domingo, 13 de febrero de 2022

Quizá no fuimos tan malos

En tal día como hoy, en el año 2008, el entonces primer ministro de Australia Kevin Rudd pidió perdón a los aborígenes, no sin controversia, por el dolor y el daño que les habían causado en el pasado.

Y la polémica no fue porque no tuvieran motivos para no pedirles perdón. Cuando en 1770 nuestros íntimos enemigos, los súbditos de “su graciosa”, tuvieron a bien arribar en aquellas costas, para tomar posesión de ellas las declararon “Terra Nullius”, esto es, tierra de nadie. Y como no era de nadie, pues ellos se la quedaban.

Y para que el aproximadamente medio millón de aborígenes, (hasta un millón según las fuentes), que residían en aquel continente desde hacía unos sesenta mil años no les estropearan el negocio, decidieron considerar que no eran humanos e intentaron exterminarlos, sencillamente. Y lo hicieron con tanto éxito que hacia 1920, apenas quedaban unos cincuenta mil en todo el continente (noventa mil según las fuentes más optimistas). Y no contentos con ello, entre 1910 y 1970 (de 1869 a 1976 según otros datos) unos cien mil menores indígenas fueron separados de sus familias a la fuerza y dados en adopción o colocados en instituciones religiosas para su educación, como parte de la llamada política de la “Australia Blanca” que buscaba asimilar a las minorías en un auténtico y premeditado proceso de aculturación. Es la llamada “generación robada”.

Pero este no es un proceso aislado dentro del mundo anglosajón. Canadá ha reconocido que entre 1883 y 1996, más de ciento cincuenta mil menores indígenas fueron separados de sus familias y enviados forzosamente a colegios de ese tipo donde sufrieron abusos físicos, sexuales y enfermedades.

Sudáfrica, colonizada por otros que tal bailan, los holandeses, aplicó durante años, y hasta bien entrado el “civilizado” siglo XX una política de segregación y de apartheid. Política que consistía en prohibir a los no blancos el derecho al voto, a residir o trabajar en diferentes zonas del país, y en segregarlos en todos los lugares públicos como los medios de transporte, las escuelas y los hospitales. E imitando a los nazis llegaron a prohibir los matrimonios interraciales y a considerar delito las relaciones sexuales entre personas de diferente color. Incluso llegaron a quitarles a los nativos la nacionalidad de su propio país, relegándolos a seudoestados autónomos dentro del territorio de la nación.

Y la actitud de los Estados Unidos de Norteamérica con respecto a los nativos americanos y su política de reservas o con los negros y sus derechos civiles fue tremendamente similar a la del apartheid sudafricano. Y a pesar de que Hollywood nos lo ha maquillado y normalizado, desde su independencia y a lo largo de todo el siglo XIX, los gringos practicaron el acoso sistemático y el genocidio con la mayor parte de las tribus de nativos americanos, llevando a la práctica el aforismo atribuido al general Sheridan de que “el único indio bueno es el indio muerto”. Y a pesar de abolir la esclavitud en 1865, las leyes segregacionistas y la prohibición de matrimonios interraciales se mantuvieron en muchos estados hasta bien entrados los años sesenta del siglo XX.

Y podríamos seguir con lo que hicieron los belgas en el Congo, los alemanes en sus colonias africanas, o hasta los turcos con los armenios, y no haríamos nada más que empezar y nos dejaríamos en el tintero a muchos “países cultos e ilustrados” que se dedicaron a aplicar su “mission civilisatrice” a lo largo del mundo “bárbaro y salvaje”,

Pero claro, luego los malos somos nosotros, los españoles. O el imperio Español y su leyenda negra.

