En
tal día como hoy, en el año 2008, el entonces primer ministro de Australia
Kevin Rudd pidió perdón a los aborígenes, no sin controversia, por el dolor y
el daño que les habían causado en el pasado.
Y
la polémica no fue porque no tuvieran motivos para no pedirles perdón. Cuando en 1770 nuestros íntimos enemigos, los súbditos de “su graciosa”, tuvieron a bien
arribar en aquellas costas, para tomar posesión de ellas las declararon “Terra
Nullius”, esto es, tierra de nadie. Y como no era de nadie, pues ellos se la
quedaban.
Y
para que el aproximadamente medio millón de aborígenes, (hasta un millón según
las fuentes), que residían en aquel continente desde hacía unos sesenta mil
años no les estropearan el negocio, decidieron considerar que no eran humanos e
intentaron exterminarlos, sencillamente. Y lo hicieron con tanto éxito que
hacia 1920, apenas quedaban unos cincuenta mil en todo el continente (noventa
mil según las fuentes más optimistas). Y no contentos con ello, entre 1910 y
1970 (de 1869 a 1976 según otros datos) unos cien mil menores indígenas fueron
separados de sus familias a la fuerza y dados en adopción o colocados en
instituciones religiosas para su educación, como parte de la llamada política
de la “Australia Blanca” que buscaba asimilar a las minorías en un auténtico y
premeditado proceso de aculturación. Es la llamada “generación robada”.
Pero
este no es un proceso aislado dentro del mundo anglosajón. Canadá ha reconocido
que entre 1883 y 1996, más de ciento cincuenta mil menores indígenas fueron separados de sus
familias y enviados forzosamente a colegios de ese tipo donde sufrieron abusos
físicos, sexuales y enfermedades.
Sudáfrica,
colonizada por otros que tal bailan, los holandeses, aplicó durante años, y
hasta bien entrado el “civilizado” siglo XX una política de segregación y de
apartheid. Política que consistía en prohibir a los no blancos el derecho al
voto, a residir o trabajar en diferentes zonas del país, y en segregarlos en
todos los lugares públicos como los medios de transporte, las escuelas y los
hospitales. E imitando a los nazis llegaron a prohibir los matrimonios
interraciales y a considerar delito las relaciones sexuales entre personas de
diferente color. Incluso llegaron a quitarles a los nativos la nacionalidad de
su propio país, relegándolos a seudoestados autónomos dentro del territorio de la
nación.
Y
la actitud de los Estados Unidos de Norteamérica con respecto a los nativos
americanos y su política de reservas o con los negros y sus derechos civiles
fue tremendamente similar a la del apartheid sudafricano. Y a pesar de que
Hollywood nos lo ha maquillado y normalizado, desde su independencia y a lo
largo de todo el siglo XIX, los gringos practicaron el acoso sistemático y el
genocidio con la mayor parte de las tribus de nativos americanos, llevando a la
práctica el aforismo atribuido al general Sheridan de que “el único indio bueno
es el indio muerto”. Y a pesar de abolir la esclavitud en 1865, las leyes
segregacionistas y la prohibición de matrimonios interraciales se mantuvieron
en muchos estados hasta bien entrados los años sesenta del siglo XX.
Y
podríamos seguir con lo que hicieron los belgas en el Congo, los alemanes en
sus colonias africanas, o hasta los turcos con los armenios, y no haríamos nada
más que empezar y nos dejaríamos en el tintero a muchos “países cultos e
ilustrados” que se dedicaron a aplicar su “mission civilisatrice” a lo largo
del mundo “bárbaro y salvaje”,
Pero
claro, luego los malos somos nosotros, los españoles. O el imperio Español y su
leyenda negra.
