer del padrino van a ayudarle él las frena en seco. “Tú solo o no
hay Pascua” le grita.
Mira temeroso el enorme bollo de pan, lo
empuja con fuerza y lo arrastra un poco por el suelo de piedra de la cocina, no
puede llevarlo así hasta casa, el suelo está embarrado y se estropeará
demasiado. Lo mira con frustración y lágrimas en los ojos, intenta levantarlo
del suelo una vez más, pero sus brazos no son lo suficientemente largos como
para abarcarlo. ¡Si tan solo pudiera cogerlo entre sus diminutos brazos! sacaría
fuerzas de la nada para sostenerlo en el aire hasta su casa aunque con ello se
le rompiera la espalda. Mira a su alrededor, nadie se atreve a moverse, ni las
mujeres ni los jornaleros que miran la escena con un gesto de pena y
resignación. El tío Tomás sujeta fuerte un azadón y por un momento el niño teme
que va a estamparlo en la cabeza del padrino. Pero él también tiene miedo y
aunque lo sigue apretando entre las manos, el niño ve como dos lágrimas se
deslizan por las mejillas del viejo. Fuera hace frío, por la puerta de la
cocina ve el cielo nublado y tiene miedo que la lluvia descargue con fuerza y
se quede sin su pan. En el patio otros dos trabajadores cubren el carro. El
niño se gira decidido, pone el enorme bollo de pie y por dos o tres veces se le
cae hacia el otro lado, pero finalmente consigue mantenerlo en equilibrio,
comienza a girarlo como una rueda con mucho cuidado y sale de la cocina entre
las miradas de sorpresa de todos los presentes. Es un niño demasiado pequeño
para tener una idea que a ninguno de ellos se le había pasado por la cabeza, ni
siquiera al frustrado padrino que zapatea la boina contra el suelo. El pan se
le cae varias veces por el camino y cuando por fin llega a casa ha perdido
parte de la corteza exterior, pero al niño le da igual, también le da igual a
su padre y a sus hermanos, y sobre todo no le importa a su madre, que esa noche
lo duerme entre sus brazos, orgullosa y a la vez dolorosamente avergonzada por
no haber podido hacer nada más que cuidar el trabajo que les da de comer al
niño y a todos los demás.
El niño crece, pero su cuerpo sigue siendo
menudo y pequeño. Escapa de la miseria por mar. No emigra, como otros del
pueblo, él se sube a un barco y busca trabajo. El Valenciano le dijo un día que
los barcos de vapor que cruzan el Atlántico siempre necesitan grumetes y
fogoneros. Se ríen de él cuando sube a bordo, la pala del carbón es más larga
que su altura, pero el capitán se sorprende cuando ve como la sujeta decidido
con dos manos y tambaleándose traslada una enorme cantidad de carbón durante
unos metros antes de acabar rodando por los suelos en un amasijo de pala, niño
y carbón. No será fogonero todavía, pero el esfuerzo le hará prosperar. No sabe
leer ni escribir, firma con el dedo la documentación que le permitirá salir de
España por primera vez.
De todos esos años de navegación contará
después mil historias, y se traerá consigo un amor que le acompañará hasta su
lecho de muerte. Buenos Aires. Para un niño de una pequeña aldea resultó
asombroso descubrir el mundo, New York y sus descomunales avenidas y edificios,
Rio de Janeiro y tantos otros lugares que describía detalladamente a todo aquel
que le quisiera escuchar.
El mar es duro, pero le permite ahorrar dinero
suficiente para casarse y comenzar la construcción de una casa, después
comprará tierra, quizá pueda recuperar alguna de esas viejas tierras
abandonadas y perdidas que fueron de sus antepasados. Aún no sabe leer ni
escribir, pero el dinero le permitirá pagar abogados que busquen escrituras
viejas, su capitán le dice varias veces que puede hacerse y él lo hará.
Después llegan los hijos, no son pequeños y
enclenques como él, trabaja duro para mantenerlos y espera que crezcan fuertes
y sanos. No quieren que tengan una vida tan dura como la suya y hará lo que sea
para sacarlos adelante. Este es probablemente su último embarque, trae mucho
dinero, alguno en moneda original de los países por los que ha pasado, ya sabe
él donde lo tiene que cambiar. No sabe mucho de cuentas pero si lo suficiente
para que no lo estafen, aunque siga firmando el recibo del cambio con la huella
digital.
La guerra civil los pilla navegando, las
noticias son confusas y el capitán decide entrar en el primer puerto en lugar
de seguir rumbo al destino marcado. Escasas horas después de su llegada la
ciudad cae bajo el frente nacional. Los tripulantes, oficiales y suboficiales
son detenidos, les confiscan el barco y la documentación. El niño mira a los
militares con el mismo terror helado con que miraba a su padrino, no sabe qué
va a pasar. La mayoría son trasladados a un campo de concentración.
