Cuando por fin volvimos a casa después de la guerra el paisaje que nos esperaba resultó desolador. Algún tipo de artefacto había impactado contra la balconada superior del pazo y al derrumbarse esta había arrastrado consigo la pared norte del salón de invierno y junto con ella se habían desplomado parte de las paredes laterales. La casa parecía una hermosa joven que mostraba ante nosotros el profundo dolor de su sonrisa mellada.
La triste comitiva que constituíamos se paró en silencio frente al que había sido nuestro hogar, el lugar al que durante unos años anhelamos tanto regresar con la vana esperanza de que la guerra no lo habría herido en la misma medida que a nosotros. Corríamos el riesgo de quedarnos varados en aquel silencio sobrecogedor cuando mi madre, con su entereza habitual, comenzó a dar órdenes para que cada uno fuese arrastrando sus escasos bártulos hacia aquel pozo oscuro y desolador que era ahora nuestra casa.
"¿Y si se nos cae encima?" Oí susurrar a la tía Marta. "Encima lo que se nos cae es la noche y la tormenta" contestó mi madre. Así que no hubo más que decir y propinándole un sonoro coscorrón a mi hermano Jaime, que ya comenzaba a abrirse paso entre la masa de escombros, nos guio a todos hacia la puerta principal. "¿Somos ladrones en nuestra propia casa o qué? ¿Es que no tenemos llaves?" Arengó a aquel extraño grupo que desde ahora y para siempre constituiríamos sus humildes huestes.
La galería fue la primera gran obra en la que se embarcaron el tío Quino y el Abuelo. Con la ayuda de todos desmontaron las cristaleras que aún servían para algo en el viejo invernadero y tapiaron con ellas y parte de los escombros la enorme hendidura del salón de invierno, que quedó reducido de ese modo a la gigantesca galería con chimenea en la que habría de transcurrir gran parte de mi infancia.
Mi madre les urgía a finalizar las obras antes de que acabase el verano para así tener un lugar cálido donde toda la familia pudiera acomodarse al llegar el invierno. La inauguración oficial se llevó a cabo la víspera de Todos los Santos con el encendido casi ritual de la vieja chimenea donde asamos las castañas que durante días habíamos recogido en los montes que, según creíamos, seguían siendo de nuestra propiedad. Vinieron Mosén Donato, su anciana madre y don Paco, el farmacéutico, amigo de la infancia de mi padre y que se encargó de traer su cuerpo de vuelta al pueblo desde el frente. Ningún vecino más se habría atrevido a hacerlo, y a ningún vecino más habrían querido mi madre, mis tías y mi abuelo invitar.
La galería se transformó pronto en el eje de la vida de la casa. En las largas tardes de otoño e invierno, mientras las tías cosían al calor del fuego, el mosén nos daba clases a los más pequeños y después de finalizar se acomodaba con el Abuelo, el tío Quino y don Paco en la mesa camilla donde transcurrían las interminables tertulias camufladas de eternas partidas de dominó. Aquel primer invierno y aun en contra de sus principios, la gran chimenea del salón se convirtió también en el hogar improvisado en el que mi madre y Carmiña organizaban las comidas del día. La casa era demasiado grande, hacía demasiado frío y la madera y el carbón eran demasiado caros como para malgastarlos encendiendo dos fuegos a la vez. Mi madre, que nunca en su vida había entrado en la cocina si no era para dar órdenes, se dejaba guiar con una extraña mansedumbre por la anciana y ponía todo su empeño en aprender cuanto Carmiña se afanaba en enseñarle. Nuestra vieja tata, prófuga pertinaz de otras hambres y otras guerras, enseñó a mi madre a cocinar tortilla de patata sin huevo y sin patata, a la valenciana le decía ella, mientras minuciosamente separaba lo blanco de las naranjas amargas del huerto y batía una pequeña cucharada de harina en agua para cuajar la más deliciosa tortilla del mundo. Carmiña enseñaba a mi madre todo cuanto sabía y mi madre descubrió que le gustaba aprender y que la cocina abría ante ella un mundo en el que refugiarse con su triste soledad, todo el día rodeada de una bulliciosa compañía, intentado mantener la dignidad de una vida perdida para siempre frente a un futuro que muchas veces se le antojaba para nunca.
