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domingo, 1 de junio de 2025

El Olivo

          El viejo iba caminando con dificultad apoyándose a la vez en el cayado y en el muchacho que lo acompañaba. 

          El terreno que cruzaban estaba seco y desarbolado. Era un amplio calvero en medio del antiguo bosque. Aquí y allá asomaban tocones de árboles arrancados con saña y violencia. El muchacho no podía dejar de sentir el dolor que emanaba de la misma tierra y que, a pesar de los años transcurridos, todavía lo impregnaba todo. Y cuando el anciano se detuvo y se inclinó para abrir el zurrón, el muchacho le preguntó angustiado si tenía que ser allí, donde la tierra lloraba

          El hombre lo miró serio y le dijo. Sí, aquí ha de ser. Porque aquí estaba el bosque sagrado de nuestro pueblo.

          El anciano miró al cielo, al horizonte y finalmente a los ojos del muchacho, y prosiguió: Cuando los romanos llegaron aquí y atacaron a los Bellos, nosotros éramos una tribu pequeña pero que respetaba los pactos, y salimos en defensa de nuestros hermanos. El consejo de ancianos había firmado un pacto sagrado con el Cónsul en el que Roma se comprometía a no atacar a nuestro pueblo mientras el Sol brillara, el viento soplara y el cielo fuera azul. Pero hay días en que el Sol no brilla, el viento no sopla y el cielo no es azul. Y arrasaron nuestro castro y asolaron este que era nuestro bosque sagrado y en cuyo centro se alzaba un enorme olivo centenario, que dicen que fue el primer olivo que se plantó en estas tierras, y dictaron sentencia de muerte para quien intentase repoblarlo. Pero no nos rendimos. 

          Yo apenas era un bebé en aquellos días. Pero le juré a mi padre que replantaría un olivo sagrado antes de morir. Por eso tiene que ser aquí. Y tú me tienes que jurar que lo cuidarás y mantendrás los ritos sagrados.

          El anciano le tomó juramento al muchacho y sólo entonces iniciaron la ceremonia.

          Cavaron el hoyo, colocaron en él el platón de un año junto con el tutor y, tras realizar los ritos del agua, de la sangre y del aceite, lo envolvieron en zarzas para protegerlo de los conejos y de otros pequeños herbívoros. Y lo dejaron en manos de los dioses.

          El muchacho cumplió su promesa. A lo largo de los años siguientes acudió, de tarde en tarde, a cuidar del olivo y a renovar los ritos sagrados.

          Hacia el final de sus días lo acompañaba su hijo, como él había acompañado al anciano aquella primera vez. Y cuando dejó de acudir, su hijo continuó unos cuantos años más. Hasta que llegó un día en el que nadie más volvió. 

          Pero el olivo nunca estuvo solo. Para entonces era un árbol frondoso y respetable al que acudían los pájaros a refugiarse entre sus ramas, a anidar en primavera y a alimentarse de sus frutos en otoño. Y diferentes animales de todo tipo se cobijaban bajo su sombra en los estíos o degustaban las olivas caídas hasta el comienzo de los inviernos. Incluso ocasionalmente los lobos le aullaban a la luna a la vera del árbol.

          Y pasaron los años. El bosque iba creciendo y empequeñeciendo la zona despejada, mientras el olivo cada vez se alzaba más alto y orgulloso.

          Tiempo después un grupo de pastores y sus rebaños, procedentes de algún asentamiento cercano, comenzaron a frecuentar el calvero. Y las ovejas y las hachas volvieron a expandir el claro algo más. 

          Hasta que llegó la guerra.

          Un día los pastores no acudieron a la cita y una columna de humo negro se alzó desde la aldea precediendo a los llantos y a la sangre. Y un incendió se fue extendiendo por todas las colinas. No era el primero ni sería el último en toda la vida del árbol, pero por su naturaleza intencionada y bélica fue enormemente destructivo. Las llamas llegaron hasta la misma corteza del árbol, pero el pastoreo de los últimos años y el terreno despejado en su entorno impidieron que lo dañarán gravemente. 

          El bosque tardó en recuperarse, pero las carrascas y las encinas están hechas a resistir el fuego y, con el tiempo, las heridas se curaron. 

          Durante aquella larga época sólo ocasionalmente aparecía algún ser humano por allí, pero eran gente de paso que se sorprendían al encontrar un olivo en un sitio tan peculiar, y que se quedaban poco tiempo. Como aquella pareja que apenas descansaron unas horas a la sombra del árbol, nerviosos y atemorizados, huyendo de un pasado de cautiverio. O aquella familia que, muchos años después, llegaron llorando por tener que abandonar su hogar ancestral para nunca más volver, y que consideraron el hallazgo del olivo como un buen augurio, hasta el punto de que todos sus miembros le cortaron pequeñas ramas u hojas que se llevaron como amuleto. 

