domingo, 7 de septiembre de 2025

Fidelidad

 

No tenía miedo, pero sabía que pintaban bastos.

Allí, tumbada en la oscuridad, sintiendo los barrotes y el encierro, esperando la inevitable sentencia, sabía que no tenía esperanza alguna.

Pero por nada del mundo hubiera cambiado nada de lo que había hecho.

Quería a María. En el más amplio sentido de la expresión. Desde que habían comenzado a convivir juntas en aquel apartamento, María se había convertido para ella en el centro de su existencia y hasta casi en su única razón para vivir. Y no podía concebir nada más que su bienestar.

La admiraba y la idealizaba. Vivían juntas como compañeras y amigas, y ella no podía imaginar una existencia mejor.

Aunque compartían vivienda y salían a pasear las dos solas, dos veces al día, en unos momentos rituales que se le antojaban los más felices de la jornada, no deseaba ni ansiaba nada más. Se conformaba con esos paseos tranquilos en silencio, al amanecer y al anochecer, a su lado. El resto del tiempo cada una se dedicaba a sus cosas. María salía a trabajar, o a realizar sus gestiones, mientras ella se quedaba en el apartamento atendiendo a las suyas, y, sobre todo, contemplando la puerta de la calle esperando su regreso, percibiendo el olor de su cuerpo que impregnaba cada rincón de la casa compartida. Luego, la mayoría de las tardes, María permanecía en el salón, a su lado, leyendo, escuchando música o realizando cualquier otra actividad doméstica. Y ella perdía totalmente la concentración y sólo era capaz de contemplarla disimuladamente, esperando que María no descubriera su ansiedad.

Algunas noches, sobre todo los fines de semana, María no regresaba, o lo hacía con alguna compañía esporádica y eventual con la que se encerraba en su habitación. Mientras ella, discreta, permanecía en su cubículo intentando no molestar y hasta pasar desapercibida. Pero se mantenía despierta, ansiosa, escuchando los murmullos y los sonidos que salían del cuarto de María y percibiendo los efluvios que llegaban hasta su olfato. Efluvios de sexo caliente, de placer y de alegría. Y sentía una mezcla de agrado, desazón y de instinto protector.

La mayoría de las personas que la acompañaban en esas noches de pasión le resultaban indiferentes, algunas agradables y, muy de tarde en tarde, alguna le producía desagrado, pero eran las menos. Suponía que en el fondo compartía el gusto de María por las personas. Hasta aquella fatídica velada.

Cuando entró con aquel sujeto, supo desde el primer momento que algo no iba bien. El individuo olía a alcohol y María rezumaba un cierto aroma a miedo. Aquel monstruo la arrastró hasta el dormitorio, cerró la puerta y comenzaron a escucharse unos sonidos nada tranquilizadores.

María comenzó a gritar y a llamarla con desesperación. Corrió hasta el cuarto de su amiga, pero, por más que lo intentó, fue incapaz de abrir aquella puerta cerrada. Así que se plantó ante ella e intentó amedrentar al monstruo desde fuera con su presencia y con su fuerte voz. Pero sólo escuchó burlas, una carcajada brabucona, y unos golpes secos.

Por un momento se desesperó. Perdió los papeles y no supo qué hacer. Por suerte María consiguió, de alguna forma, alcanzar la puerta, abrirla y dejarle el paso franco. Y todo se desencadenó en un instante.

Tan sólo habían pasado unas horas desde que todo había concluido. La policía la había separado de María y se la había llevado atada y amordazada, y la habían encarcelado en aquella oscura y fría jaula desde la que oía suspirar a otros compañeros encerrados tan angustiados como ella misma.

Aún sentía la sangre en los dientes, y no podía dejar de recordar los gritos desesperados de María y el terror en los ojos de aquella bestia salvaje que había profanado la carne sagrada de su compañera, cuando consiguió abalanzarse sobre él. Recordaba cómo, tras conseguir derribar a aquel monstruo de un salto, había logrado aferrarle el cuello con las fauces y ya no lo había soltado. A pesar de sentir que se ahogaba con la sangre del agresor, a pesar de los puñetazos que le infringía en los costados, había seguido apretando hasta sentir aplastarse los cartílagos y los músculos de aquel grueso y sudoroso cuello que le apestaba en las fosas nasales, hasta sentir que el individuo estaba irremediablemente muerto. Y aún un poco más.

Y allí estaba ahora, encerrada y esperando su inevitable final. Porque sabía que estaba condenada, pues a ningún animal se le consentía seguir vivo tras haber asesinado a un humano, fueran cualquiera que fueran las circunstancias.

Así que no esperaba clemencia. Pero no se arrepentía. María era su compañera y su amiga, y daría su vida una y mil veces por ella, porque por encima de todo le debía lealtad y fidelidad. Y porque la quería.


Publicado por Balder

5 comentarios:

  1. 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻

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  2. Bonito valor la fidelidad cada día más olvidado.
    Me pregunto si son much@os los que pueden contar con un amigo así🤔🤔

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