domingo, 16 de junio de 2024

El verano que nunca llegó

 

No recordaba haber tenido nunca vacaciones en verano. De niño, en los periodos en los que no tenía que asistir al colegio, debía ayudar a sus padres en el campo, al igual que muchos de sus compañeros de estudios. Cuando finalmente consiguió ir a la Universidad, dedicaba las vacaciones estivales a recoger fruta, a vendimiar, o a realizar cualquier trabajo de verano con el que completar las magras becas recibidas. Que, al menos en su época, las ayudas estatales al estudio nunca fueron especialmente pródigas. Y con el comienzo del nuevo curso escuchaba historias de fiestas nocturnas, de canciones en hogueras junto a la playa y de amores de verano.

Tras conseguir su flamante título universitario, logró incorporarse al mercado laboral en su nueva profesión. Pero los veranos eran la época de mayor actividad y de más carga de trabajo. Así que, o bien disfrutaba de las vacaciones en invierno, o directamente las cobraba para mejorar la economía de su nueva familia. Su mujer nunca protestó por tener que irse ella sola con los críos al pueblo, pero en secreto soñaba con aquel viaje que nunca pudieron realizar juntos a exóticos lugares de palmeras, pirámides y tumbas milenarias. Ni siquiera pudieron disfrutar de una luna de miel decente, al no disponer de días libres tras la boda. Él la veía ajarse con los años, perder el brillo y la sonrisa de sus ojos, y se juraba que al próximo verano, o al siguiente todo lo más, realizarían el ansiado periplo.

Los años fueron pasando, su actividad laboral dejó de ser tan febril y la vida se fue asentando. No había deudas que pagar, los hijos habían crecido y se habían establecido fuera de casa y no había urgencias ni nubarrones en el horizonte cotidiano. Así que por fin pudo preparar y organizar ese viaje que tanto ansiaba su mujer. Pero entonces vino la pandemia y el confinamiento y tuvieron que anularlo todo.

Finalmente llegó esa sorpresiva enfermedad que acabó postrándolo y consumiéndolo, y ya no hubo opción ni de viajes, ni de vacaciones, ni de nada más.

En las largas horas que permaneció yacente en la cama, por primera vez en su vida, tuvo mucho tiempo para reflexionar. Y pensó en todos aquellos veranos pasados que realmente nunca disfrutó. Y aunque dicen que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió, la verdad es que no era envidia lo que sentía por esa vida que nunca tuvo. Más que desazón o resquemor, lo que más sentía era curiosidad. Curiosidad por esos veranos que nunca llegaron ni pudieron ser.

Y cuando finalmente lo sedaron, rodeado de todos los suyos, su mente, liberada de las ataduras físicas y de las obligaciones de años de trabajo, se regodeó en la contemplación de un hermoso amanecer sobre el mar. Podía escuchar las canciones y las alegres conversaciones de sus compañeros de universidad que bebían y reían a su lado en torno a una hoguera, en aquella playa, tras una larga y divertida noche junto al rompiente de las olas. Y el cantaba y bebía con ellos.

La brisa le acariciaba el rostro y al girarse vio como sus hijos, todavía niños, construían castillos con cubos y palas. Él les ayudaba a levantar muros de arena que se desmoronaban, entre alborozadas risas infantiles, al chocar contra ellos las suaves olas del mar. Una gaviota pasó volando cerca y, lanzando un graznido, atrajo su atención e hizo que la siguiera con la mirada hasta que se perdió sobrevolando aquella enorme pirámide que se alzaba majestuosa a su espalda.

Y entonces la vio venir hacia él desde la base de aquella construcción milenaria. Joven hermosa y radiante, como el primer día que la conoció. Contempló sus ojos brillantes, curiosos y alegres, como siempre habrían debido de ser, y sintió como los suyos se humedecían de felicidad. Observó su sonrisa fresca y cristalina. No pudo contenerse más, la estrechó contra su pecho y la besó. Cerró los ojos, y antes de que la muerte lo envolviera en una cálida y profunda oscuridad, acertó a pensar que ese era el mejor verano que nunca nadie hubiera podido desear.


Publicado por Balder

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