El hombre, leyendo aquel informe, sintió un sabor amargo y bilioso en la garganta.
Apelando a la amistad, le habían convencido de que acogiera temporalmente a un menor, una vez más, aunque tanto él como su pareja rebasaran la edad recomendada. Pero el psicólogo que llevaba el caso era amigo suyo y estaba convencido de que ellos eran la mejor opción para ese niño.
Aquella tarde lluviosa se presentó con el muchacho en la puerta de su casa. Pasaron a la cocina y la mujer les sirvió café caliente y rebanadas de pan tostado con mantequilla. El muchacho apenas levantó la vista del tazón que le pusieron delante y, educada mente, fue bebiéndoselo poco a poco, sin atreverse a tocar las tostadas, mientras los mayores hablaban.
Cuando finalmente el psicólogo se marchó, le acompañaron hasta un dormitorio luminoso y acogedor y le ayudaron a deshacer su pequeña bolsa y a guardar en el armario sus escasas posesiones. Entonces, el hombre le dijo al niño que lo siguiera. Este, silenciosamente, le obedeció. El hombre, al verlo tan sumiso, suspiró y lanzó en su mente una maldición contra aquellos que le habían hecho aquello. Lo llevó a lo largo de un oscuro pasillo hasta una puerta que, a diferencia de las demás de la casa, estaba tapizada.
Cuando el anciano abrió aquella puerta, el muchacho se quedó boquiabierto de puro asombro. Era una habitación enorme, al menos desde la perspectiva del joven, pero eso no fue lo que lo dejó extasiado. Lo que realmente le sorprendió fue el contenido de la misma. Salvo la pared de enfrente que era un inmenso ventanal por el que entraba una cálida y agradable luz, el resto de las paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros. Libros de toda clase, color y tamaño. Desde ejemplares enormes que no abarcaría con sus brazos extendidos a diminutos libros de bolsillo.
El hombre se volvió hacia el muchacho y le dijo: “Me han dicho que te gusta leer”. El joven respondió todavía sorprendido: “Sí, me gustan los tebeos. Sobre todo Mortadelo y Filemón”.
El anciano, sin decir nada, lo acompañó hasta un rincón de la estancia donde el muchacho se quedó paralizado ante lo que contempló. En aquella parte de la biblioteca, cuidadosamente colocados, estaban lo que supo después eran las colecciones completas de Mortadelo y Filemón, de Astérix y Obélix y de Tintín.
El joven miró al adulto con una pregunta silenciosa en la mirada que fue respondida inmediatamente. “Sí, puedes coger y leer los que quieras”. “Sólo tienes que devolverlos a su lugar en cuanto los termines”.
Aquel fue un verano especialmente desapacible. Pero eso no molestó en absoluto al muchacho que durante la primera semana sólo abandonaba la biblioteca para las comidas y para descansar en su habitación al final de cada día. Eso sí, llevándose uno o dos volúmenes a la cama.
El hombre lo dejaba a su aire y sólo hablaba con él en la mesa y exclusivamente sobre la lectura que llevaba entre manos el muchacho en aquel momento. Pero consiguió que el niño se abriera en unos días más de lo que habían conseguido en los últimos meses todo un equipo de psicólogos.
Conforme se iban acabando los comics por leer y mejoró el tiempo, el muchacho se lanzó a explorar los alrededores de la casa y descubrió donde pasaba la mayor parte del día el anciano, trabajando en un pequeño taller anexo al edificio principal. Y poco a poco adquirieron la costumbre de pasar una o dos horas cada día hablando de cosas intrascendentes o de los personajes y las aventuras de los tebeos. Una tarde el joven le trasmitió su preocupación por que se le estaban acabando las lecturas. Hacía tiempo que había concluido los Mortadelos, le habían seguido los Astérix y apenas le quedaban un puñado de Tintines. El hombre sonrió y le dijo. “¿No te apetecería empezar con un libro sin dibujos, aunque solo fuera por probar? El muchacho lo miró curioso y tan solo le dijo: “Tal vez”.
Fueron hasta la biblioteca y el anciano le mostró una serie de estanterías repletas de libros de pequeño tamaño. El hombre le dijo: “Cuando termines con los comics, yo te recomendaría este”. Y señaló uno delgado que tenía escrito en el lomo El principito. “Además tiene dibujos muy interesantes, aunque no sea un tebeo. Y como lo terminarás en seguida, luego puedes continuar con estos otros dos”. Y le señaló otros volúmenes que se llamaban Cuento de Navidad y El libro de las tierras vírgenes. “Después puedes continuar con cualquiera de los de estas estanterías, en el orden en que tú quieras”.
Los comics se acabaron y siguiendo los consejos del anciano leyó los tres libros indicados y luego muchos más.
El joven no sabía si disfrutaba más leyendo cada nueva y alucinante narración o comentándola con el anciano en sus paseos cada vez más largos y distendidos. Le resultaba asombroso que aquel hombre recordara hasta los detalles más pequeños de todas aquellas historias. Y poco a poco, conforme nacía y crecía aquella amistad, el joven fue resurgiendo de sus cenizas, de su amarga y triste vida pasada y de su tristeza. El anciano y el muchacho eran como dos buques que se encuentran en la niebla de la vida, uno saliendo del puerto con un mundo por descubrir y el otro regresando al mismo de vuelta de todo un ancho y terrible mundo.
Decididamente aquel fue el mejor verano de su vida. Y desde luego el mejor verano que cualquier chico como él pudiera desear. El verano en que se descubrió cazando con Robinson y Viernes, gritando “¡por allí resopla!” con Ismael, siguiendo el mapa del tesoro junto a Jim Hawkins y John Silver el Largo, compartiendo las dificultades y los trabajos de un Saquehobbit con Bilbo Bolsón, o contemplando la profundidad del océano al lado del silencioso capitán Nemo. Y, sobre todo, descubriendo el infinito placer de encontrar otros mundos dentro de este mundo, sumergiéndose entre las páginas de un libro, al igual que Alicia lo hacía a través de un espejo.
Publicado por Balder
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