“Miénteme. Dime
que me has esperado todos estos años.”
Johnny Guitar.
Nicholas Ray. (1954).
“Pase lo que
pase mantente con vida; iré a buscarte. Por mucho que me cueste, por muy lejos
que estés, te encontraré.”
Nathaniel. El
último mohicano.
Michael Mann.
(1992).
De niño, mi abuela me llevaba a pasar las tardes de
verano a la plaza San Felipe.
Aquellas tardes y las sesiones de cine matinal que
los domingos compartía con mi padre son sin duda los recuerdos más hermosos
de mi infancia.
La plaza San Felipe es una de esas viejas plazas del
casco antiguo donde la sombra de los árboles, y la humedad de los viejos
edificios hacen más soportables los calores de julio y agosto. En el centro de
la plazuela, justo enfrente de la fachada principal de la iglesia que le daba
nombre, había una pequeña y vieja fuente de piedra en la que bebían los pajarillos,
con unos desconchados bancos de madera a su alrededor donde varias mujeres con
sus hijos o nietos y algunos ancianos dejaban pasar las tardes de estío.
Y por supuesto estaba el kiosco de don Andrés. Era
este uno de esos pequeños puestos de revistas donde se podían comprar desde
periódicos, cuentos, tebeos y novelas de Marcial Lafuente Estefanía o de Corín
Tellado, hasta toda clase de caramelos, palos de regaliz, bolsas de pipas y
golosinas en general; y por supuesto comida para las palomas.
Don Andrés, el kiosquero, era un anciano enjuto,
alto y serio, algo cascarrabias con los niños, pero amable con las señoras, que
parecía formar parte del paisaje de la plaza.
La plaza San Felipe es al fin uno de esos lugares
intemporales que no han debido cambiar apenas en los últimos doscientos años.
A mí me gustaba sobre todo por las palomas. Mi
abuela me compraba un cucurucho de alpiste en el puesto de don Andrés y yo
jugaba a atraer con él a las aves, para después perseguirlas y hacerlas
salir volando, con la secreta intención de atrapar a alguna de ellas. Luego,
cuando el alpiste se acababa y me sentía agotado y jadeante, me sentaba junto a
mi abuela a devorar la merienda de pan y chocolate negro, duro y amargo que tanto me
gustaba. Entonces la oía hablar con las otras mujeres o con don Andrés. Y entre
bocado y bocado al duro y amargo chocolate, escuchaba las miserias de aquellas
gentes, que para el niño que era entonces representaban aventuras lejanas, que
imaginaba como si fueran películas de cine, en tecnicolor y cinemascope.
Don Andrés era de los que menos hablaban, y sin
embargo la mayoría de los habituales de la plaza buscaban la cercanía de su
kiosco como el lugar ideal para comenzar las tertulias.
Aquellas personas con el alma llena de cicatrices hablaban y se contaban sus problemas, más con la esperanza de desahogarse que
esperando encontrar soluciones en las respuestas de los demás. Hablaban de
hijos en Alemania, de las cosechas perdidas por el granizo o las heladas, de
las pagas que no llegaban para nada... De vez en cuando alguien contaba alguna
historia muy lejana, de cuando aquellos seres tristes y arrugados eran jóvenes
o incluso niños. Yo entonces, habría los ojos como platos y dejaba de comer,
porque eran los cuentos que más me gustaban. Me parecía que hablaban de un
mundo lejano con lugares tan mágicos como “las eras”, “la vega”, “el parasol”, y otros nombres igualmente extraños y
misteriosos. Y como en toda buena historia o cuento de hadas que se precie, había
una sombra oscura de la que apenas se hablaba, un secreto casi inconfesable que
lo cubría todo: “La Guerra”.
Cuando alguno de los relatos hacía referencia
directa a aquella sombra, todos se ponían muy serios, dejaban de mirarse
directamente y hablaban con mucho misterio, como si todos tuvieran un tenebroso
secreto que ocultar. Don Andrés era el que más serio se ponía. Siempre se
callaba y comenzaba a hacer cosas en su pequeño puesto que de repente se le
antojaban urgentísimas.
Y esos relatos, que me sonaban como los más
interesantes, siempre aparecían inacabados, a medio contar, llenos de huecos
que mi desbordante imaginación se apresuraba a rellenar. Yo como niño hilaba
aquellas historias incompletas, e inventaba los pedazos que me faltaban, aunque
tarde tras tarde y año tras año las lejanas historias de aquellas personas se
iban completando poco a poco, como un rompecabezas que va desgranando
lentamente sus piezas.
De igual forma sucedió con la historia de don
Andrés. Y día a día la pude ir completando con fragmentos sueltos. Parece que
antes de la guerra tenía una novia muy guapa, rubia, alta y con un hermoso
vestido de noche, (al menos así me la imaginaba yo), que se llamaba Manolita.
Venían juntos a esa misma plaza de San Felipe para echar de comer a las
palomas. Por eso, suponía yo, había montado años después, allí mismo, ese
kiosco en el que además de caramelos, tebeos, y cuentos, vendía cucuruchos de
alpiste para las palomas.
Luego, y esta era la parte más oscura de la
historia, vinieron unas malas gentes que querían llevarse preso al bueno de don
Andrés. Yo los imaginaba todos de negro, fumando unos cigarrillos alargados,
con sombreros de ala ancha y con unos enormes relojes en el chaleco, vamos,
como los malos de las películas del oeste que tanto me gustaban. El caso es que
el pobre de don Andrés, como los buenos de las “pelis”, había tenido que salir
huyendo en su caballo, blanco por supuesto. Eso sí, después de abrazar a
Manolita, que lloraba mucho, y que le decía que lo esperaría para siempre.
