Arde
media España. Una vez más. Pero quizá este año arde todavía un poco más
intensamente si cabe. O quizá me lo parece a mí porque lo hace más cerca de mis
recuerdos, de mi historia y de mi alma.
Parece
mentira que año tras año, verano tras verano, sigamos oyendo y viendo las
mismas imágenes de bosques, de cultivos y de vegas arrasadas por el fuego.
Parece mentira que, con todo lo que se ha quemado en las últimas décadas,
queden hectáreas por arder. Y parece mentira que nuestros próceres dirigentes,
año tras año, se sigan asombrando de los incendios, como si les vinieran de
nuevas, y que siga pillándolos por sorpresa y con el culo al aire el que las
tierras ardan en verano sin haber tomado las medidas preventivas oportunas y
necesarias, ya no en cada verano, sino también en cada invierno. Y parece
mentira que le sigan echando la culpa a las altas temperaturas, a la pertinaz
sequía, a la imprudencia de los lugareños o veraneantes, al cambio climático, o
al maestro armero. A cualquiera menos a ellos mismos, que son los que tienen la
capacidad, el poder y los medios para prevenirlos, para combatirlos de la forma
más eficaz posible, o para minimizar al máximo los daños; pero que no lo hacen
y que luego, junto a las tierras grises y calcinadas, ponen cara de circunstancias, sorprendidos de lo que ha sucedido, como si fuera el primer año en que acontece.
Pero sobre todo parece mentira que nos traten a todos como a tontos y que nos
expliquen a toro, o a ola de fuego pasada, que para el año que viene se tomarán
las medidas oportunas, y se dotarán de los medios necesarios para que no vuelva
a suceder, porque como hasta ahora no había ocurrido… y se van muy
circunspectos prometiendo ayudas a los damnificados y soluciones, esta vez sí
que definitivas, enérgicas y alucinantes… hasta el año que viene en que
volveremos a ver las mismas imágenes desoladoras, los mismos rostros cansados
de los bomberos, de los agentes forestales y de los efectivos de la UME, y las
mismas declaraciones circunspectas.
Y
llegará el otoño y nos olvidaremos todos, porque además esas tierras que arden
están medio deshabitadas, o vaciadas como se dice ahora, y solo les importan a
cuatro viejos en cuatro pueblos medio abandonados, que ni siquiera tienen
playas ni balcones que atraigan a fructuosos guiris ansiosos por arrojarse a
unas y desde los otros. Tierras que por su escasa población proveen de pocos
votos, de pocas riquezas especulativas del ladrillo, y que por lo tanto dan
pocos réditos. Así que, realmente, ¿a quién le importa que ardan?
Pero cuando arde esa tierra, se quema y se destruye algo más. Se destruyen siglos de historia y de resiliencia. Se destruyen celtíberos altivos que humillaron a las águilas del ejército romano. Se destruyen caballeros, templarios y hospitalarios, almorávides y almohades, que cabalgaron por las estepas y los montes enfrentándose mutuamente y defendiendo una frontera mucho más agreste y dura que la que nos presentaba John Ford en los westerns de Hollywood. Se destruyen pastores trashumantes que recorrieron cañadas olvidadas para abastecer de lana y de carne a las industrias manufactureras de la periferia. Se destruyen generaciones de campesinos anclados al terruño que, año tras año, luchando contra la sequía, el granizo y las heladas, lograban arrancarle a esas duras tierras, a base de regarlas con su sangre y con su sudor, cosechas de frutas y cereales con que suministrar a las grandes ciudades que los menospreciaban. Se destruyen recuerdos de infancias perdidas, de veranos con olor a paja trillada, de cantos de cigarras que rompían el silencio de la siesta, de cielos azules, de trigales dorados, de manzanos verdes y de colinas rojizas. Se destruye el futuro y la memoria de jóvenes agricultores y ganaderos, y de ancianos de rostros curtidos, prematuramente envejecidos por el sol y los fríos impenitentes. Y se destruyen las exiguas esperanzas de unas comunidades largamente castigadas, olvidadas, abandonadas y vaciadas, que intentaban resistir siendo como sus tierras, suaves como la arcilla, duros del roquedal. Se destruye todo eso y mucho más. Pero al fin y al cabo ¿a quién le importa?
Además
los celtas y celtíberos, antepasados de los escasos habitantes que siguen resistiendo y
poblando todavía estas tierras arrasadas, incineraban a sus muertos. Así que si
nuestros estultos dirigentes consideran que esas comunidades y esas tierras
despobladas, humilladas y abandonadas están más que obsoletas, muertas y
amortizadas, que mejor modo de deshacerse de ellas que ofreciéndolas, año tras
año, al fuego purificador del olvido. Al menos así, desde su punto de vista,
servirán finalmente para algo, aunque solo sea como ofrenda en el holocausto
presentado ante los dioses del progreso, de la tecnología y de la modernidad.
A mí personalmente solo me sale decirles a todos los responsables, directos o indirectos, de estos incendios y de la falta de previsión para combatirlos, parafraseando a Labordeta:
¡Váyanse ustedes a la mierda!
Publicado por Balder
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