“Es verdad que si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco”.
Tchaikovsky
La
música es un magnífico catalizador de las emociones. Con la música reímos,
amamos, rezamos, nos exaltamos… y también lloramos.
Desde
la más remota antigüedad, (tanto según los documentos históricos como los
descubrimientos arqueológicos), la música ha constituido un elemento
fundamental para la transmisión de las emociones y ha tenido una presencia
enormemente significativa en gran parte de las culturas humanas, (si no en
todas).
Y de
todas las emociones humanas, la tristeza es una de las que más hemos acompañado
con toda clase de melodías. Melodías para expresarla y trasmitirla, para
compartirla, y sobre todo para aplacarla. Porque la música desahoga, consuela,
cura y nos ayuda a sobrellevar la tristeza.
Una de
las cosas que más cabrearon a los conspiranoicos y negacionistas, durante el
confinamiento, fue que los jóvenes sanitarios colgaran vídeos en TikTok y en
las redes cantando y bailando. Pero independientemente de lo oportunos o
adecuados que fueran esos vídeos en esos momentos, lo cierto es que, como hemos
referido, a través de toda la historia de la humanidad, las personas siempre
han desahogado sus frustraciones, sus miedos y sus angustias, con música. Y eso
era lo único que hacían esos jóvenes que se enfrentaban, cada día, al dolor, a
la muerte y a la desesperación de no tener los recursos suficientes con que
combatirlos.
Por
otra parte, un amigo mío, que ahora está pasando por un momento especialmente
duro, me comentaba recientemente: “Nunca hubiese imaginado que cantaría en
estas circunstancias. Pero en realidad es lo que ha hecho la humanidad siempre
ante la adversidad, la injusticia o la miseria: juntarse, cantarse, beber (si
había) y reír juntos. Y al día siguiente, seguir adelante”.
Y así
ha sido desde que tenemos memoria. Las melodías y las canciones han constituido,
desde siempre, la banda sonora de los sentimientos de la humanidad y la forma
en la que las personas han descargado el peso de sus emociones. Y especialmente
han supuesto la expresión y la catarsis de la tristeza y de la aflicción.
Desde
los lamentos funerarios en Egipto, pasando por las elegías de la Grecia clásica
o los Salmos de dolor y exilio de la Biblia, los Blues, el Soul y los
espirituales negros, las jotas de los jornaleros, hasta llegar a las baladas
modernas que expresan el desamor, la soledad y las contradicciones del ser
humano, siempre ha habido melodías que han explorado la tristeza en todas sus
formas. Melodías que además de ser expresiones del dolor, eran puentes hacia lo
trascendental, modos de comunicarse con la eternidad, formas de recordar e inmortalizar
a los seres queridos y, sobre todo, consuelo y alivio para los que las
entonaban.
Además,
todas esas canciones y músicas, eran mucho más efectivas cuando se entonaban en
grupo. Pues estas composiciones, lejos de ser tan sólo una expresión del dolor
individual, actuaban como puentes entre las personas, convirtiendo la pena en
una experiencia compartida y donde ese acto de comunión del dolor se transformaba
en fuerza y consuelo para afrontarlo. El canto en grupo trasciende barreras
culturales, sociales y hasta lingüísticas y transforma el dolor en esperanza o
al menos genera alivio y serenidad.
Así, todas
estas músicas, aunque sean la expresión de un grito desgarrador, aunque muestren
el más oscuro momento de nuestras vidas, aunque nos hagan llorar, son un
bálsamo y una terapia para la tristeza.
Pero es
que además en los momentos de profundo pesar, también somos capaces y
necesitamos expresar toda otra serie de cantos de esperanza, de jovialidad, e
incluso, paradójicamente, de alegre euforia, que, aunque no solucionen el
problema, nos solazan el espíritu y nos ayudan a sobrellevar la aflicción. Ya
lo manifiesta hasta el refranero popular español con aquello de “quien canta su
mal espanta”.
Por si
esto no fuera suficiente argumento, recientes estudios científicos afirman que
la música influye favorablemente en la depresión de las personas, incluso en los
casos reactivos a los tratamientos farmacológicos. Y no depende del tono de la
música (triste o alegre), sino de la afinidad personal con las canciones
elegidas.
Así que,
por muy mal que nos vayan las cosas, por mucho que la vida nos ponga duras
pruebas por delante que entristezcan nuestro espíritu, no temamos cantar, de
forma plácida, anhelante, exultante o desgarrada, y pongamos en ello toda nuestra alma
cansada y herida, que ella nos lo agradecerá sobremanera, (aunque quizá
nuestros vecinos no lo hagan tanto).
Publicado por Balder
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