Posteriormente había ido durante años de un sitio a otro, como “el Fugitivo”,
recorriendo lugares extraños y de nombres exóticos como Argentina o Buenos
Aires. Y al final los malos se habían ido, o quizá algún sheriff con cara de
Gary Cooper los había matado en la calle del pueblo. Porque al final don Andrés
había vuelto, y había montado el kiosco en el mismo lugar donde daba de comer a
las palomas con Manolita. Y un día de estos ella volvería, se mirarían, y se
darían un abrazo muy fuerte mientras brillaran en el cielo “THE END”, las
mágicas letras que en el cine nos querían decir que la historia ya había
terminado y que el chico y la chica serian felices para siempre. Al menos así
veía yo la historia de don Andrés, eso sí, en cinemascope y tecnicolor. Había
otras historias, pero a mí no me gustaban tanto y me parecían más aburridas, o
por lo menos no tan entretenidas como las de don Andrés.
Y luego los días y los veranos fueron pasando, y
crecí con nuevas historias más personales, en las que ahora era yo el protagonista. Dejé de ir con mi abuela a la plaza San Felipe, y busqué otro
tipo de aventuras en otros sitios. De vez en cuando me acercaba por la plaza y
saludaba a don Andrés, cada vez más viejecito, encorvado y arrugado, pero ya no
les echaba comida a las palomas, ni mucho menos las perseguía.
Desde que murió don Andrés ya nadie vende alpiste
para las palomas, al menos en la plaza San Felipe. Incluso parece que acuden
menos aves a picotear entre los bancos.
Hace pocos días estaba paseando por esas callejuelas
del casco antiguo y lo volví a recordar. Compré un panecillo en una vieja
panadería, y me acerqué a una de las plazuelas a sentarme en los bancos. No era
la plaza de San Felipe, pero se le parecía como una gota de agua a otra. Los
mismos árboles, los mismos bancos, la misma melancólica umbría... Incluso la
misma vieja fachada de iglesia, que si bien no era la de la parroquia de San
Felipe, sería la de otro santo similar.
Estaba allí, desmigando el panecillo, rodeado de un
enjambre de voraces aves que se peleaban por cada una de las migajas, cuando oí
la voz. Era una anciana de esas que te hablan como si estuvieran conversando
consigo mismas, sin esperar respuesta. De esas a las que, no sé si por timidez
o por quitármelas de encima, solo les sonrío y apenas les contesto con
monosílabos a lo que me preguntan, con el mezquino aunque infructuoso propósito
de que desistan en proseguir la conversación.
Esta mujer creo que ni siquiera esperaba que le
contestara, y me fue desgranando su monologo, casi como si se lo fuera
contando a sí misma:
- ¿Usted también viene a echarles comida a las
palomicas verdad? Yo si estoy bien y hace buen tiempo vengo todas las tardes. Y
en invierno procuro venir aunque haga mal tiempo, porque si no, se me quedan
sin comer los animalicos. Les traigo migas de pan, y los domingos pipas. Antes
venía con mis sobrinas, bueno, las hijas de mi sobrina Esther, ¿sabe usted? Me
quieren mucho, pero ahora las chicas se han hecho mozas y tienen otras faenas.
Es que son jóvenes ¿sabe usted? ¡Y más majas! La mayor festeja con un
ingeniero, bueno ella también es maestra, pero de momento no tiene trabajo la
pobre, y es que está la cosa tan mal... La pequeña está estudiando también.
Para médica ¿sabe usted? Y es más lista que el hambre. A mí me quieren mucho,
pero ahora como son mayores ya no les apetece venir a darles de comer a las
palomas. Y yo lo entiendo, porque son jóvenes y tienen otras faenas. Yo misma
de joven... Bueno, de joven, yo venía a echarles comida, pero con mi novio.
Eran otros tiempos. Mi novio era un chico muy jaque, y muy formal... Pero la
guerra es muy mala ¿sabe usted? Se tuvo que marchar porque lo querían prender,
cosas de política ¿sabe usted? Pero usted es muy joven y me dirá ¡vaya cosas me
cuenta esta mujer! Pero eso era lo que había entonces, no se vaya usted a
creer. Entonces la gente era de otra manera. Había mucha envidia. Así que me
dijo que cuando todo terminara, volvería. Pero luego ganaron los Nacionales y
ya nunca volvió. Y yo vengo aquí a echarles comida a las palomas, por si
vuelve. ¡Qué tontadas me cuenta esta mujer! pensará usted. Pero mire, que le
voy a hacer, llevo más de cincuenta años esperándolo, y ahora ya no tengo otra
cosa que hacer. Mi sobrina me reniega, y me dice que desvarío, pero yo le digo:
“si no le hago mal a nadie ¿qué más te da?” Y me vengo para aquí. Se llamaba
Andrés, mi novio, ¿sabe usted?, y es un hombre muy alto y muy jaque. ¿Usted
cree que vendrá?
Se me quedó mirando callada, esperando una respuesta
por primera vez. A mí me temblaban las piernas y sentía un nudo en el estómago.
Así que solo acerté a decirle algo así como:
- Estoy seguro de que un día de estos volverá.
Publicado por Balder
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