domingo, 29 de octubre de 2023

Semblanzas IV. Todos los Santos.

          Mi abuelo no era supersticioso, pero permanecía fiel a unas cuantas creencias profundamente arraigadas en su interior. Una vez el padre Damián y él discutieron acaloradamente por los collares de zorchos, eso solo son estúpidas supersticiones”, decía el padre Damián con la cara congestionada y el cuello tan hinchado que parecía a punto de explotar. Mi abuelo sin perder la calma pero imponiendo su profunda voz por encima de la del acalorado sacerdote contestó: pero vamos a ver, ¿qué daño le puede hacer a un niño rezar por las ánimas del purgatorio?” Por lo que pudiera ser y desde entonces, cada vez que arrancaba una castaña de mi collar y se encontraba cerca el padre Damián yo decía en voz lo suficientemente alta como para que pudiese oírme: un Padre Nuestro por las ánimas benditas del purgatorio.
          A mí quien me gustaba de verdad que viniese era el padre Manuel. 
          El padre Manuel era un jesuita gigante desde la perspectiva de mis años infantiles, de manazas enormes y piel morena curtida por el sol. Acudió como misionero a ayudar en las escuelas de los pueblos cercanos cuando su sobrina, doña Margarita, cogió unas fiebres tifoideas que la mantuvieron postrada durante meses. Enseguida entabló amistad con mosén Donato y el abuelo, con quienes compartía interminables tertulias al calor del hogar, largas caminatas por el monte y los acantilados y visitas inesperadas a las casas de los vecinos más pobres; no era raro encontrarlo con el hábito extrañamente remangado mientras partía leña con aquellos brazos torunos de fuerza descomunal para cualquier vecino que lo necesitase y no pudiese partirla por sí mismo. Tío Pedro, le decía a mi abuelo, me voy a cortar unos troncos que hay necesidad” y mi abuelo asentía mientras liaba un cigarrillo de picadura bajo el roblón del patio viejo. 
          Cuando comenzó la guerra el padre Manuel desapareció de la noche a la mañana y no faltó quien dijo por el pueblo que lo habían fusilado los rojos en la cuesta de las higueras por curita” o todo lo contrario, que fueron los propios falangistas los que lo ajusticiaron por traidor. Lo cierto es que dos años después de la marcha de mosén Donato don Manuel apareció por casa la noche de Todos los Santos, envuelto en su hábito negro y cubierto con un pachuzo más negro aún, hizo gritar de terror a mi madre y a las tías cuando lo vieron asomar por la galería del salón. 
          Si los adultos lo supieron alguna vez los niños nunca llegamos a descubrir que fue de su vida durante aquellos años. Traía noticias recientes de mosén Donato que ahora llevaba una pequeña parroquia en la Jacetania, a suficiente distancia de Francia como para no poder escapar por la frontera y lo suficientemente cerca de la Guardia Civil como para no poder escapar de su vigilancia. 
          Desde entonces acudía puntualmente cada noche de Todos los Santos y se quedaba a pasar unos días en casa de su sobrina, doña Margarita, aunque pasaba gran parte de su tiempo con nosotros.
          Le gustaba labrar calabazas y siempre escogía la más grande porque aquellas enormes manos le impedían limpiar adecuadamente una de tamaño normal. Les dibujaba rostros terroríficos que hacían las delicias de todos los niños de la casa y después se metía en la cocina donde elaboraba deliciosas cremas dulces con lo que extraíamos de su interior. 
Nada se desperdicia sentenciaba con su voz de barítono, tan parecida a la de mosén Donato y tan diferente a la de don Damián, que llegué a pensar que para ser un buen religioso había que ser un cantante de ópera excepcional. El padre Manuel sonreía con frecuencia y lo hacía continuamente mientras preparábamos las calabazas y las hileras de zorchos para elaborar los collares de castañas. 
          Contaba historias de terror como nadie a la luz del fuego y tan natural como era, entre castañas, risas e historias intercalaba oraciones que todos acompañábamos sin rechistar. Esta por mi padre que era un gran hombre”, decía y un rato después por vuestra abuela que me quería aunque la asustara; hasta que cuando nos dábamos cuenta no quedaba un familiar suyo ni nuestro al que encomendar en aquella noche especial. 
          No se fíe usted don Pedro. Oí como le decía el padre Damián al abuelo, que a los jesuitas los carga el diablo. Yo no sabía a qué se refería con esa frase que tanto me chocó, pero desde entonces no puedo dejar de imaginarme al padre Manuel como una gran escopeta de caza a la que harían falta más de un diablo y más de dos para cargar de munición y un ciento de hombres bien grandes para llegarla a disparar. 
          Ambos, el sacerdote y el jesuita, discutían sin parar; de tradiciones, de supersticiones, de creencias y descreencias y de qué se yo cuantas cosas más. Acalorado y sudoroso el padre Damián y chinchorrudo y algo burlón el padre Manuel. Hasta tal punto se lanzaban pullas que un día llegué a preguntarle al abuelo si profesaban la misma religión. La mismita me dijo entre risas, la misma mismísima, aunque a veces parece que ellos no lo saben, menos mal que el que sí lo sabe es Nuestro Señor
          Mi abuelo, como siempre, tenía razón y años después cuando un treinta y uno de octubre se marchó (solía decir con sorna que ese era el mejor día del año para morir porque solo te tocaban unas horas de purgatorio hasta que se abrieran de par en par las puertas del cielo y te dejarán entrar), los vi llorar a los tres por primera vez en mi vida, a los pies de su cama, mosén Donato, el padre Manuel y don Damián. Esa noche los tres bajaron a la cocina de casa, tallaron una calabaza, enhebraron un collar de zorchos y los colocaron en la ventana del cuarto donde instalamos la capilla ardiente del abuelo; después rezaron con nosotros, todos juntos, para pedirle que cada noche de Todos los Santos recordará regresar.

Publicado por Farela.

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