Le gustaba pasear por aquellos paisajes que tanto habían cambiado desde su infancia, y regodearse en la nostalgia.
Era una
sensación extraña la que combinaba el sentimiento de pérdida con la tenue
felicidad que encontraba en los recuerdos en torno a esos lugares.
Hacía
tiempo que las navidades habían dejado de ser unas fiestas felices y alegres.
Al menos para él.
Recordaba
que de niño ansiaba que llegaran esos días. Y no sólo por las vacaciones
escolares. Era una época de luces, de cine y de música alegre, de reencuentros
familiares en fiestas hogareñas repletas de sabrosas comidas, de cariño y de
regalos. Y principalmente era la época de disfrutar montando el árbol de
Navidad y el Belén junto a su padre. Ese Belén repleto de figuritas, de luces y
de escenas extraordinarias. Aquellas navidades tenían todo lo que le hacía
feliz.
Pero
con los años fue descubriendo nuevas aficiones y placeres más mundanos, lo que
unido a las ausencias que habían ido apareciendo en las mesas de celebración, hizo
que las navidades fueran perdiendo su sabor. Como un chicle que se lleva
mascando demasiado tiempo.
Y
finalmente este año, con la desaparición de sus padres, habían perdido todo su
encanto, que había sido sustituido por esa sensación de tristeza y añoranza.
Pero no
le quedaba otra que colaborar en la preparación de la cena para sus hermanos,
sus hijos y sus nietos. Para una vez al año en que conseguían reunirse todos,
no iba a dejar que le amargara un poco de nostalgia.
Lo que
no le hacía tanta gracia era acudir de nuevo a la casa vacía de sus padres, en
busca de todos los elementos de aquella lista que le habían confeccionado entre
su mujer y su cuñada. Al parecer eran cosas imprescindibles para la cena y para
recordarlos. Aunque él no lo tuviera muy claro.
Entró
en la vivienda vacía y percibió un sutil aroma a hogar que le reconfortó. Se
dirigió al salón y al viejo armario de madera de roble donde su madre guardaba
los manteles y las servilletas de lino, y abrió los cajones con la sensación de
quien está profanando un santa sanctórum. Poco a poco metió en las cajas que
traía preparadas todos los elementos de la lista. Desde el enorme mantel
bordado a la cubertería de plata y, con toda la delicadeza y los trapos que pudo
encontrar, la cristalería de su madre. Realmente no entendía para que
necesitaban todo eso, pero prefería no discutir con las mujeres de su familia.
Finalmente,
tras colocar todo en el maletero del coche, volvió a dar una última vuelta por
su infancia. Sus pasos lo llevaron al estudio de su padre. Deslizó la mano por
la mesa y el sillón del despacho, y miró las vitrinas y las estanterías
repletas de libros. Y sus ojos se quedaron prendidos en el altillo del armario
y, sin saber muy bien cómo, se encontró bajando la caja donde se guardaban los
elementos para montar el Belén. La abrió con cuidado y halló un tesoro
escondido.
Encontró
figuritas de barro, montañas de corcho, con alguna hebra verde prendida, y un
arrugado papel de cielo estrellado; diminutas casas rústicas, la egoísta posada
y el imponente castillo de Herodes; rebaños de ovejas y pastores, vacas y
borriquitos, patos y gallinas, y por supuesto los moradores del portal, el Misterio
al completo, junto con el séquito de los Reyes Magos.
Se
apresuró a meterlo todo de nuevo en la caja y a llevarlo ilusionado hasta el
coche. Sabía que los niños llegarían pronto y no quería perder un minuto.
Nunca
era tarde para recuperar, o por mejor decir, recrear una nueva y a la vez
antigua tradición.
En
cuanto llegó a su casa les dejó, junto con las cajas de enseres que traía para
la cena, la tarea de poner la mesa al resto de adultos, y se dirigió al
saloncito pequeño. Allí, en cuanto llegaron, llamó a todos los niños de la
familia y les dijo que iban a “poner el Belén”. Algunos lo miraron con sorpresa
y otros con desgana, por tener que dejar sus videojuegos y pantallas. Pero
cuando vieron al abuelo emocionado sacando todas aquellas figuritas de colores,
se entusiasmaron. Más aun cuando les permitió montar, sobre la vieja mesa del
salón, todo un enorme paisaje prácticamente a su gusto. El papel con el cielo
estrellado, las montañas, las casitas, el enorme castillo con los soldados en
las puertas y en las almenas, los rebaños y pastores, los patos en el río, y
una infinidad de personajes deambulando por los caminos creados con serrín,
entre los que, por supuesto, incluyeron a Spiderman, a Batman, y a varios
muñecos de playmobil. Les dejó hacerlo todo como a ellos les pareció mejor. El
abuelo tan sólo decidió como poner las luces y el establo con San José, María,
el niño Jesús, la mula y el buey. Hasta colocaron como quisieron, tras un
conato de discusión, a los Reyes Magos, a sus pajes y a los camellos.
Cuando el
resto de adultos los llamaron para la cena, la alegría y la ilusión brillaban
igualmente en los ojos de los niños y en los del abuelo.
Porque
por fin comprendió que la auténtica felicidad navideña sólo se hallaba en la
infancia, y que, para los adultos de cualquier época, la Navidad era una
combinación de nostalgia, de ausencias dolorosas y de triste alegría reflejada
en las miradas ilusionadas de los niños. Y que sólo transformándonos de nuevo en niños, y a través de los ojos
infantiles, podíamos recuperar los adultos el sabor y la esencia de la Navidad.
Publicado por Balder