Llevaba viajando una eternidad. Casi había perdido la confianza de concluir con éxito la misión. Y sin embargo ahí seguía, analizando, vigilando y, fundamentalmente, hibernando. Hibernado durante años y sólo despertando cuando el ordenador de a bordo detectaba el más mínimo indicio de vida inteligente en cualquier sistema planetario que se pusiera al alcance de sus sensores. Y, una y otra vez, tan sólo para cosechar un nuevo fracaso. Pero todo tenía un límite. Hasta sus sueños infantiles los tenían.
De vez en cuando contactaba con su base para comunicar los datos obtenidos y para tener noticias de como seguían las cosas en “casa”. Pero cada vez las comunicaciones eran más técnicas y escuetas. Ya nadie le daba ánimos y él ya no se molestaba en manifestar la más mínima esperanza de obtener el más mínimo resultado en su periplo.
Recordaba el día en que había partido de su sistema natal. El consejo científico había insistido en enviar otra nave robotizada para la misión. Otra más. Pero él estaba seguro de que sólo si iba un individuo empático, con su pasión, fogosidad y entusiasmo característicos, y no una máquina, habría garantías de obtener buenos resultados. Y más en concreto si el comandante de la nave era él mismo.
Durante su infancia disfrutaba siguiendo las aventuras de ciencia ficción en las que unas naves espaciales iban, de estrella en estrella, o de planeta en planeta, contactando en cada capítulo con las más peculiares razas y civilizaciones. Y desde entonces su máximo anhelo había sido ser uno de aquellos tripulantes. Así que dedicó su vida académica y profesional a teorizar sobre civilizaciones alienígenas y a diseñar fórmulas matemáticas y físicas que seleccionaran los sistemas con más posibilidades de albergarlas.
Desde el inicio de los tiempos sus más remotos ancestros habían contemplado las estrellas preguntándose si había alguien allá arriba. Al principio sus antepasados habían llenado los cielos de dioses, de héroes y de toda clase de personajes mitológicos. Luego, conforme se desarrolló la civilización, habían creado toda clase de programas espaciales para detectar vida en otros mundos. Incluso se habían enviado diferentes mensajes de paz y amistad en diversos soportes físicos y energéticos, buscando una respuesta en el Universo. Y finalmente, en cuanto se desarrolló el salto espacial y se comenzaron a establecer las primeras colonias en otros mundos y en otros sistemas estelares, enviaron toda clase de naves robóticas intentado detectar la más mínima señal de vida inteligente en las estrellas más prometedoras. Sin resultado alguno.
Lo cierto es que a lo largo del desarrollo de la civilización y ahora que ya colonizaban un puñado de mundos y estrellas en un pequeño pero representativo sector de la galaxia, no habían tenido mensajes, ni noticias, ni señales de ninguna otra civilización alienígena. Y aquello había desatado las teorías más pesimistas sobre la existencia de vida inteligente.
Así que la mayoría de los científicos rescató del olvido aquella antigua paradoja, formulada en los primeros tiempos de la era espacial, que mostraba la aparente contradicción que había entre las estimaciones matemáticas que afirmaban que había una alta probabilidad de que existieran otras civilizaciones en la galaxia y la ausencia de evidencias de dichas civilizaciones. Y empezaron a considerar seriamente que estaban solos en el universo.
Hasta que algunos entusiastas consiguieron que se lanzara una última pero ambiciosa misión de exploración. Una misión que, como decían en aquellas aventuras de ciencia ficción de su infancia, consistiría en “la exploración de mundos desconocidos, el descubrimiento de nuevas formas de vida, de nuevas civilizaciones, hasta alcanzar lugares donde nadie había llegado jamás”. Y finalmente consiguió que la misión fuera tripulada y ser él el comandante.
Y allí estaba, solo en mitad de ninguna parte, tras haber recorrido miles de sistemas sin el menor resultado positivo y ya casi sin ninguna esperanza de conseguirlo.
Por eso cuando el ordenador lo despertó de su hibernación, una vez más, no tuvo ninguna prisa en arrastrarse hasta el cuadro de mandos para comprobar los sensores. Para colmo de desdichas, cuando finalmente lo hizo, observó que la actividad que había hecho saltar la alerta era tan sólo una emisión anómala de ondas de radio. Y es que una civilización que utilizara la radiofrecuencia como sistema de comunicación, o era muy primitiva, o era tremendamente extraña. A punto estuvo de desconectar la alerta y en volverse a su cubículo, pero cierta curiosidad infantil le hizo centrar los sensores en el lugar de origen de la emisión de radio y en dirigir el curso de la nave hacia allí. Y no pudo creer lo que descubrió.
Conforme se iba acercando a aquella estrella las ondas de radio se fueron transformando en mensajes claramente alienígenas, aunque de momento totalmente incomprensibles. Detectó el origen en uno solo de los planetas de aquel sistema al que rodeaba un enjambre de pequeños satélites artificiales de todo tipo. Contempló extasiado las señales lumínicas en el hemisferio nocturno del planeta, los signos inequívocos de producción industrial y de contaminación, e incluso pudo distinguir algunas estructuras claramente artificiales en su superficie. Y supo con absoluta certeza que por primera vez en su viaje, en su vida, y en la historia de su civilización, estaba visualizando y a punto de contactar con una cultura alienígena, muy primitiva eso sí, pero claramente inteligente y tecnológica. Pero sobre todo disfrutó de la belleza y de lo que iba a significar el descubrimiento de ese pequeño y diminuto planeta azul.
Pero, de pronto, algo sucedió en aquel mundo. Todos los sistemas de alarma del cuadro de mandos empezaron a destellar y a avisar de que algo andaba realmente mal. Porque primero en media docena de lugares aislados de su superficie surgieron, como flores ardientes, explosiones termonucleares de diversas potencias. Al poco tiempo estas explosiones se fueron multiplicando en una progresión exponencial, hasta acabar cubriendo y barriendo toda la extensión terrestre e incluso gran parte de la marítima de aquel mundo.
Cuando terminaron de producirse las detonaciones los instrumentos de la nave señalaron una elevación de la radioactividad hasta niveles absurdamente altos, pero fueron incapaces de detectar nada que no fuera muerte, destrucción y desolación. Ni el más mínimo rastro de civilización, ni de actividad inteligente, ni aún el más mínimo indicio de vida misma.
En apenas unas unidades de tiempo astronómico había sido testigo de la más triste y sorprendente auto aniquilación que pudiera imaginarse, y con ella habían sucumbido sus sueños infantiles y la esperanza de contactar con una especie y con una cultura diferente a la suya. Los sentimientos de pérdida y desesperación nublaron su mente. Comprendió apesadumbrado que ya nadie sabría cómo pensaban aquellos extraños seres que se habían inmolado ante sus ojos de una manera tan brusca como absurda, ya nadie sabría que les preocupaba, que era lo que amaban o lo que odiaban, cuáles eran sus anhelos o sus temores, cuáles habían sido sus conflictos internos o sus ideas filosóficas.
Y ya nadie sabría que esos seres llamaban Sol a su estrella, Madre Tierra a su planeta ni que, en un alarde de soberbia, se llamaban a sí mismos Homo sapiens, los hombres sabios.
Publicada por Balder
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