Tú
lograste escapar de aquel viejo barrio, donde la miseria, la soledad y el dolor
campaban a sus anchas, donde el olor a miseria, más allá de la miseria misma, asomaba por todas y cada una de las mil grietas
de las mil casas en las que hombres, mujeres y niños vivían hacinados en un
complejo subvivir. Te fuiste de un mundo donde el aire olía a alcohol rancio y a drogas frescas mal cortadas, donde la humedad se
adueñaba de cada rincón de las casas, las calles y las almas.
Te
marchaste como tu madre siempre sospechó que lo harías, amparada por tu
belleza, tu inteligencia y la dulzura incorrupta de tu alma. Lo hiciste a lo
grande, o al menos como en aquellos cuentos de hadas con los que en los años 50
y 60 pretendían domesticar y subyugar el ansia de libertad de las mujeres, vendiéndonos, como nuestra
única esperanza, la llegada de un príncipe azul
que salvaría nuestro cuerpo y nuestra alma de la corrupta miseria en la que
habíamos nacido. Tu héroe llegó una tarde cualquiera, como un Richard Gere cualquiera
que no era oficial, pero si perfecto caballero.
Pero
sé muy bien que aquel barrio nunca se fue de ti. Lo llevabas dentro. Te
acompañaba silencioso mientras esperabas sentada en las salas VIP de los
aeropuertos, se dibujaba en el terror a penas disimulado en tu mirada cuando al
salir del más lujoso de los hoteles en el más lujoso de los barrios, tus ojos
escudriñaban las esquinas esperando el asalto de cualquier pobre desesperado.
En cada rincón, en cada estrecha callejuela acechaba el miedo a perder el
dinero, la vida o cosas infinitamente peores arraigadas en el miedo ancestral
de los barrios marginales de cualquier ciudad.
Te
asaltaba de pronto mientras caminabas descalza por las mullidas alfombras y moquetas de tu nuevo mundo, y te quedabas ensimismada
de pronto en las uñas de perfecta pedicura, como si nada de todo aquello fuera
cierto, como si asistieras estupefacta al espectáculo de la vida de otra
persona que no eras tú. Una vez me dijiste que querías morir descalza, como
viniste al mundo, como eras más feliz. Y recordé aquellas tardes de verano en
casa del abuelo, correteando bajo la sombra de las higueras, el bochorno del
anochecer en el barrio cuando salíamos a sentarnos en las escaleras y nos
abanicábamos con las chanclas medio rotas, nuestros pies en el río distorsionándose
bajo el agua helada y el día de tu boda, riéndote a carcajadas mientras
pensabas en lo que pensarían todos si entrabas en la iglesia sin zapatos.
Sé
que eras feliz y que tu nueva vida nunca te pareció una jaula de oro. Adorabas
viajar, recorrer mercadillos, comer en la calle y nadar en todos los mares que
en el mundo son. Te enamoraste de una persona excepcional y fuiste
correspondida. Conservaste cerca a tu familia y a la mayoría de los viejos
amigos y, la ropa hecha a medida, los coches
caros, los viajes interminables y los hoteles de lujo nunca lograron robarnos a
la persona maravillosa que vivía en tu interior.
En
aquellos terribles últimos días de hospital tus ojos brillaban con una extraña
emoción. “Sacadme al balcón”, nos pedías. Y
nosotros, atentos a cualquier pequeño deseo, nos descalzábamos contigo y organizábamos en el suelo
meriendas consistentes en polos de naranja caseros y rodajas de limón. Aquella
noche, antes de marcharme a casa, me dijiste que querías ver las estrellas como cuando
éramos niñas y nos escapábamos por la noche para acostarnos en el tejado de la casa del abuelo. “Quítame las zapatillas”, me pediste y señalabas el cielo y me ibas
desgranando nombres: “¿ves aquella constelación de allí?” Me decías. “Es el abuelo
Xan”, después vimos a tu madre, a Roque “el Pincho” que pululaba por el barrio
como una sombra cuando éramos niñas y solía amenazar a la gente con aquella voz
tormentosa, “dame un duro que te pincho”, a
Javiera de Cosme, la vecina de tu madre que tendía la ropa con pinzas de
colores a juego con su color y a la profe Mari Carmen que nos prestaba libros
para leer en el recreo cuando aún no había biblioteca en el cole, el salón de
actos del instituto y la moto de Javi. Por el cielo estrellado, tus ojos brillantes
fueron recorriendo el camino de toda una vida y entre aquellas constelaciones nos
dijimos adiós. Me marché cuando cerraste suavemente los ojos, porque aquel último
instante ya no me pertenecía, ya no era mi tiempo ni mi lugar.
Publicado por Farela
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