domingo, 28 de agosto de 2022

El mar Mediterráneo

          Recuerdo la primera vez que lo vi. O creo recordarlo. La memoria en más ocasiones de las que nos gustaría es engañosa y se deforma, se recrea o se autoinventa para contentar a nuestra mente.

          El caso es que yo debía de tener unos ocho o nueve años. El día era desapacible y me hallaba en la Costa Brava, allá por el Ampurdán. Recuerdo las olas batir contra las rocas y al mar rugiente mostrando su poder contenido en cada embate. Apenas insinuando la furia y la fuerza que pudiera llegar a desatar. Y recuerdo mi primer pensamiento: “Así que esto es el mar”. Y es que, aunque tanto mis antepasados como yo mismo somos más de puerto de montaña, el mar ha formado parte de nuestra herencia ancestral y de nuestra mitología. Siempre ha sido una entidad hermosa y temible, poderosa y terrible, cual un dios olímpico que siempre ha formado parte de nuestro acervo cultural. Y me acordé de Ulises, de su periplo de diez años cruzando sus aguas, y cuyas aventuras acababa de leer en una versión para niños, y me entró la duda de si el héroe no estaría demorando a posta su regreso tan solo por el placer de no abandonar las negras olas y las salpicaduras saladas en el rostro.

          Nunca he tenido el afán de ser marino. Siempre he preferido una montura a una embarcación. Supongo que será que, al menos en esto, la sangre celta puede más que la ibera. Pero desde entonces no he podido dejar de sentir el Mediterráneo como algo mío y no he dejado de añorarlo en la distancia. Y entiendo perfectamente porque los romanos le llamaban Mare Nostrum. Y cuando me ha tocado navegarlo lo he disfrutado y me ha proporcionado experiencias inolvidables e imposibles de disfrutar de otra manera. Como fue el contemplar por primera vez el Vesubio surgiendo entre la bruma del amanecer, mientras entrabamos costeando en la bahía de Nápoles; o cruzar los Dardanelos, viendo Asia a un lado, al otro Europa y allá en nuestra frente Santa Sofía y la Mezquita Azul.

          Luego recuerdo veranos en sus playas, o bañándome en sus aguas tibias, o escuchando, disimulado entre el sonido de las olas, el hipnotizante canto de las sirenas que me reclamaban y que me hacían hervir y revivir mi espíritu viajero.

          Con los años y con el conocimiento de sus costas, descubrí que, a pesar de ser del interior, todo el Mediterráneo era mi patria. Porque he contemplado los mismos paisajes esteparios en los Monegros y en Cairuán, he sentido el mismo sol inmisericorde en Valencia y en Éfeso, y he visto los mismos ojos, las mismas miradas y las mismas sonrisas en Cartagena, en Palermo y en Haifa.

          Y ahora que se jubila el bardo que mejor le cantó a nuestro mar, a ese mar que navegaron mis parientes fenicios, griegos, romanos, turcos y aragoneses, mientras escucho y tarareo una vez más la mítica canción, con una copa de vino rojo en la mano, contemplo y me recreo en las imágenes de mi memoria, en los sonidos de mis recuerdos y dejo que los olores a brea y sal inunden mi mente. Escucho la espuma rompiente, siento el sol reverberante en la superficie, palpo la arena caliente entre los dedos de los pies, contemplo los viejos árboles batidos por el viento que azota desde el mar, percibo los colores que inundan mi retina, mezclando el amarillo de la genista, el ocre de la arena, el azul del cielo y el dorado del sol. Y todo ello hace fluir una gota de agua salada desde mis ojos que, surcando mis mejillas, se fundirá con la infinitud de sus hermanas que conforman el mar en medio de la tierra, el mar Mediterráneo.



Publicado por Balder

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