Fue también durante esas primeras tardes de otoño cuando mi madre ideó el juego de los libros. Recuperó todos los que pudo del desastre que los soldados habían organizado en la vieja biblioteca y nos obligó a mis primos y a mí a recoger y ordenar todas las páginas sueltas desperdigadas por la casa. Formábamos pequeños montones agrupados por tipo de caligrafía, numeración de las páginas o entramado y coloración del papel. El juego consistía en descubrir a que libro pertenecía cada página y guardarlo cuidadosamente en su sitio. Para motivarnos, mi madre comenzó a renunciar a su porción de azúcar diaria y el primero que aportaba una página se la llevaba, si ninguno lo conseguía después de una hora el azúcar iba a parar al bolsillo de alguna de las tías y ese era un aliciente más que suficiente para tenernos entretenidos un buen rato cada día.
Mosén Donato resultó ser de gran ayuda en el juego de los libros, lector empedernido no eran pocas las ocasiones en las que tras leer un pequeño párrafo de una página perdida nos remitía rápidamente al libro que teníamos que buscar, entre grandes carcajadas y amenazando con hacerse él con el azúcar del día. El aragonés había llegado unos meses antes de la guerra acompañado de su madre y enseguida se hizo un lugar en nuestros corazones, grande y noblote, cabezón como él solo y lleno de energía, no le temblaba el pulso a la hora de decir la verdad y eso no le granjeó muchos amigos en un momento tan delicado. Cuando llegábamos con el libro en cuestión la mayor parte de las veces nos mandaba colocarlo en el estante que mi madre había reservado para ese fin, se sacaba una gran bolsa con los recortes de oblea del bolsillo de la sotana y nos los repartía entre grandes algarabías; pero en ocasiones se ponía serio y con aquel vozarrón suyo de barítono bramaba: "Ese no zagal, ese no. Ese tiene que arder en el fuego eterno", nos lo quitaba y lo guardaba en el gran zurrón que siempre llevaba consigo. Aunque éramos niños enseguida nos dimos cuenta de que para quemar un libro no hacía falta un fuego mucho más grande que el de nuestro salón galería y así, entre tertulias y juegos fue como mis primos, mis hermanos y yo comenzamos a construir la leyenda de la Torre de los Libros del Fuego Eterno, donde Mosén Donato guardaría a buen recaudo los volúmenes cuidadosamente elegidos para una posteridad eterna que no sabíamos bien cuando, pero algún día habría de llegar.
Aun hoy pienso muchas veces si algún inocente comentario de nuestros juegos de niños no habrá tenido la culpa de lo que sucedió después cuando quisieron llevarse a Mosén Donato a la Cárcel de los Curas. Todavía recuerdo a mi abuelo plantado en la puerta de casa con la escopeta de caza colgando indolente de su brazo encarando a los guardias cuando vinieron a buscarlo.
"Mira Manuel- le dijo con aquella voz suya pausada y firme al teniente Medina- si yo digo que el Mosén no está en mi casa, con mi palabra te sobra y te basta. Y mira que también te digo que si estuviera, para llevártelo los que sobrevivierais tendríais que pasar por encima de mi cadáver".
Hace ya mucho tiempo que todos ellos se fueron y que todas esas historias no importan a nadie. Pero yo aún ahora, cuando miro la galería abierta ante mí, no puedo dejar de pensar que a pesar de la guerra, de haber perdido a mi padre y a mi tío Pedro, del hambre y de todo el dolor que nos acarrearon, los años transcurridos en aquella galería fueron los más felices de mi vida.
Publicado por Farela.
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