Da igual que España fomentara el mestizaje, cuatrocientos años antes de que otros estados civilizados lo consideraran legal, y que muchos de los conquistadores tuvieran esposas indígenas, reconocieran a los hijos resultado de sus relaciones, y que, al menos nominalmente, los indígenas fueran declarados vasallos libres de la corona de Castilla. Da igual que en muchos casos se mantuviera a los líderes indígenas locales en sus puestos, aunque fuera “españolizándolos” otorgándoles títulos o cargos funcionariales. Da igual que los nativos constituyeran gran parte de los ejércitos de los conquistadores españoles, o que los negros y los nativos americanos pudieran formar parte de determinadas unidades regulares del ejército español desde al menos 1760, y no solo en unidades auxiliares. Da igual que se permitiera el acceso de los indígenas a los centros de estudios superiores y a las universidades, aunque bien es cierto que con resquemores y controversias. Universidades de las que se crearon veintitrés en Sudamérica y dos en Filipinas entre los siglos XVII y XVIII y de las que diez de ellas ya existían cuando los ingleses crearon la primera en sus territorios americanos, la de Harvard en Massachusetts allá por 1636. Y da igual que durante esos dos siglos ni los refinados franceses, ni los arios holandeses, ni nuestros vecinos portugueses crearan ninguna universidad en sus territorios coloniales. Da igual que muchas de esas universidades tuvieran cátedra de lengua indígena. Da igual que Juan Latino fuera la primera persona negra en licenciarse en el mundo en una universidad en 1556, y la primera que tomara posesión de una cátedra universitaria en ese mismo año, y que lo hiciera en una universidad de la “cruel, intolerante y oscura” España, (en la de Granada), mientras que en el estado de Misisipi de los “compasivos, tolerantes y luminosos” Estados Unidos de Norteamérica no se permitiera el acceso al primer estudiante negro hasta 1962, y eso bajo la protección del ejército. Da igual que se fundaran veinticinco grandes hospitales en América, y muchos más centros sanitarios pequeños, en los que ejercían conjuntamente médicos licenciados indígenas y peninsulares y en los que se atendía tanto a criollos como a nativos americanos. Da igual la expedición Balmis, definida por el inglés Jenner, el descubridor de la vacuna de la viruela, como “el ejemplo de filantropía más noble y extenso en los anales de la Historia”. Da igual, al fin, que España creara en sus territorios de ultramar más bienes culturales reconocidos como Patrimonio de la Humanidad, más ciencia y más desarrollo económico y social que ningún otro país europeo en las edades moderna y contemporánea. Da igual todo eso. Al parecer nosotros somos los malos de la película y debemos de pedir perdón, una y otra vez. Y hacerlo a quienes tienen más apellidos hispanos y más sangre española en las venas que muchos de los actuales habitantes de la Península Ibérica.

Y antes de que se me indignen los buenistas, y los nuevos indigenistas, decir que sí, que ya sé que los españoles tampoco fuimos allí repartiendo caramelos, que no fuimos por amor al arte, y que cometimos abusos y actos vergonzosos, al menos desde la perspectiva del siglo XXI. Ya sé que fuimos especialmente crueles en la conquista, que la política de encomiendas era poco menos que esclavitud, y que la población indígena también fue diezmada de forma importantísima en los territorios conquistados por los españoles, aunque fundamentalmente debido a las enfermedades introducidas de forma involuntaria. Que el intercambio de gérmenes también formó parte de aquella primera globalización. Pero con respecto a esto decir que, mientras que en los países colonizados por los anglosajones el genocidio fue premeditado y planificado, hasta el punto de incluso propagar a posta enfermedades letales como la viruela, en los territorios españoles nunca se planificó ese exterminio de los indígenas, entre otras cosas porque eran súbditos, contribuyentes y mano de obra del imperio, y que incluso se intentó atajar la trasmisión de las enfermedades llevadas desde Europa con la creación de hospitales, y con eventos tales como la expedición Balmis, de grata memoria.

E insisto, está claro que nuestra historia tiene muchos aspectos oscuros, y muchos hechos viles a nuestros ojos de ciudadanos del siglo XXI. Es cierto que se cometieron muchos abusos con las poblaciones indígenas y que en la práctica en muchos casos se les discriminó, se les maltrató y se les explotó. Pero doscientos años después de que España abandonara aquellas tierras, ya resulta cansino que nos lo sigan echando en cara una y otra vez, y que encima en muchas ocasiones lo hagan los descendientes de los españoles que allí fueron, que allí se quedaron, y que posiblemente fueran los actores de las referidas acciones de las que nos acusan.

Así que no, no fuimos los malos de la película, o al menos no los únicos malos, ni los más malos. Y si tratamos mal a los indígenas, el maltrato no fue muy distinto del que nos infringíamos los españoles unos a otros. Porque en esta piel de toro, desde que el mundo es mundo, y antes de que nos animaran a hacerlo cartagineses y romanos, el deporte nacional del español ha sido el de descalabrar al vecino, por unas ideas, por unas tierras, o simplemente porque estaba allí. Y lo hacemos con el mismo cariño y con la misma afición ya sea el de enfrente moro o cristiano, indígena o forano, cuñado o primo carnal. Y allá donde fuimos lo hicimos con el mismo afecto y el mismo entusiasmo, ya fuera la confrontación de Pizarros contra Atahualpas o de Almagros contra Pizarros.

