Quizá no había sido buena idea desviarse del camino. Pero claro, Joli le había metido en la
cabeza la leyenda en torno al castro de la doncella y no se había resistido a
intentar encontrarlo.
La historia se
la había contado en aquella última cena en Santiago. En aquella alegre y
melancólica jornada en la que estaban a un tiempo joviales y nostálgicos.
Habían concluido
el camino de Santiago y estaban celebrándolo al calor de una queimada. Pero al
mismo tiempo era una cena de despedida. Al día siguiente el grupo de amigos, que
se había ido creando en las jornadas de marcha, se separaría, tal vez para siempre. Martin y Yuan volverían a sus hogares y a sus países respectivos,
Andrés y Joli permanecerían algún día más en Santiago visitando la ciudad,
mientras que él proseguiría el viejo camino hacia Finisterre, como decían que
hacían los antiguos peregrinos celtas.
Así que aquella
noche de celebración no dejaba de tener un cierto aire de tristeza. Al menos
hasta que empezaron con las leyendas. La idea había surgido de Andrés, como no
podía ser de otra manera, al rememorar las historias de los antiguos peregrinos que continuaban su andadura hasta el fin del mundo. Y cada uno contó
alguna historia que recordaba, más o menos legendaria, sobre Galicia y sobre el
Camino. Hablaron de Meigas, de la Santa Compaña, del Apóstol y de su caballo
blanco, de Mouros, de Lamias y de Lobisomes. Y Joli les contó la leyenda del
castro perdido y de la doncella que se aparecía noche tras noche esperando que
alguien la rescatara. Y ahora allí estaba él, en medio de aquella arboleda, tan
alejado de su camino original como la doncella de su rescate, y tan perdido
como el castro de la historia.
Y pese a no
querer hacerlo no podía dejar de recordar aquella última cena en Santiago de
apenas hacía un par de jornadas. Y no precisamente por la mullida cama en la
que durmió después. Aquel bosque, que cada vez se le antojaba más lóbrego, le hacía
recordar todas aquellas tétricas historias que habían rememorado en aquella
sobremesa. Sobre todo la que finalmente les contó Martin y que curiosamente, de
todas las leyendas que se relataron en aquella noche, era la que más le había
impresionado. La historia del Vákner. Quizá fuera porque era la única historia
que nunca había escuchado, o porque era la más incompleta y la que menos datos
daba sobre el ser legendario. Y es que ya se sabe, la incertidumbre y el
misterio dan alas a la imaginación y a la curiosidad. El caso es que, según les
explicó Martin, el primero que había mencionado a la citada bestia fue un
obispo armenio que peregrinó a Compostela, y posteriormente a Finisterre, hacia
finales del siglo XV, y que hablaba del Vákner como de un “animal salvaje,
grande y muy dañino”, capaz de detener hasta compañías de veinte personas.
Luego, la imaginación popular y los investigadores habían creído ver en el
referido monstruo desde un toro bravo a un lobisome, pasando por algún tipo de
dragón, o por el fáfner de las mitologías nórdicas. Fuera lo que fuera aquel
extraño ser, el caso es que ese no era el mejor momento para recordarlo, ahora
que cruzaba las tierras donde supuestamente el obispo armenio se había
encontrado con el referido engendro. Pero ya se sabe, como decían en aquel
programa de humor, “la cabeza no para”.
Hacía varias
horas que se había desviado de su ruta intentando encontrar el castro de la
leyenda, siguiendo las imprecisas referencias que le había dado Joli. Pero luego
la niebla lo había cubierto todo y acabó por perderse sin conseguir encontrar aquellas malditas ruinas. Y ahora ni siquiera estaba seguro de hallarse en el sendero correcto.
Y allí se
encontraba, en medio de aquella arboleda neblinosa, intentando reencontrar el
camino de vuelta hacia su ruta original, o al menos algún lugar habitado donde
pasar la noche, que ya no tardaría en caer. Para colmo de males el móvil hacía
rato que no tenía cobertura, con lo que había dejado de tener activos el GPS y
el Google maps.
El bosque cada
vez era más cerrado y la niebla más espesa. Aún no había anochecido y la luna
llena ya debería de haber salido, pero el ambiente era cada vez más lóbrego con todo aquel ramaje y la boira que lo envolvía todo, desde las raíces a las
copas de los árboles.
El frío empezaba
a calarle hasta los huesos. Y el tenebroso bosque, con los jirones de niebla,
hacía rato que le resultaba tétrico y siniestro. Si no encontraba pronto el
camino correcto o alguna vivienda tendría que dormir a la intemperie, lo que
era una opción que no le hacía ninguna gracia.
Y caminando por
aquella umbría, mientras el sol poniente lanzaba sus últimos rayos, apenas
visibles entre la maleza y la niebla, fue cuando sintió, más que escuchó, una
presencia reptante a sus espaldas. Giró el rostro instintivamente, pero si
apenas podía distinguir los árboles entre la bruma, mal podía vislumbrar algo
más en aquella penumbra. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Se dirigió
apresuradamente hacia donde creía percibir algo de claridad entre la maleza.
Tampoco podía acelerar demasiado el paso, pues un tropezón podía dejarlo tirado e
indefenso en el suelo, y eso tampoco era lo que más le apetecía.
Sin detenerse
sacó la linterna de la mochila y encendiéndola iluminó la senda a sus pies, no
sin antes alumbrar un instante a su espalda, hacia donde creía haber sentido
aquella presencia indefinida. Pero lo único que pudo entrever fue la húmeda
maleza en torno suyo.