Da
igual que España fomentara el mestizaje, cuatrocientos años antes de que otros
estados civilizados lo consideraran legal, y que muchos de los conquistadores
tuvieran esposas indígenas, reconocieran a los hijos resultado de sus
relaciones, y que, al menos nominalmente, los indígenas fueran declarados
vasallos libres de la corona de Castilla. Da igual que en muchos casos se
mantuviera a los líderes indígenas locales en sus puestos, aunque fuera
“españolizándolos” otorgándoles títulos o cargos funcionariales. Da igual que
los nativos constituyeran gran parte de los ejércitos de los conquistadores españoles, o que
los negros y los nativos americanos pudieran formar parte de determinadas unidades regulares
del ejército español desde al menos 1760, y no solo en unidades auxiliares. Da
igual que se permitiera el acceso de los indígenas a los centros de estudios superiores
y a las universidades, aunque bien es cierto que con resquemores y
controversias. Universidades de las que se crearon veintitrés en Sudamérica y
dos en Filipinas entre los siglos XVII y XVIII y de las que diez de ellas ya
existían cuando los ingleses crearon la primera en sus territorios americanos,
la de Harvard en Massachusetts allá por 1636. Y da igual que durante esos dos
siglos ni los refinados franceses, ni los arios holandeses, ni nuestros vecinos
portugueses crearan ninguna universidad en sus territorios coloniales. Da igual
que muchas de esas universidades tuvieran cátedra de lengua indígena. Da igual
que Juan Latino fuera la primera persona negra en licenciarse en el mundo en
una universidad en 1556, y la primera que tomara posesión de una cátedra universitaria
en ese mismo año, y que lo hiciera en una universidad de la “cruel, intolerante
y oscura” España, (en la de Granada), mientras que en el estado de Misisipi de los “compasivos,
tolerantes y luminosos” Estados Unidos de Norteamérica no se permitiera el
acceso al primer estudiante negro hasta 1962, y eso bajo la protección del
ejército. Da igual que se fundaran veinticinco grandes hospitales en América, y
muchos más centros sanitarios pequeños, en los que ejercían conjuntamente médicos
licenciados indígenas y peninsulares y en los que se atendía tanto a criollos
como a nativos americanos. Da igual la expedición Balmis, definida por el
inglés Jenner, el descubridor de la vacuna de la viruela, como “el ejemplo de
filantropía más noble y extenso en los anales de la Historia”. Da igual, al fin,
que España creara en sus territorios de ultramar más bienes culturales
reconocidos como Patrimonio de la Humanidad, más ciencia y más desarrollo
económico y social que ningún otro país europeo en las edades moderna y
contemporánea. Da igual todo eso. Al parecer nosotros somos los malos de la
película y debemos de pedir perdón, una y otra vez. Y hacerlo a quienes tienen
más apellidos hispanos y más sangre española en las venas que muchos de los actuales habitantes
de la Península Ibérica.
Y
antes de que se me indignen los buenistas, y los nuevos indigenistas, decir que
sí, que ya sé que los españoles tampoco fuimos allí repartiendo caramelos, que
no fuimos por amor al arte, y que cometimos abusos y actos vergonzosos, al
menos desde la perspectiva del siglo XXI. Ya sé que fuimos especialmente crueles en la conquista, que la política de encomiendas
era poco menos que esclavitud, y que la población indígena también fue diezmada
de forma importantísima en los territorios conquistados por los españoles,
aunque fundamentalmente debido a las enfermedades introducidas de forma
involuntaria. Que el intercambio de gérmenes también formó parte de aquella
primera globalización. Pero con respecto a esto decir que, mientras que en los
países colonizados por los anglosajones el genocidio fue premeditado y
planificado, hasta el punto de incluso propagar a posta enfermedades letales
como la viruela, en los territorios españoles nunca se planificó ese exterminio
de los indígenas, entre otras cosas porque eran súbditos, contribuyentes y mano
de obra del imperio, y que incluso se intentó atajar la trasmisión de las
enfermedades llevadas desde Europa con la creación de hospitales, y con eventos
tales como la expedición Balmis, de grata memoria.
E
insisto, está claro que nuestra historia tiene muchos aspectos oscuros, y
muchos hechos viles a nuestros ojos de ciudadanos del siglo XXI. Es cierto que
se cometieron muchos abusos con las poblaciones indígenas y que en la práctica en muchos casos se les discriminó, se les maltrató y se les explotó. Pero
doscientos años después de que España abandonara aquellas tierras, ya resulta
cansino que nos lo sigan echando en cara una y otra vez, y que encima en muchas ocasiones lo hagan los descendientes de los españoles que allí fueron, que allí se
quedaron, y que posiblemente fueran los actores de las referidas acciones
de las que nos acusan.
Así
que no, no fuimos los malos de la película, o al menos no los únicos malos, ni
los más malos. Y si tratamos mal a los indígenas, el maltrato no fue muy
distinto del que nos infringíamos los españoles unos a otros. Porque en esta
piel de toro, desde que el mundo es mundo, y antes de que nos animaran a
hacerlo cartagineses y romanos, el deporte nacional del español ha sido el de
descalabrar al vecino, por unas ideas, por unas tierras, o simplemente porque
estaba allí. Y lo hacemos con el mismo cariño y con la misma afición ya sea el
de enfrente moro o cristiano, indígena o forano, cuñado o primo carnal. Y allá
donde fuimos lo hicimos con el mismo afecto y el mismo entusiasmo, ya fuera la
confrontación de Pizarros contra Atahualpas o de Almagros contra Pizarros.