          Años después llegaron los madereros. El país necesitaba barcos y la armada madera. Y a lo largo de más de doscientos años fueron talando el bosque hasta más allá del horizonte. Y a surcar el mar se fueron las sabinas, las encinas, las hayas y los olmos. Y aunque los leñadores tenían orden de sustituir los árboles cortados por otros similares, lo cierto es que en su lugar plantaron fundamentalmente pinos, que crecían más rápido. Y el bosque siguió siendo el mismo, pero fue otro. El olivo fue amnistiado del hacha por un capataz que se enamoró de su prestancia y de su majestuosidad, y que supo transmitirla a sus sucesores y a sus superiores. Hasta el punto que vinieron botánicos de la corte que lo estudiaron, lo clasificaron y lo inscribieron en tratados.

          Y una vez etiquetado y documentado... se olvidaron de él. 

          El nuevo bosque de pinos trajo más actividad a la zona. Regresó el pastoreo y una industria maderera más o menos floreciente. 

          Y de vez en cuando acudían los lugareños a contemplar el enorme y ya más que milenario olivo. Y como la historia no se repite pero rima, acabaron construyendo en el viejo árbol una pequeña hornacina en la que, emulando otros santuarios peninsulares, colocaron una advocación de la Virgen de la Oliva. (Sí, muy originales no eran). Y los descendientes de los celtiberos volvieron a orar ante el olivo y a considerar sagrada aquella tierra. Como si alguna vez hubiera dejado de serlo. 

          Pero volvieron malos tiempos, aunque en aquellas regiones nunca fueron realmente buenos. 

          Y la gradual despoblación de aquella región hizo que lenta y tristemente desaparecieran los pastores y sus rebaños e incluso la industria maderera. Que aquel bosque estaba demasiado lejos de las grandes vías de transporte como para resultar rentable. 

          Al cabo de unos años el bosque se había vuelto completamente agreste. Ya nadie cuidaba de los pinos que habían sustituido a las carrascas de antaño. El pastoreo prácticamente había desaparecido y la fauna autóctona de mayor tamaño también había disminuido sobremanera, con lo que la acumulación de broza y matorrales cada vez era más copiosa. Y todo eso, unido a unos inviernos especialmente secos y a un verano cálido sobremanera, crearon las condiciones perfectas para que se desatará un incendio devastador. Luego los expertos discutirían sobre el origen del mismo. Que si se originó por causas naturales, accidentales o si fue intencionado. Pero el caso es que se extendió con una velocidad endiablada, como si todo el bosque fuera yesca. Y es que realmente lo era. 

          Los pinos ardían como cerillas, la hojarasca llevaba las llamas de un lado a otro vertiginosamente y la negra destrucción lo iba alcanzando todo. Hasta que llegó al viejo olivo. El fuego inicialmente acaricio la dura corteza lentamente, como valorando la situación, hasta que logró engancharse en las hojas y en los tallos más finos primero, para luego prender en las ramas principales y en el mismo tronco, incluida la hornacina de la Virgen, sin pausa y sin piedad. Hasta conseguir que todo aquel altivo y frondoso árbol se convirtiera en una enorme tea que permaneció ardiendo durante varios días, y que no terminó de apagarse hasta que el mismo incendio se sofocó. 

          Dicen que cuando las cuadrillas de bomberos llegaron a los pies del árbol, totalmente quemado, abrasado, y aún humeante, lloraron al ver aquel ser milenario consumido y calcinado en medio de todo aquel paisaje desolador. 

          Al invierno siguiente las nieves amortajaron con su frío sudario las heridas de la tierra. 

          Y al derretirse, en primavera, habían obrado el milagro de sustituir el gris y el negro por un verde húmedo y brillante que emanaba de las nuevas plantas y de la nueva vida renacida. 

          La nieve descubrió también las ramas carbonizadas del viejo olivo. Aquellas ramas milenarias, ahora renegridas, agrietadas y quebradas que nunca más volverían a florecer.

          Pero cuando los primeros rayos del sol primaveral alcanzaron la base del vetusto tronco, igualmente ennegrecido, al derretir las últimas nieves invernales que lo cubrían, dejaron a la luz un tierno brote que se abría paso entre la corteza requemada. Un joven pero audaz retoño verde que crecía augurando, si los hados lo permitían, que el viejo olivo crecería de nuevo renacido de sus propias cenizas, que daría nuevas y frescas sombras, nuevos refugios para las aves y nuevos y abundantes frutos. Porque, como los antiguos celtíberos, nunca se rendiría.


Publicado por Balder

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