El
hecho de que nuestra sociedad es cada vez más inculta es algo que, como se dice
ahora, “ya, ni cotiza”. En los países occidentales cada vez nos
preocupamos menos por nuestras raíces clásicas. Y cada vez son más escasos, no ya
los que estudian, sino incluso los que tan siquiera leen a Homero, a Ovidio, a Horacio,
a Séneca o a Platón. Si hay universitarios que nunca han leído a Cervantes, a
Dante, a Goethe, a Víctor Hugo o a Dickens, por considerarlos antiguos y
desfasados, como para decirles que lean a Marco Aurelio. Y aunque es cierto que
las últimas generaciones de políticos, de todo pelaje y condición, y sus cada
vez más absurdos planes de estudio, han contribuido a este desastre cultural,
nosotros, como sociedad, tenemos también gran parte de culpa. Pues hemos
decidido no enfrentarnos a nada que nos haga pensar, dudar o a fomentar un
auténtico espíritu crítico. Y con ello estamos perdiendo nuestra libertad,
exponiéndonos a que cualquier desaprensivo, con suficiente carisma, nos manipule de
forma vil y artera. Mientras que, si poseyéramos una buena educación y cultura,
dispondríamos de las armas necesarias para comprender y para defendernos de las
falsedades y de las demagogias de cualquier mercachifle vendedor de humos. Al
fin y al cabo, como decía Kundera, “para liquidar a los pueblos se empieza por
privarlos de su memoria. Destruyen tus libros, tu cultura, tu historia […]
después la gente comienza a olvidar lentamente lo que son y lo que fueron”.
Todo
este desbarre mental viene a que seguimos utilizando términos o expresiones
clásicas, pero sin saber porque las decimos ni mucho menos de donde proceden. Y
así nos va.
Así
hablamos de “la caja de Pandora” sin saber quién era la tal Pandora ni que
contenía su caja, o de la “manzana de la Discordia”, sin conocer lo que
precipitó la dichosa manzanita, o porque se llama así el “complejo de Edipo”, o
incluso porque nos referimos a un punto débil como a un “talón de Aquiles”.
Y eso
cuando las utilizamos correctamente, porque en ocasiones nuestros próceres
políticos, tertulianos, periodistas y pueblo llano en general, creamos
auténticas aberraciones mezclando unas expresiones con otras o cambiándoles las
palabras, o usándolas en contextos o como sinónimo de ideas que nada tienen que
ver con el significado original de la expresión.
Pero
además, hay al menos dos elementos que han pasado a nuestro vocabulario popular
y que harían tirarse de los pelos a los individuos de los que proceden: el
síndrome de Diógenes y los virus Troyanos.
Y es que consideramos que una persona padece el síndrome de Diógenes cuando se dedica a acumular toda clase de objetos, generalmente basura, hasta límites insospechables. Mientras que el auténtico Diógenes fue un filósofo griego que convirtió la pobreza extrema en virtud, y que se negó a poseer absolutamente nada en su vida. Vivía en un tonel o en una tinaja, portaba siempre, tanto de noche como de día, una lámpara encendida con la que decía que buscaba hombres honestos, y no poseía nada más que un manto, un zurrón, un báculo y un cuenco, (hasta que un día vio que un niño bebía el agua que recogía con sus manos y se desprendió de este último). Incluso cuentan que, en una ocasión, Alejandro Magno le ofreció: “pídeme lo que quieras”, a lo que el filósofo tan sólo le solicitó: “quítate de donde estás que me tapas el sol”. Así que comparar a una persona tan austera, con los que padecen una enfermedad que les obliga a acaparar todo lo que encuentran, me parece, ya no un error monumental de nuestra falta de cultura clásica, sino una auténtica burla al pobre filósofo griego.
Y con
lo que respecta a los troyanos, le hemos dado su nombre a los virus que se
infiltran en nuestros ordenadores, disfrazados de software inofensivo, con el fin
de espiarnos, robarnos datos o de causarnos toda clase de destrozos en nuestros
programas y equipos. Y les damos este nombre por el caballo de madera que permitió
a los griegos infiltrarse en la ciudad de Troya y así conquistarla. El único problema
es que los troyanos fueron los que sufrieron la infiltración y la destrucción
de su ciudad, y no los que se introdujeron de forma clandestina. Y ahora les
damos su nombre a los virus que atacan a nuestros ordenadores. Vamos, como para
que los pobres troyanos, de broncíneas túnicas y ánimo altivo, se revuelvan en
sus tumbas al ver cómo les atribuyen una acción que no solamente no cometieron,
sino que fue la causa de su ruina.
Así que
Diógenes, los troyanos y todos los pensadores clásicos nos perdonen por nuestra
falta de cultura en general y de cultura clásica en particular.
Y que
no se nos olvide nunca que, como decía Sócrates: “Sólo hay un bien: el
conocimiento. Sólo hay un mal: la ignorancia”.
Publicado por Balder
Interesantísimo!! Enhorabuena !! Y gracias
ResponderEliminarMuchas gracias a usted.
Eliminar