Pero además es que lo que más nos gusta a los españoles, o a los naturales de la Península Ibérica, o como diantre nos queramos llamar ahora, es regodearnos en nuestras propias miserias, y en hablar mal de nosotros mismos. Hasta el punto de que uno de nuestros estadistas del siglo XIX, Cánovas, dijo aquello de “...son españoles los que no pueden ser otra cosa”. Quizá sea una forma de desahogo ante nuestra heroica pero triste historia. Y es que como escribió el poeta catalán Joaquín Bartrina:

“Oyendo hablar un hombre, fácil es

saber dónde vio la luz del sol.

Si alaba Inglaterra, será inglés

Si os habla mal de Prusia, es un francés

y si habla mal de España… es español”.

Triste pero real.

Desgraciadamente los españoles nos creemos que somos peores que nadie, nos regodeamos en nuestras miserias y denostamos nuestros logros. Y sí, tenemos muchos defectos, pero no más que el resto de pueblos, ni que del resto de los seres humanos. Nuestros antepasados hicieron lo que hicieron en aquellos momentos y en aquellos contextos porque era lo que tocaba. La historia es la que es y se gestó cuando se gestó. Y la nuestra es riquísima, a ratos triste, a ratos hermosa, a ratos épica y también a ratos oscura y vergonzosa, pero es la nuestra, la que nos ha construido y la que nos ha traído a donde estamos aquí y ahora. Y somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.

Los Españoles nunca hemos sido un enemigo pequeño y por eso nuestros adversarios han intentado minimizar nuestros logros, vilipendiarnos y demonizarnos. Y en muchos casos nos lo hemos creído. Pero básicamente siempre hemos sido y somos soldados de la vida cotidiana dejándonos la piel para políticos de tres al cuarto.

Y es que esto es España, el estado de estados, estado plurinacional, comunidad de comunidades, o como carajo quieran llamarla ahora. Una madrastra que devora a sus hijos que a su vez se aferran a sus tetas, mamando de ellas hasta dejarlas secas y aún más si se tercia y es menester. Un país donde se ha robado desde los Reyes Católicos, que ya es robar, y donde hasta el más infeliz de los proletarios sueña con engañar a hacienda. Lugar donde la sombra de Caín es alargada... Y donde, como nos retrató el sordo de Fuendetodos, lo que mejor sabemos hacer es matarnos a garrotazos mientras estamos enterrados en fango y mierda hasta las corvas.

Pero aun siendo todo esto verdad, (no podemos evitarlo porque Caín era español), de vez en cuando, sobre todo en situaciones dramáticas, cuando estamos con el agua al cuello, y sin más esperanza que la desesperación, sacamos algo de no se sabe dónde y demostramos al mundo que somos dignos en la mendicidad, nobles en la infamia, y generosos en la pobreza. Y que aún se puede estar orgulloso de ser español. Porque España hoy en día tal vez sea un país pequeño, pero somos un gran país. Somos el país de Cervantes y de Lope de Vega, de Góngora y de Quevedo, de Lorca y de Muñoz Seca. De Alfonso X el sabio, de Santiago Ramón y Cajal y de Ortega y Gasset. De Velázquez, de Goya y de Sorolla. De Garci y de Antonio Banderas. De Iniesta, de Nadal y de los hermanos Gasol. Y de Mortadelo y Filemón. Somos el país que construyó la Alhambra de Granada, las catedrales de Burgos, de León y de Santiago, y de las pinturas de Altamira. El país donde se inventaron el submarino, la calculadora, el teleférico, el traje de astronauta, la anestesia epidural y hasta la fregona. El país que ha construido el AVE a la Meca y creado la tortilla de patata. Somos el primer país del mundo en trasplantes de órganos y en reservas de la Biosfera. El segundo en proyectos de solidaridad internacional y en voluntarios cooperantes en el mundo. Y el cuarto en lugares Patrimonio de la Humanidad.

Así que todo aquel que intente denostar nuestra autoestima y menospreciar nuestros logros solo merece nuestro desprecio y nuestro desdén. Porque a pesar de todo, y a pesar de nosotros mismos, podemos estar orgullosos de nuestra historia y de nuestro país. Porque en el fondo no somos tan malos, y a veces, solo a veces, no nos merecemos los políticos que tenemos, (aunque seamos nosotros los que les hayamos votado y elegido). Y porque en el fondo a cada españolito de a pie le viene al pelo la frase del poeta: ¡Qué buen vasallo sería, si tuviese buen señor!.


Publicado por Balder

  

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