Al contemplar la cubierta de la cama, con el logotipo del hospital, recordó a su madre y a su abuela, y sonrió. Según le habían contado, al poco de nacer ella, su madre fue diagnosticada de unas fiebres reumáticas que amenazaron su vida y que la postraron en cama durante meses. Su abuela se presentó en casa para cuidar de su hija y atender a su familia durante toda la enfermedad. Cada día arreglaba la casa, preparaba las comidas, asistía al bebe, que era ella, y cuidaba de su madre sin descanso. Y le cambiaba a la enferma las ropas de la cama, estrenando cada día un juego de sábanas y cubiertas, hasta que acabó por utilizar todos los del ajuar de boda. Un día la enferma le preguntó a su madre porque cada mañana le ponía un juego de cama nuevo. La contestación de la mujer fue simple pero inapelable: “Porque, si tú te mueres, no quiero que la que venga después tenga nada tuyo que estrenar.”
Lo cierto es que la enferma no se murió de aquella y que no vino ninguna otra detrás. El que falleció unos años después, en un accidente de tráfico, fue su marido. Y allí se quedaron solas las tres, la abuela, la madre y ella.
Por lo que se contaba en el pueblo era una maldición, casi una tradición, que las mujeres de su familia criaran solas a sus hijas. Una práctica familiar que inició, al menos que se supiera, su tatarabuela cuando su marido fue llamado a la guerra de Cuba. Según le habían dicho, el joven soldado nunca regresó ni volvieron a tener noticias suyas. No sabían si porque había muerto, o porque decidió quedarse allí. El caso es que aquella mujer tuvo que criar a sus hijas sin el apoyo de un marido.
Su bisabuela igualmente, quedó viuda joven, esta vez por un accidente laboral. Y en cuanto a su abuela también le debía su soledad a otra guerra, a una guerra que nunca entendió, pero cuyos amargos recuerdos la persiguieron toda la vida y que sólo compartió con aquella nieta que ahora la recordaba con cariño desde aquella solitaria habitación de hospital.
En cuanto a su madre, al morir su marido y una vez restablecida de la enfermedad, no le quedó otra que ponerse a trabajar para sacar adelante a su hija. Siempre con el apoyo de su madre, que fue la que realmente acabó criando a aquella niña, igual que años antes había hecho con sus propias hijas en situaciones bastante más dificultosas.
Luego aquel bebé creció y, tras la muerte de la abuela, abandonó el hogar familiar en busca de su propio destino, huyendo de las desavenencias con su madre. Orgullosa e independiente acabó viviendo con un individuo narcisista y egocéntrico que, aunque nunca le puso la mano encima, nunca dejó de maltratarla. Que no solo la violencia física puede causar estragos en una persona. Entre otras cosas se negó a que tuvieran hijos, aunque sabía el anhelo de ella por ser madre. Y lo hizo fundamentalmente porque un ser tan egoísta como él no podía permitir que nada le arrebatara la más mínima atención de los que le rodeaban, incluida la de ella.
Fueron unos años horribles, de los que finalmente consiguió escapar, no sin dificultad, cual Dante de los infiernos, pero no de la mano de Virgilio, sino de las pocas amigas que no la habían abandonado y, sobre todo, con el apoyo de su madre, a pesar de los desencuentros pasados y de que aquel cretino de su exmarido había pretendido apartarla de su vida.
Y aunque odiaba la expresión aquella de “que se te pasa el arroz”, lo cierto es que el reloj biológico empezó a pesarle, y como no tenía pareja, ni la más puñetera gana de buscar otra, al menos por el momento, decidió que no iba a dejar de lado la tradición familiar y que sería madre, aunque fuera en soledad, gracias a los avances de la medicina y de un donante anónimo.
Y allí estaba en aquel hospital, nueve meses después, de parto y sola. Y cuando la joven matrona le preguntó que donde estaba su pareja, le contestó lacónica que ni estaba ni se la esperaba.
Sola pasó las contracciones, sola se enfrentó al nacimiento y sola recibió a aquella personita, a la que le otorgó su amor incondicional en cuanto se la colocaron encima. Y se dijo a sí misma que quién iba a ser ella para romper las prácticas habituales de su familia desde hacía generaciones.
Cuando ya estaba con su bebé en la habitación, un poco sobrecargada pero feliz, vio entrar por la puerta a su madre apoyada en el viejo bastón de su abuela y, antes de que ninguna de las dos se decidiera a hablar, viendo la expresión amable de su rostro, pensó que sí, que no iba a romper ninguna tradición familiar y que, al igual que habían hecho con ella, compartiría la felicidad de la crianza y de la maternidad con su propia madre y posiblemente también con su abuela, que, estuviera donde estuviese, la sentía más cerca que nunca.
Dedicado a todas las madres, especialmente a las que, bien sea por voluntad propia o porque no les quedó otra, han tenido que cuidar a sus retoños en soledad.
Publicado por Balder
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