domingo, 17 de julio de 2022

El sueño de volar en la estepa castellana

 

Desde la más remota antigüedad el ser humano ha sentido el deseo de volar. De abandonar el polvo terrestre y de sumergirse en el azul del cielo siguiendo la estela de las aves. Y lo ha manifestado a través de toda clase de cuentos, fábulas y mitos.

Quizá la leyenda más conocida sea la de Ícaro y Dédalo que, encontrándose prisioneros en el laberinto de la isla de Minos, se construyeron unas alas, diseñadas por el propio Dédalo, con plumas y cera y así poder escapar. Ícaro, desoyendo los consejos de su padre, se aproximó demasiado al Sol y la cera de las alas comenzó a derretirse haciendo que se precipitara al mar y que muriera, sirviendo así como advertencia tanto para los jóvenes que desobedecen los consejos de sus mayores y que no son capaces de controlar sus impulsos, como para todo aquel que intenta saltarse y dominar las leyes de la naturaleza y de la Providencia.

Hasta tal punto ha impregnado el deseo de volar el alma humana que hemos identificado el vuelo con el ansia de libertad, amén de con las características intrínsecas de toda clase de superhéroes y de seres mitológicos.

Personajes tan brillantes como Leonardo da Vinci dedicaron gran parte de su tiempo, de su mente y de sus energías a intentar diseñar o inventar artilugios que nos permitieran surcar los cielos.

Y aunque los hermanos Wright son reconocidos como las primeras personas que realizaron un vuelo con un aeronave más pesada que el aire, allá por 1903, al conseguir volar con su aparato 37 metros en 12 segundos, lo cierto es que han sido muchas las personas a lo largo de la historia que, poniendo en peligro su integridad física y su vida, intentaron realizar ese sueño humano anteriormente. Como el cordobés Abbás Ibn Firnás que, en el año 852 de nuestra era, se arrojó desde una torre de su ciudad con un primitivo paracaídas y que más adelante, en el 875, con unas alas de madera y seda consiguió llevar a cabo dos logros: convertirse en el primer hombre del que hay constancia de que volara, aunque solo fuera una decena de segundos, y sobrevivir a ello con tan solo la fractura de las dos piernas en el aterrizaje; o el monje “volador” Eilmer de Malmesbury que hacia el 1010, con un aparato similar al del cordobés, recorrió 200 metros y obtuvo idénticas lesiones que el andalusí en sus extremidades; o el anónimo cochero de Sir George Cayley que voló, suponemos que voluntariamente, en un aeroplano diseñado por su señor en 1853; o el prusiano Otto Lilienthal que tras miles de vuelos en diferentes planeadores diseñados y construidos por él mismo, murió al estrellarse en 1896.

Lo cierto es que han sido incontables las personas que lo intentaron con mayor o menor éxito y con variopintos resultados.

Pero entre todos, hubo otro español, hoy casi olvidado, que, ciento diez años antes que los hermanos Wright, logró realizar el sueño de Ícaro con una máquina más pesada que el aire con bastante éxito, aunque con tristes consecuencias.

Se llamaba Diego Marín Aguilera y era un agricultor y pastor natural de Coruña del Conde, en la provincia de Burgos.

Desde muy joven demostró ser tan ingenioso como el mismísimo Dédalo, inventando diferentes máquinas y artilugios que facilitaron el trabajo de sus vecinos. Como un mecanismo para hacer funcionar un molino, que aún se conserva sobre el río Arandilla, otro para una máquina para batanes, otro para aserrar los mármoles de las canteras de Espejón y aun otro ingenio que permitía fustigar a las bestias de forma automática durante las faenas de la trilla.

Y mientras pastoreaba el ganado se dedicaba a estudiar la forma del vuelo de las águilas y de otras rapaces. Y a soñar. Y eso le llevó a imaginar la fabricación de un aparato volador.

Se dedicó durante los seis años siguientes a capturar con trampas águilas y buitres a los que estudiaba, pesaba, medía y desplumaba, imitando a los Dédalo e Ícaro de la leyenda, para hacerse con la cantidad de plumas que consideró necesarias, y que guardasen proporción con el peso y las dimensiones del artilugio que estaba diseñando.

Y cuando calculó que disponía de todos los datos y de la cantidad de plumas precisa, fabricó, con la ayuda su amigo Joaquín Barbero, herrero del pueblo, y de la hermana de este, una máquina voladora constituida por una viga de madera central de unos cuatro metros y medio, de la que salían unas alas de ocho metros de envergadura, fabricadas con varillas de hierro, alambres, telas y las plumas incautadas a las aves, y que se movían en abanico, sobre la estructura central, mediante unas manivelas. En el centro de gravedad construyó Diego un bastidor para colocarse él mismo sujeto con unas correas y con unos estribos mediante los que dirigía y orientaba la cola del “pájaro mecánico”.

Conscientes del riesgo de ser acusados ​​de brujería, por intentar doblegar las leyes de la naturaleza en aquella España del siglo XVIII, los tres amigos realizaron todo su trabajo en secreto, igual que Dédalo y su hijo en el laberinto. Y Diego se dispuso a probarlo la noche del 15 de mayo de 1793.

Subieron el aparato a la peña más alta del castillo de la localidad y desde allí se lanzó al vacío.

Para asombro de sus amigos el aparato se elevó unas cinco o seis varas, unos cuatro metros y medio, por encima de la peña y salió volando en dirección a Burgo de Osma, a la sazón objetivo del aeronauta. Tras sobrevolar el pueblo, cruzar el río Arandilla y recorrer unas cuatrocientas treinta varas, unos 359 metros, sufrió una avería, al romperse un pernio del ala derecha, que le precipitó a tierra, aunque sin causarle ningún daño físico en el aterrizaje forzoso.

Viendo que la avería era pequeña, Diego pensó en repararla, mejorarla y volver a intentar el vuelo. Pero al amanecer, al enterarse sus vecinos del curioso suceso, no solamente no le reconocieron el mérito ni le felicitaron, sino que tratándolo de loco se burlaron de él y se apresuraron a destruir la máquina ante sus ojos; unos por evitarle que sufriera algún daño en un nuevo intento, otros para cortar de raíz la locura, y los más, para prevenir males mayores en forma de acusación ante la Inquisición. Y quemaron sus alas tal que las del Ícaro de la leyenda, solo que sustituyendo el ardor solar por el no menos abrasador fuego de la incultura, el miedo y la superstición.

Y Diego, triste y abatido, sucumbió a la melancolía y a la depresión, más que a la fuerza de la gravedad, y seis años más tarde murió sumido en el desaliento de no poder reconstruir sus alas ni consumar su sueño de vuelo y libertad.


Publicado por Balder

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