Durante el resto de su vida habla de esa etapa
con miedo y rabia, no tiene ideologías políticas, solo entiende de su familia,
de trabajar y de matar el hambre, y afortunadamente es lo mismo que opina el
cura de su pueblo, un hombre bueno que se apresura a informar favorablemente
del niño y de su situación familiar, su mujer, dos hijos pequeños y una madre
anciana y ciega a la que cuidar. Llega a casa de noche, sin documentación, de
todo cuanto traía le devuelven un macuto lleno de billetes que no servirán y
que durante años se enseñará a los amigos como una curiosidad. No tiene fuerzas
para desvestirse, su mujer le quita con cuidado la ropa plagada de piojos y le
afeita la cabeza. La queman en la lareira, y el olor permanecerá en su memoria
durante mucho tiempo.
El padrino, bien considerando por los
nacionales, le da el trabajo que nadie más se atreve a ofrecerle. Hace falta
madera, los bosques están llenos de árboles para talar, pero no hay mano de obra,
muchos han caído o siguen en los campos de los que él ha tenido la buena
fortuna de huir. Los guardias vienen a buscarlo al monte, ha llegado su
documentación a la comandancia de Sada desde el campo de concentración. Se lo
llevan a recogerla y de Sada sale directamente a la cárcel de Ferrol. Alguien
ha hablado mal de él, nunca llegará a saber quién. No ha podido ni siquiera
despedirse de su familia. El niño tiene miedo, no sabe que será de ellos si él
no está para trabajar, no confía en la ayuda del padrino y solo de pensar en
que sus hijos pasen hambre se le descompone el alma.
Durante un interminable año las puertas se
abren cada noche, gritan dos o tres nombres y al poco rato las ráfagas
disparadas en la Punta del Martillo retumban en la oscuridad. Cada vez que oye
el hierro de los portones deslizarse por el suelo, el niño, otra vez pequeño y
enclenque, tiembla de miedo; se abraza las rodillas fuertemente y no sabe si
rezar o maldecir. El hambre le atenaza, algunos soldados les confiscas el escaso
pan duro y negro que las familias consiguen hacerles llegar, comen crudas las
peladuras de patata que tiran en montones desde la cantina, pero otros soldados
les traen latas de conservas grandes, vacías y alguna patata muy picada, les
dejan hacer un pequeño fuego con cascarilla y cocerlas allí.
Esta vez consigue interceder su cuñado, un
hombre leal y divertido que además de haberse hecho indispensable en las
correrías de unos cuantos cachorros de falangista y niños bien de Betanzos, ha
conquistado el corazón de unas cuantas madres y esposas con pequeños favores
domésticos en tiempos en los que resulta altamente difícil conseguir algunas
cosas hasta para quien tiene el dinero de pagarlas. Un Almirante del bando
nacional avala su liberación.
El molinero ha muerto y el único lugar donde
se atreven a dejarlo es a cargo del molino. La guardia civil pasa casi cada
noche, los maquis también. Cuenta muchas historias de los lugares donde los
oculta a los unos de los otros y la de veces que ha suplicado por sus hijos que
no le vuelen la cabeza a un guardia cerca del molino. Tiene miedo, siempre
tiene miedo. Pero siempre sigue adelante.
La vida le compensa ahora, no vuelve a pasar
hambre, sus hijos crecen por fin sanos y fuertes, son jóvenes y trabajadores.
Nunca dejará que vayan al mar, es duro y pasan cosas, cosas que no quiere o no
puede contar ni recordar, porque como dice siempre que termina alguna historia
“… y tantas cosas tan duras que no las puedo ni contar…” Hasta que un día los
pulmones medio blancos y medio negros donde hace tiempo que viven juntos la
harina del molino y el carbón del fogonero, se rinden. Y el niño se va… se ha
dormido silenciosamente, rodeado de su familia, con los ojos brillantes e
ilusionados que a pesar de todo nunca perdieron la capacidad de asombrarse por
el bien y el por el mal de los seres humanos; soñando con que a lo mejor, algún
día podrá volver a Buenos Aires y enseñarles los lugares que tanto amo y que
tanto lo amaron desde aquella primera vez…
Su herencia es
inconmensurable, es la herencia de un hombre valiente. No de uno de esos
hombres valientes de película que nunca tienen miedo a nada y se enfrentar a
cualquier peligro sin dudar. La suya es la historia de un hombre valiente de
verdad, de uno de esos hombres que todos y cada uno de los días de su vida se
ha tenido que enfrentar con su propio miedo y ha seguido adelante, sin dejar
que las sombras que siempre acecharon su vida hayan conseguido apagar la luz de
la alegría y la energía de un niño enclenque sin más armas ni más recursos que
un imperioso deseo de sobrevivir.
A veces miro sus fotografías viejas y
gastadas. Cierro los ojos y creo firmemente que cada atardecer el niño sale a
sentarse a la puerta del molino, puedo ver sus rodillas, huesudas y
descarnadas. En las manos menudas trae un trozo de pan recién horneado, la
corteza tostada y crujiente y la miga esponjosa y blanca, muy blanca, amasada
con la harina de la primera molienda, y mientras lo come lentamente saboreando
cada bocado con auténtico placer, sus ojos se deslizan en una mirada luminosa e
inquieta por las luces que ya comienzan a iluminar la noche bonaerense.
Publicado por Farela
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