domingo, 13 de octubre de 2024

Cansado de encender lamparillas

Estoy cansado. Cansado del dolor. Cansado de ver sufrir a las personas, a los pacientes que me toca consolar y a sus familiares.

Hace años que sé que la mayoría de los médicos no salvamos vidas sino muy de tarde en tarde. Que, en muchas ocasiones, ni tan siquiera curamos enfermedades, y que tan solo aliviamos síntomas y ayudamos a cronificar procesos hasta que, en el mejor de los casos, el propio organismo del paciente logra curarlos. Así que, en la mayoría de los casos, no nos queda otra cosa que consolar y acompañar.

Y es muy duro. Es muy duro acompañar en el dolor y consolar lo inconsolable. Sobre todo si uno se implica mínimamente o si siente algo de empatía por los pacientes.

A veces envidio a aquellos compañeros que consiguen mantener las distancias. Porque yo no consigo evitar sentir el dolor de los demás. Me duele ver a una embarazada llorar porque ha muerto el hijo que porta en su vientre, sobre todo si es cerca del final del embarazo. Ver tantos meses de ilusiones derrumbarse en un llanto inconsolable. Me duele decirle a una gestante que su hijo tiene una malformación o una enfermedad que le impedirá tener una vida normal, o incluso sobrevivir. O decirle a una familia que su madre, su hermana o su hija, tiene un pronóstico nefasto. E incluso me duele el contarle a una persona que lo que tiene, aunque no sea especialmente grave, va a amargarle el resto de su existencia.

Supongo que me hago mayor, pero cada vez me cuesta más.

Nunca he entendido el porqué del dolor en los seres humanos. Sobre todo el dolor inútil. Ya sea el dolor de la enfermedad, el de los cuidadores, o el del cansancio por soportar el dolor de los demás.

Hace años llegó hasta mí la historia de los médicos chinos y sus lamparillas. Según parece, los médicos de la antigua China estaban obligados a poner en su puerta una lamparilla por cada uno de sus pacientes que había muerto. Así que, conforme pasaban los años, más lamparillas iluminaban sus puertas.

Y todos los médicos tenemos lamparillas encendidas, aunque sea en nuestra memoria y en nuestra mente. O al menos todos deberíamos tenerlas. Todos recordamos pacientes que hemos perdido y que por alguna u otra causa nos han impresionado. Esas son nuestras lamparillas. Lamparillas pequeñas, infantiles e incluso nonatas. Lamparillas que estaban llegando al final de sus años. Lamparillas jóvenes que nos hicieron ser conscientes de nuestras limitaciones. Y el recuerdo de todas ellas, si tenemos un mínimo de humanidad, nos duele. Luego, la forma en que cada uno lleva ese dolor varía. Pero no podemos dejar de recordar alguna, si no todas esas lamparillas.

Y a algunos cada vez nos pesan más. Nos pesa la impotencia por no haber podido impedir que se encendieran. Nos duele el dolor que las acompañó, y nos duele su recuerdo sin más.

Así que supongo que estoy mayor, pero cada vez me duele más el dolor inútil. El dolor que rompe el alma. El que se acompaña de esos llantos desesperados, o silenciosos, o desconsolados, o sean como sean, pero que te desgarran el ánimo, y que en la mayor parte de las ocasiones no puedes hacer otra cosa que acompañar.



Publicado por Balder


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