Pero
además es que lo que más nos gusta a los españoles, o a los naturales de la
Península Ibérica, o como diantre nos queramos llamar ahora, es regodearnos en
nuestras propias miserias, y en hablar mal de nosotros mismos. Hasta el punto
de que uno de nuestros estadistas del siglo XIX, Cánovas, dijo aquello de
“...son españoles los que no pueden ser otra cosa”. Quizá sea una forma de
desahogo ante nuestra heroica pero triste historia. Y es que como escribió el poeta
catalán Joaquín Bartrina:
“Oyendo hablar un hombre, fácil es
saber dónde vio la luz del sol.
Si
alaba Inglaterra, será inglés
Si
os habla mal de Prusia, es un francés
y si habla mal de España… es español”.
Triste pero real.
Desgraciadamente
los españoles nos creemos que somos peores que nadie, nos regodeamos en
nuestras miserias y denostamos nuestros logros. Y sí, tenemos muchos defectos,
pero no más que el resto de pueblos, ni que del resto de los seres humanos. Nuestros
antepasados hicieron lo que hicieron en aquellos momentos y en aquellos
contextos porque era lo que tocaba. La historia es la que es y se gestó cuando
se gestó. Y la nuestra es riquísima, a ratos triste, a ratos hermosa, a ratos
épica y también a ratos oscura y vergonzosa, pero es la nuestra, la que nos ha
construido y la que nos ha traído a donde estamos aquí y ahora. Y somos lo que somos
porque fuimos lo que fuimos.
Los
Españoles nunca hemos sido un enemigo pequeño y por eso nuestros adversarios han
intentado minimizar nuestros logros, vilipendiarnos y demonizarnos. Y en muchos
casos nos lo hemos creído. Pero básicamente siempre hemos sido y somos soldados de
la vida cotidiana dejándonos la piel para políticos de tres al cuarto.
Y
es que esto es España, el estado de estados, estado plurinacional, comunidad de
comunidades, o como carajo quieran llamarla ahora. Una madrastra que devora
a sus hijos que a su vez se aferran a sus tetas, mamando de ellas hasta
dejarlas secas y aún más si se tercia y es menester. Un país donde se ha robado
desde los Reyes Católicos, que ya es robar, y donde hasta el más infeliz de los
proletarios sueña con engañar a hacienda. Lugar donde la sombra de Caín es
alargada... Y donde, como nos retrató el sordo de Fuendetodos, lo que mejor
sabemos hacer es matarnos a garrotazos mientras estamos enterrados en fango y
mierda hasta las corvas.
Pero
aun siendo todo esto verdad, (no podemos evitarlo porque Caín era español), de
vez en cuando, sobre todo en situaciones dramáticas, cuando estamos con el agua
al cuello, y sin más esperanza que la desesperación, sacamos algo de no se sabe
dónde y demostramos al mundo que somos dignos en la mendicidad, nobles en la
infamia, y generosos en la pobreza. Y que aún se puede estar orgulloso de ser español.
Porque España hoy en día tal vez sea un país pequeño, pero somos un gran país.
Somos el país de Cervantes y de Lope de Vega, de Góngora y de Quevedo, de Lorca
y de Muñoz Seca. De Alfonso X el sabio, de Santiago Ramón y Cajal y de Ortega y
Gasset. De Velázquez, de Goya y de Sorolla. De Garci y de Antonio Banderas. De Iniesta, de Nadal y de los hermanos Gasol. Y
de Mortadelo y Filemón. Somos el país
que construyó la Alhambra de Granada, las catedrales de Burgos, de León y de
Santiago, y de las pinturas de Altamira. El país donde se inventaron el
submarino, la calculadora, el teleférico, el traje de astronauta, la anestesia
epidural y hasta la fregona. El país que ha construido el AVE a la Meca y creado la
tortilla de patata. Somos el primer país del mundo en trasplantes de órganos y
en reservas de la Biosfera. El segundo en proyectos de solidaridad
internacional y en voluntarios cooperantes en el mundo. Y el cuarto en lugares
Patrimonio de la Humanidad.
Así
que todo aquel que intente denostar nuestra autoestima y menospreciar nuestros
logros solo merece nuestro desprecio y nuestro desdén. Porque a pesar de todo,
y a pesar de nosotros mismos, podemos estar orgullosos de nuestra historia y de
nuestro país. Porque en el fondo no somos tan malos, y a veces, solo a veces,
no nos merecemos los políticos que tenemos, (aunque seamos nosotros los que les
hayamos votado y elegido). Y porque en el fondo a cada españolito de a pie le
viene al pelo la frase del poeta: “¡Qué buen vasallo sería, si tuviese
buen señor!”.
Publicado por Balder
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