Las contracciones eran cada vez más
frecuentes. Con cada una de ellas sentía una ola de dolor que la partía por la
mitad. Pero, a pesar de ello, lo que más le angustiaba era pensar que no estaba
preparada.
Aquellos
nueve meses habían pasado demasiado rápidos, y creía que no había tenido tiempo
para aprender lo mínimo imprescindible para ser… eso, una madre.
Y
la expresión de congoja bobalicona en la cara de su pareja no la tranquilizaba
lo más mínimo, ni le ofrecía ninguna confianza de que fuera a ofrecerle el
apoyo necesario para lo que se les venía encima.
Faltaba
poco tiempo para que le colocaran encima un bebé al que tendría que cuidar,
proteger, enseñar y alimentar, tal como estaban las cosas, durante los próximos
treinta o cuarenta años. Y no, no se sentía preparada.
Porque
¿cómo iba a ser capaz de cuidar a una criaturita indefensa que además no sabría
comunicarse? ¿Cómo adivinaría que era lo que necesitaba o por qué lloraba? ¿De
dónde iba a sacar ella esos conocimientos arcanos que parecían tener todas las
madres para consolar a un niño? ¿Cómo saber si lo que tenía que hacer era darle
de comer, limpiarle el culete o cantarle el “cura sana culito de rana”? O ya
puestos ¿cómo aplicar correctamente la saliva y los besos de madre en toda
clase de lesiones infantiles? Y lo más importante, quién, cómo y dónde le
otorgarían los superpoderes que toda buena madre poseía y que lo mismo le
permitían saber todas esas cosas, que adivinar de dónde venía el hijo a las
tres de la madrugada, con quién había estado e incluso la cantidad de alcohol
que había ingerido.
Otra
contracción le cortó la respiración y aquellos pensamientos disparatados. Y al
observar la mirada de su pareja, con esa expresión mezcla de estulticia y
pánico, le entraron ganas de agarrarlo por salva sea la parte para así
compartir el dolor o al menos desahogarse del suyo.
En
cuanto la contracción fue disminuyendo, volvió a sus cavilaciones angustiosas
cayendo en la cuenta de que tampoco sabía cuándo había que reprender o castigar
a un hijo, sin pasarse ni quedarse corta. Y que desconocía quién podía
enseñarle a manejar una zapatilla teledirigida con la precisión de su difunta
abuela, capaz de acertarle a cualquiera, aunque se escondiera a la vuelta de
una esquina.
Y
ya puestos, tampoco se veía capaz de enseñarle a su futuro hijo las cosas
fundamentales de la vida. Tanto más cuando ella misma no las tenía claras del
todo. Dónde encontraría la inspiración para sentenciar, en el momento preciso,
con frases míticas del tipo “abrígate y tápate la boca”, “bébete el zumo antes
de que se le vayan las vitaminas”, “cómo te caigas, vas a cobrar” y la más
importante y contundente “no me pises lo fregao”.
Sí,
estaba delirando. Sería el dolor y la borrachera causada por las hormonas y los
analgésicos.
La
matrona la exploró y le dijo que ya estaba a punto y que enseguida iba a sentir ganas de empujar. El
pánico a la incertidumbre del futuro se vio superado por el miedo al dolor y al
inminente momento culminante del parto.
Entre
los delirios provocados por la adrenalina, la oxitocina, la maternina, o como
coño se llamaran las hormonas que la invadían, le cruzó por la mente un último
pensamiento disparatado. Dónde encontraría la sabiduría, que al parecer tenían
todas las madres, para saber la ubicación o ser capaz de encontrar cualquier
cosa y así poder mantener diálogos del tipo:
-
“¿Dónde está (lo que fuera)?
-
En su sitio
-
Pues no lo encuentro.
-
¡Cómo vaya yo y lo encuentre, te vas a enterar!”
Al
menos acertó a pensar que siempre podría terminar una conversación con la
consabida “¡porque soy tu madre y punto!” Y con ese pensamiento, algo más
reconfortante, se dejó llevar por el dolor, por la necesidad urgente de empujar y por
todos los acontecimientos que se precipitaron, dejó de pensar y se concentró en
seguir un instinto ancestral. Y la naturaleza y los sanitarios hicieron el
resto.
Las
siguientes horas estuvieron envueltas en una especie de bruma en la que solo
fue capaz de percibir aquel cuerpecito sobre su pecho, aquella piel sonrosadita
y aquel olor que se le antojó el más agradable que hubiera percibido jamás.
Más tarde tuvo que ver pasar por su cuarto a toda una serie de amigos y familiares,
supuestamente para darle la enhorabuena y acompañarla, cuando lo único que
quería era acurrucarse con su bebé y dormir. Tuvo que soportar toda clase de
miradas indiscretas (supuestamente cariñosas), presencias molestas (de personas
que veía de Pascuas a Ramos) y consejos y sentencias innecesarias como “yo no
le daría el pecho, el biberón es mucho más higiénico y cómodo”, “tienes una
cara de cansancio horrible, ya te cojo un ratito al bebé”, y la puntilla de
todas “preparaos a no dormir nunca más”.
Cuando
terminó la hora de visitas y se largó todo el mundo, cuando aquella bolita
sonrosada dejó de llorar y se quedó dormida, y mientras contemplaba al memo de
su pareja durmiendo a pierna suelta frente a su cama, que estaría agotado de no
haber hecho nada. Sola, impotente y en silencio, se echó a llorar. No iba a ser
capaz de ser madre. Aunque, estrictamente hablando, ya lo fuera.
Y
entonces, con la ensoñación, entró ella. Era una señora mayor, sonriente, con
la misma cara de su madre y el mismo porte de su abuela. Se acercó a la cama y,
tras dirigirle una tierna mirada al bebé, le dijo, “apúrate hija, que no llegas
y ya empiezan las clases”.
-
¿Las clases? - Acertó a preguntar.
-
Claro, el curso avanzado para ser madre. ¿O cómo crees que aprendimos todas? No
te preocupes, yo me encargo de tu familia mientras duren las clases. Además hoy el tema es muy interesante: “Ni peros ni peras, o como generar argumentos
convincentes cambiando el género de la última palabra”.
Miró
a la mujer y sonrió. Estaba salvada.
Dedicado
a todas las madres. A las biológicas y a las de corazón. A las que lo son, a las que lo fueron y a las que lo serán.
Estén donde estén.
Publicado
por Balder
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