domingo, 27 de mayo de 2018

El viejo de las palomas


“Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años.”
Johnny Guitar.
Nicholas Ray. (1954).
 
“Pase lo que pase mantente con vida; iré a buscarte. Por mucho que me cueste, por muy lejos que estés, te encontraré.”
Nathaniel. El último mohicano.
Michael Mann. (1992).
 

De niño, mi abuela me llevaba a pasar las tardes de verano a la plaza San Felipe.
Aquellas tardes y las sesiones de cine matinal que los domingos compartía con mi padre son sin duda los recuerdos más hermosos de mi infancia.
La plaza San Felipe es una de esas viejas plazas del casco antiguo donde la sombra de los árboles, y la humedad de los viejos edificios hacen más soportables los calores de julio y agosto. En el centro de la plazuela, justo enfrente de la fachada principal de la iglesia que le daba nombre, había una pequeña y vieja fuente de piedra en la que bebían los pajarillos, con unos desconchados bancos de madera a su alrededor donde varias mujeres con sus hijos o nietos y algunos ancianos dejaban pasar las tardes de estío.
Y por supuesto estaba el kiosco de don Andrés. Era este uno de esos pequeños puestos de revistas donde se podían comprar desde periódicos, cuentos, tebeos y novelas de Marcial Lafuente Estefanía o de Corín Tellado, hasta toda clase de caramelos, palos de regaliz, bolsas de pipas y golosinas en general; y por supuesto comida para las palomas.
Don Andrés, el kiosquero, era un anciano enjuto, alto y serio, algo cascarrabias con los niños, pero amable con las señoras, que parecía formar parte del paisaje de la plaza.
La plaza San Felipe es al fin uno de esos lugares intemporales que no han debido cambiar apenas en los últimos doscientos años.
A mí me gustaba sobre todo por las palomas. Mi abuela me compraba un cucurucho de alpiste en el puesto de don Andrés y yo jugaba a atraer con él a las aves, para después perseguirlas y hacerlas salir volando, con la secreta intención de atrapar a alguna de ellas. Luego, cuando el alpiste se acababa y me sentía agotado y jadeante, me sentaba junto a mi abuela a devorar la merienda de pan y chocolate negro, duro y amargo que tanto me gustaba. Entonces la oía hablar con las otras mujeres o con don Andrés. Y entre bocado y bocado al duro y amargo chocolate, escuchaba las miserias de aquellas gentes, que para el niño que era entonces representaban aventuras lejanas, que imaginaba como si fueran películas de cine, en tecnicolor y cinemascope.
Don Andrés era de los que menos hablaban, y sin embargo la mayoría de los habituales de la plaza buscaban la cercanía de su kiosco como el lugar ideal para comenzar las tertulias.
Aquellas personas con el alma llena de cicatrices hablaban y se contaban sus problemas, más con la esperanza de desahogarse que esperando encontrar soluciones en las respuestas de los demás. Hablaban de hijos en Alemania, de las cosechas perdidas por el granizo o las heladas, de las pagas que no llegaban para nada... De vez en cuando alguien contaba alguna historia muy lejana, de cuando aquellos seres tristes y arrugados eran jóvenes o incluso niños. Yo entonces, habría los ojos como platos y dejaba de comer, porque eran los cuentos que más me gustaban. Me parecía que hablaban de un mundo lejano con lugares tan mágicos como “las eras”, “la vega”, “el parasol”, y otros nombres igualmente extraños y misteriosos. Y como en toda buena historia o cuento de hadas que se precie, había una sombra oscura de la que apenas se hablaba, un secreto casi inconfesable que lo cubría todo: “La Guerra”.
Cuando alguno de los relatos hacía referencia directa a aquella sombra, todos se ponían muy serios, dejaban de mirarse directamente y hablaban con mucho misterio, como si todos tuvieran un tenebroso secreto que ocultar. Don Andrés era el que más serio se ponía. Siempre se callaba y comenzaba a hacer cosas en su pequeño puesto que de repente se le antojaban urgentísimas.
Y esos relatos, que me sonaban como los más interesantes, siempre aparecían inacabados, a medio contar, llenos de huecos que mi desbordante imaginación se apresuraba a rellenar. Yo como niño hilaba aquellas historias incompletas, e inventaba los pedazos que me faltaban, aunque tarde tras tarde y año tras año las lejanas historias de aquellas personas se iban completando poco a poco, como un rompecabezas que va desgranando lentamente sus piezas.
De igual forma sucedió con la historia de don Andrés. Y día a día la pude ir completando con fragmentos sueltos. Parece que antes de la guerra tenía una novia muy guapa, rubia, alta y con un hermoso vestido de noche, (al menos así me la imaginaba yo), que se llamaba Manolita. Venían juntos a esa misma plaza de San Felipe para echar de comer a las palomas. Por eso, suponía yo, había montado años después, allí mismo, ese kiosco en el que además de caramelos, tebeos, y cuentos, vendía cucuruchos de alpiste para las palomas.
