domingo, 14 de diciembre de 2025

El sabor de la Navidad


Le gustaba pasear por aquellos paisajes que tanto habían cambiado desde su infancia, y regodearse en la nostalgia.

Era una sensación extraña la que combinaba el sentimiento de pérdida con la tenue felicidad que encontraba en los recuerdos en torno a esos lugares.

Hacía tiempo que las navidades habían dejado de ser unas fiestas felices y alegres. Al menos para él.

Recordaba que de niño ansiaba que llegaran esos días. Y no sólo por las vacaciones escolares. Era una época de luces, de cine y de música alegre, de reencuentros familiares en fiestas hogareñas repletas de sabrosas comidas, de cariño y de regalos. Y principalmente era la época de disfrutar montando el árbol de Navidad y el Belén junto a su padre. Ese Belén repleto de figuritas, de luces y de escenas extraordinarias. Aquellas navidades tenían todo lo que le hacía feliz.

Pero con los años fue descubriendo nuevas aficiones y placeres más mundanos, lo que unido a las ausencias que habían ido apareciendo en las mesas de celebración, hizo que las navidades fueran perdiendo su sabor. Como un chicle que se lleva mascando demasiado tiempo.

Y finalmente este año, con la desaparición de sus padres, habían perdido todo su encanto, que había sido sustituido por esa sensación de tristeza y añoranza.

Pero no le quedaba otra que colaborar en la preparación de la cena para sus hermanos, sus hijos y sus nietos. Para una vez al año en que conseguían reunirse todos, no iba a dejar que le amargara un poco de nostalgia.

Lo que no le hacía tanta gracia era acudir de nuevo a la casa vacía de sus padres, en busca de todos los elementos de aquella lista que le habían confeccionado entre su mujer y su cuñada. Al parecer eran cosas imprescindibles para la cena y para recordarlos. Aunque él no lo tuviera muy claro.

Entró en la vivienda vacía y percibió un sutil aroma a hogar que le reconfortó. Se dirigió al salón y al viejo armario de madera de roble donde su madre guardaba los manteles y las servilletas de lino, y abrió los cajones con la sensación de quien está profanando un santa sanctórum. Poco a poco metió en las cajas que traía preparadas todos los elementos de la lista. Desde el enorme mantel bordado a la cubertería de plata y, con toda la delicadeza y los trapos que pudo encontrar, la cristalería de su madre. Realmente no entendía para que necesitaban todo eso, pero prefería no discutir con las mujeres de su familia.

Finalmente, tras colocar todo en el maletero del coche, volvió a dar una última vuelta por su infancia. Sus pasos lo llevaron al estudio de su padre. Deslizó la mano por la mesa y el sillón del despacho, y miró las vitrinas y las estanterías repletas de libros. Y sus ojos se quedaron prendidos en el altillo del armario y, sin saber muy bien cómo, se encontró bajando la caja donde se guardaban los elementos para montar el Belén. La abrió con cuidado y halló un tesoro escondido.

Encontró figuritas de barro, montañas de corcho, con alguna hebra verde prendida, y un arrugado papel de cielo estrellado; diminutas casas rústicas, la egoísta posada y el imponente castillo de Herodes; rebaños de ovejas y pastores, vacas y borriquitos, patos y gallinas, y por supuesto los moradores del portal, el Misterio al completo, junto con el séquito de los Reyes Magos.

Se apresuró a meterlo todo de nuevo en la caja y a llevarlo ilusionado hasta el coche. Sabía que los niños llegarían pronto y no quería perder un minuto.

Nunca era tarde para recuperar, o por mejor decir, recrear una nueva y a la vez antigua tradición.

En cuanto llegó a su casa les dejó, junto con las cajas de enseres que traía para la cena, la tarea de poner la mesa al resto de adultos, y se dirigió al saloncito pequeño. Allí, en cuanto llegaron, llamó a todos los niños de la familia y les dijo que iban a “poner el Belén”. Algunos lo miraron con sorpresa y otros con desgana, por tener que dejar sus videojuegos y pantallas. Pero cuando vieron al abuelo emocionado sacando todas aquellas figuritas de colores, se entusiasmaron. Más aun cuando les permitió montar, sobre la vieja mesa del salón, todo un enorme paisaje prácticamente a su gusto. El papel con el cielo estrellado, las montañas, las casitas, el enorme castillo con los soldados en las puertas y en las almenas, los rebaños y pastores, los patos en el río, y una infinidad de personajes deambulando por los caminos creados con serrín, entre los que, por supuesto, incluyeron a Spiderman, a Batman, y a varios muñecos de playmobil. Les dejó hacerlo todo como a ellos les pareció mejor. El abuelo tan sólo decidió como poner las luces y el establo con San José, María, el niño Jesús, la mula y el buey. Hasta colocaron como quisieron, tras un conato de discusión, a los Reyes Magos, a sus pajes y a los camellos.

Cuando el resto de adultos los llamaron para la cena, la alegría y la ilusión brillaban igualmente en los ojos de los niños y en los del abuelo.

Porque por fin comprendió que la auténtica felicidad navideña sólo se hallaba en la infancia, y que, para los adultos de cualquier época, la Navidad era una combinación de nostalgia, de ausencias dolorosas y de triste alegría reflejada en las miradas ilusionadas de los niños. Y que sólo transformándonos de nuevo en niños, y a través de los ojos infantiles, podíamos recuperar los adultos el sabor y la esencia de la Navidad.


Publicado por Balder