La luz le dio
una cierta seguridad, pero no podía dejar de sentir como si algo o alguien lo
siguiera y lo acechara. De vez en cuando alumbraba hacia donde creía
percibirlo, pero apenas lograba atravesar unos metros de aquella oscuridad en la que no conseguía distinguir nada. Aunque en ocasiones le parecía que un poco más allá
del haz de luz algo aguardaba en las tinieblas.
Afortunadamente,
el bosque comenzó a clarear, y el sendero lo llevó a un terreno más despejado,
lo que junto con el hecho de que la niebla empezaba a deshacerse en jirones, le
permitió distinguir la luna y las estrellas, y con ello tener algo más de
luminosidad para sus ojos y de tranquilidad para su mente. Al fondo del valle,
un poco a la izquierda del camino, creyó percibir un tenue resplandor, que
obviamente no era natural, en lo que parecía algún tipo de construcción, al
tiempo que oyó el tañido de la campana de una capilla.
Pero entonces,
cuando ya se creía a salvo, entre los últimos árboles del bosque recientemente
abandonado, escuchó claramente el crujir de unas ramas junto con un sonido
sibilante, casi chirriante y anhelante, que le heló la sangre. No le cupo
ninguna duda de que realmente alguna tétrica criatura lo estaba persiguiendo y
acosando.
Aceleró el paso
hacia la débil luz y hacia el tañido de la campana y volvió a escuchar el
movimiento, cada vez más veloz, de aquella criatura, aproximándosele.
Sin atreverse a
volver el rostro se desprendió de la mochila y corrió como alma que lleva el
diablo sin apenas fijarse en donde apoyaba los pies. Oía y sentía tras de sí el galope
cadencioso de aquel ser, cada vez más cercano, junto con su respiración fétida y
jadeante. En un momento determinado incluso creyó escuchar el ruido de un
salto. Por intuición cambio ligeramente de dirección y sintió una dentellada a
apenas un par de centímetros de su oreja izquierda. Instintivamente arrojó la
linterna hacia el crujido cercano, sin pararse a comprobar si le había acertado
y si con ello le había enlentecido de alguna manera. La angustia puso alas en
sus pies y, sin saber de dónde sacaba fuerzas, logró acelerar aún más su
carrera hacia el débil resplandor y hacia el tañido de la campana. Vio la
puerta metálica enrejada en aquel muro y sobre ella la tenue luz que lo guiaba
y se lanzó hacia ella, sin pensar que haría si la encontraba cerrada. Se arrojó
sobre los batientes del portón que cedieron ante su impulso y se abrieron de
par en par. Trastabilló, rodó dentro del recinto y quedó tendido en el suelo
mirando hacia la entrada que acababa de atravesar. Las hojas de la puerta se habían abierto
de golpe, pero por el impulso habían vuelto a cerrarse dejando apenas una
rendija entreabierta. Comprobó que seguía al aire libre. El muro no formaba
parte de las paredes de ningún edificio, sino tan solo circunscribía un terreno
vallado. Y vio sobre la entrada que acababa de traspasar un arco y sobre él una
cruz de piedra recortada contra el cielo estrellado. Percibió la trémula luz a
su espalda y la campana cadenciosa que seguía sonando, e instintivamente, de espaldas, así tal como se encontraba,
se arrastró lo más deprisa que pudo alejándose de la apertura. Y entonces lo
vio por primera vez. O creyó vislumbrarlo en la oscuridad. La hoja de la puerta
se entreabrió un poco más y dejó ver unos ojos maliciosos y una sonrisa dentada
que brillaba en las tinieblas. Pero por alguna razón aquel ser no pudo o no
quiso entrar en el recinto y se quedó mirándolo ladinamente desde el umbral. No
se fio y siguió alejándose como pudo pero sin poder apartar la mirada de
aquellos ojos malignos que lo atravesaban con odio. Mientras retrocedía arrastrándose
descubrió ciertos elementos que le hicieron comprender donde se había metido. A
derecha e izquierda se alzaban cruces de diferentes tamaños y formas y alguna
que otra lápida, apenas iluminadas por el rielar de la luna llena y por las
velas que percibía se hallaban a su espalda. Estaba en un camposanto. Al fin y
al cabo un lugar sagrado. Y si la leyenda decía que los monstruos diabólicos no
podían pisar la tierra sagrada, quizá tampoco lo pudiera hacer el engendro que
lo perseguía. Pero lo que percibió entonces no solo no le tranquilizó, sino que
le perturbo aún más si aquello era posible. La mirada de odio de aquel ser se
fue transmutando en maliciosa y le pareció por momentos que aquellos dientes
le sonreían burlonamente. Al menos no parecía tener la más mínima intención de
atravesar la puerta. Consiguió incorporarse sin poder apartar los ojos de
aquella mirada malévola y siniestra. Entonces escuchó, además de la campana
cadenciosa, una especie de rezo a sus espaldas. Y se giró pensando en encontrar
la anhelada ayuda en algún grupo de personas que estuvieran celebrando algún
funeral u otra ceremonia religiosa, aunque no fuera una hora muy propicia para
hacerlo. Pero al girarse sintió que le flaqueaban las piernas y que se le
helaba el alma, al tiempo que oía una risa siniestra a sus espaldas, en la entrada, donde se hallaba el Vákner. Porque lo que vio, al darse la vuelta, fue una
comitiva de sudarios oscuros que llevaban enormes velones negros y que se
mantenían en pie sin que se vieran los rostros ni los miembros de los seres que
los portaban. La campana sonó lúgubre una vez más, y un profundo olor a cera y
podredumbre le llenó las fosas nasales cuando contempló como toda la
comitiva fantasmal se dirigía, lenta e inexorablemente, hacia él. Y comprendió de
golpe que, en los tiempos que corren, a los monstruos, como a los lobos, no les
quedaba otra que cazar en manada.
Publicado por Balder
No hay comentarios:
Publicar un comentario