Luego, y esta era la parte más oscura de la historia, vinieron unas malas gentes que querían llevarse preso al bueno de don Andrés. Yo los imaginaba todos de negro, fumando unos cigarrillos alargados, con sombreros de ala ancha y con unos enormes relojes en el chaleco, vamos, como los malos de las películas del oeste que tanto me gustaban. El caso es que el pobre de don Andrés, como los buenos de las “pelis”, había tenido que salir huyendo en su caballo, blanco por supuesto. Eso sí, después de abrazar a Manolita, que lloraba mucho, y que le decía que lo esperaría para siempre. Posteriormente había ido durante años de un sitio a otro, como “el Fugitivo”, recorriendo lugares extraños y de nombres exóticos como Argentina o Buenos Aires. Y al final los malos se habían ido, o quizá algún sheriff con cara de Gary Cooper los había matado en la calle del pueblo. Porque al final don Andrés había vuelto, y había montado el kiosco en el mismo lugar donde daba de comer a las palomas con Manolita. Y un día de estos ella volvería, se mirarían, y se darían un abrazo muy fuerte mientras brillaran en el cielo “THE END”, las mágicas letras que en el cine nos querían decir que la historia ya había terminado y que el chico y la chica serian felices para siempre. Al menos así veía yo la historia de don Andrés, eso sí, en cinemascope y tecnicolor. Había otras historias, pero a mí no me gustaban tanto y me parecían más aburridas, o por lo menos no tan entretenidas como las de don Andrés.
Y luego los días y los veranos fueron pasando, y crecí con nuevas historias más personales, en las que ahora era yo el protagonista. Dejé de ir con mi abuela a la plaza San Felipe, y busqué otro tipo de aventuras en otros sitios. De vez en cuando me acercaba por la plaza y saludaba a don Andrés, cada vez más viejecito, encorvado y arrugado, pero ya no les echaba comida a las palomas, ni mucho menos las perseguía.
Desde que murió don Andrés ya nadie vende alpiste para las palomas, al menos en la plaza San Felipe. Incluso parece que acuden menos aves a picotear entre los bancos.
Hace pocos días estaba paseando por esas callejuelas del casco antiguo y lo volví a recordar. Compré un panecillo en una vieja panadería, y me acerqué a una de las plazuelas a sentarme en los bancos. No era la plaza de San Felipe, pero se le parecía como una gota de agua a otra. Los mismos árboles, los mismos bancos, la misma melancólica umbría... Incluso la misma vieja fachada de iglesia, que si bien no era la de la parroquia de San Felipe, sería la de otro santo similar.
Estaba allí, desmigando el panecillo, rodeado de un enjambre de voraces aves que se peleaban por cada una de las migajas, cuando oí la voz. Era una anciana de esas que te hablan como si estuvieran conversando consigo mismas, sin esperar respuesta. De esas a las que, no sé si por timidez o por quitármelas de encima, solo les sonrío y apenas les contesto con monosílabos a lo que me preguntan, con el mezquino aunque infructuoso propósito de que desistan en proseguir la conversación.
Esta mujer creo que ni siquiera esperaba que le contestara, y me fue desgranando su monologo, casi como si se lo fuera contando a sí misma:
- ¿Usted también viene a echarles comida a las palomicas verdad? Yo si estoy bien y hace buen tiempo vengo todas las tardes. Y en invierno procuro venir aunque haga mal tiempo, porque si no, se me quedan sin comer los animalicos. Les traigo migas de pan, y los domingos pipas. Antes venía con mis sobrinas, bueno, las hijas de mi sobrina Esther, ¿sabe usted? Me quieren mucho, pero ahora las chicas se han hecho mozas y tienen otras faenas. Es que son jóvenes ¿sabe usted? ¡Y más majas! La mayor festeja con un ingeniero, bueno ella también es maestra, pero de momento no tiene trabajo la pobre, y es que está la cosa tan mal... La pequeña está estudiando también. Para médica ¿sabe usted? Y es más lista que el hambre. A mí me quieren mucho, pero ahora como son mayores ya no les apetece venir a darles de comer a las palomas. Y yo lo entiendo, porque son jóvenes y tienen otras faenas. Yo misma de joven... Bueno, de joven, yo venía a echarles comida, pero con mi novio. Eran otros tiempos. Mi novio era un chico muy jaque, y muy formal... Pero la guerra es muy mala ¿sabe usted? Se tuvo que marchar porque lo querían prender, cosas de política ¿sabe usted? Pero usted es muy joven y me dirá ¡vaya cosas me cuenta esta mujer! Pero eso era lo que había entonces, no se vaya usted a creer. Entonces la gente era de otra manera. Había mucha envidia. Así que me dijo que cuando todo terminara, volvería. Pero luego ganaron los Nacionales y ya nunca volvió. Y yo vengo aquí a echarles comida a las palomas, por si vuelve. ¡Qué tontadas me cuenta esta mujer! pensará usted. Pero mire, que le voy a hacer, llevo más de cincuenta años esperándolo, y ahora ya no tengo otra cosa que hacer. Mi sobrina me reniega, y me dice que desvarío, pero yo le digo: “si no le hago mal a nadie ¿qué más te da?” Y me vengo para aquí. Se llamaba Andrés, mi novio, ¿sabe usted?, y es un hombre muy alto y muy jaque. ¿Usted cree que vendrá?
Se me quedó mirando callada, esperando una respuesta por primera vez. A mí me temblaban las piernas y sentía un nudo en el estómago. Así que solo acerté a decirle algo así como:
- Estoy seguro de que un día de estos volverá.




Publicado por Balder

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