“Bendita y alabada sea la hora
en que María Santísima
vino en carne mortal
a Zaragoza, a Zaragoza”.
Cuando
entras en la Basílica de Nuestra Señora del Pilar, en Zaragoza, se abre ante ti un lugar
imperturbable, confortable y místico. Sobre todo si eres aragonés. Un peculiar
mundo inmutable como ningún otro que recuerdes.
Imperturbable
porque, aunque el tiempo y la vida pasan crueles e inmisericordes tanto por los
lugares como por las personas, eso parece no suceder en el interior de esta Basílica, ubicada donde, según la tradición, se produjo la primera aparición mariana en la
historia de la humanidad.
En la
mayoría de los sitios, con el paso de los años, descubrimos apesadumbrados que
todo es lo mismo pero que ya nada es igual. Y vemos como lugares que nos
parecían emblemáticos y eternos van desapareciendo, o cambiando, hasta hacerse
irreconocibles, o incluso que, en el peor de los casos, son sustituidos por otros
establecimientos que se nos figuran incongruentes o postizos. Hasta los
paisajes, el Sol y la Luna son iguales, pero se nos antojan extraños y
distintos.
Aunque
como digo, eso no acontece en el interior de la Basílica del Pilar, en donde, (salvo las velas de cera que han sido sustituidas por otras eléctricas), a pesar
del tiempo que pueda haber transcurrido, todo permanece inalterado,
imperturbable y casi eterno.
Y cada
vez que entras en ella sientes, por eso y por otras muchas cosas, que estás
regresando al hogar. Y cuando uno regresa a sus raíces y a su casa, uno casi siempre
se siente bien.
De ahí que, para muchas personas, especialmente para los zaragozanos, sea un lugar tan confortable y que sentimos como propio. Hasta el punto de oír decir a cualquier aragonés, ya sea creyente, agnóstico, ateo practicante, o incluso anarquista: “¡Qué no me toquen a la Pilarica!”. Y cada 12 de octubre las calles de Zaragoza, de esa Zaragoza pepera, roja o anarquista, se llenan de personas de todas las clases e ideologías, vestidas con diferentes trajes regionales, que van a depositar sus flores, junto con sus anhelos e ilusiones, a los pies de la imagen de la Virgen.
Y como
el tiempo no parece afectarle, cualquier otro día del calendario, al recorrer
la Catedral, por más que pasen los años, presencias las mismas escenas, las
mismas gentes y los mismos entornos.
Observas
a los mismos curiosos que pasean distendidos contemplando la Santa Capilla, el
monumental e impresionante altar mayor, las pinturas murales de González Velázquez,
de los hermanos Bayeu y de Goya, o incluso los techos que permanecen en blanco
merced a la estulticia, la envidia y la desidia. Escuchas los mismos cantos de
los infanticos al llegar la hora del Ángelus. Te fijas en los mismos grupos de
turistas que persiguen a un guía hiperactivo que pretende resumir cientos de
años de historia y de arte en apenas unos cuantos minutos de visita apresurada.
Ves a las mismas personas de diferentes etnias y naciones que, saltándose a la
torera los carteles indicativos, hacen fotos y vídeos por doquier, sin apreciar
con sus propios ojos lo que pretenden inmortalizar a través de sus objetivos y
de sus pantallas. Y te encuentras al fin, con gentes de toda clase, edad y
condición, paseando, admirando y, sobre todo, rezando.
Porque
lo que más se sigue percibiendo en la Basílica, por encima de las multitudes,
de los murmullos y de los flashes, es un impresionante ambiente de cariño y oración.
Y ves a todo tipo de gentes orando ante la Virgen o en cualquiera de las capillas de la Catedral. Adviertes como se arrodillan en la Santa Capilla, unos al lado de otros, peregrinos tan diferentes entre sí, que tu mente es incapaz de visualizarlos juntos en cualquier otro lugar o situación.
Contemplas hileras de fieles esperando para confesarse, o para comprar “medidas” de la Virgen. Te encuentras con la fila de personas que se dirigen a besar y venerar el Pilar donde dice la tradición que se apareció María, desgastado por los años y por las muestras de afecto de los creyentes. Observas a padres que esperan para entregar a sus hijos a los circunspectos infanticos para que los pasen por el manto de la Virgen. Y sonríes al descubrir a ancianas y orgullosas madres que son llevadas por sus hijos hasta los bancos al pie de la imagen de otra Madre, la del Salvador, mientras recuerdan como ellas mismas los llevaron a ellos, cuando eran niños, para que los infantes los pasaran ante la talla y el manto de María.
Pero, como digo, lo
que percibes en todas esas escenas es, fundamentalmente, paz, esperanza y
veneración. Innumerables rostros de todo tipo y de todos los lugares del
mundo que contemplan ilusionados y anhelantes la diminuta y enorme imagen de
la Virgen sobre la columna. De la Virgen del Pilar.
Publicado por Balder.
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