Basado
en un cuento de Lev Tolstoi. Versión de José Luis Pérez Albiac.
No sé
si sabéis donde está Graus. No está lejos. Se sube por Benabarre, y al lado
está el pantano de donde se riega La Litera, el pantano de Barasona.
Pues
bien, al pie del pantano hay una urbanización, muy querida por los holandeses,
de chalets con una buena vista y que no están mal de precio para alquilar y
vivir allí.
...Pues
al lado de esos chalets, pero fuera de la urbanización, junto al pantano, en
una caseta cutre, con patio y algo de espacio alrededor, vivían Pedro y Ana,
los protagonistas de esta historia, con sus hijos. Se dedicaban a vender fruta
por los caminos, con una furgoneta. Habían venido de Madrid hacía muchos años.
Eran un poco caóticos. Tras rebotar por muchas villas, oficios y lugares,
habían estabilizado una vida, más o menos precaria con este esquema.
Encontraron una casa, aceptable de precio, y con sitio para convertirla en un
pequeño almacén del género. Ana provenía de la zona, de niña habían marchado
con su familia a Barcelona, y luego a Madrid, y eso facilitaba un poco las
cosas. Una conocida de sus padres era la dueña, y al saber quiénes eran se la
alquiló. A veces pagaban, a veces se retrasaban. Y en ello seguían.
Ana
ayudaba a Pedro a preparar la carga cada mañana. Se levantaban pronto, antes de
amanecer. Y ya con todo preparado, Pedro marchaba por esos mundos de Dios, a
vender lechugas. Un poco más tarde pasaba el autobús escolar, se llevaba a los
críos, y ya rodaba la mañana. Ana iba caminando hasta Graus, y allí daba
algunas clases de yoga. A la tarde todos se reencontraban. Así llevaban varios
años, con días mejores y días peores. En todo caso, les gustaba más que la vida
de Madrid, donde Pedro había trabajado mucho tiempo de conductor de autobuses.
La
barba, ya gris y blanca, era apreciada y conocida por las vecinas de Torres del
Obispo, Aguinaliu, Santaliestra, Camporrells, Enate... Rodaba pequeños
lugarones de la Litera, la Ribagorza y el Sobrarbe, llevando su carga de
verduras, frutas, y simpatía.
Tenían
tres hijos. La mayor ya había marchado a estudiar y trabajar a Madrid y la
segunda, a Huesca, a hacer un módulo. Las chicas trabajaban duro, los fines de
semana una ayudaba en una panadería de la Villa y Corte, y la otra se ganaba
unas perras en un restaurante del Casco Viejo, llevando tapas y platos a las
mesas. Pedro le seguía enviando dinero. El pequeño era muy feliz jugando entre
las barquillas de fruta, ensaladas y melocotones.
Las
cuentas no salían. A Pedro le gustaban los carajillos a las seis de la mañana,
para enfilar la jornada. Cuando vendía poco, cosa que cada vez ocurría más,
pues la competencia del ALDI de Barbastro era muy difícil de vencer, los
carajillos aumentaban. Ana se enfadaba. Necesitaban el dinero, y ese inútil se
lo bebía, y encima invitaba.
Una
mañana de enero, cayó una nevada que para qué. Mal. Si no salía, no entraba
dinero.
Estuvieron
dos días encerrados en la caseta, no pasó ni el transporte escolar. El crío
hacía bolas de nieve. Ana se sulsía: a la hija de Huesca la habían despedido, y
les llamó a ver si le podían enviar un poco más durante unos meses. El pequeño
necesitaba un anorak nuevo, lo tenía lleno de rotos.
Pedro
no parecía preocuparse por la nieve. Sentado al lado del fogaril con su
acordeón, tocaba viejas tonadas e iba bebiendo de un aguardiente que el mismo
destilaba. Hace años lo vendió bien, de extranjis, hasta que le vio las orejas
al lobo, y dejó de hacerlo por temor a que los civiles le quitasen el alambique
y le metiesen una buena multa. Desde entonces, se lo bebía él solo, mientras
tocaba.
Ana
estaba de malas pulgas. Al tercer día sin salir, le hizo un ultimátum: tenía
que salir a vender y traer dinero.
- Bueno,
mujer, de acuerdo, veré lo que puedo hacer.
- ¡Pedro!
Ya puedes salir a vender de una vez, me sulses.
- Vale,
vale…
Entre
ambos cargaron la fruta de temporada juntos, y Ana le advirtió, antes de salir:
- No
te vuelvas a parar en las Forcas a fundirlo en las maquinetas, ¿eh? ¡Mira,
Pedro que la chiqueta necesita nuestra ayuda!
- Vale,
vale...
Pedro
se puso el gorro de estibador comprado en los chinos de Barbastro, en ese
grande que hay en las cuatro esquinas, y se ciñó el polar viejo, teñido de
manchas de grasa, remolacha y cereza. Hacía sol, pero el camino estaba helado
de nieve vieja. Era buen conductor y consiguió salir a la carretera.
En
este contexto, había esperado al amanecer para ganar en seguridad. La carretera
estaba bordeada de nieve congelada, pero el firme tenía ya sal, suficiente para
aventurarse. Un sol tímido calentaba todo, entre nubes bajas y boira. No tenía
ruedas de nieve, por supuesto. Para ruedas de nieve estaba él, que llegaba a
arreglarse los pinchazos con un kit de internet, para no gastar nada en el
taller de Baldellou.
- Bueno...
Y, ahora ¿Para dónde tiro? No sé cómo estarán esas carreterotas... creo que me
meteré hacia Ubiergo. Siempre me han comprado cosas.
Subió
poco a poco por la carretera de la Puebla. Estaba despejada pero peligrosa. Le
costó 40 minutos llegar a la Puebla. Allí paró, y vendió muy poco. Casi nadie
salía. Las calles estaban todas heladas. Los ancianos no se aventuraban a caer
por un kilo de naranjas.
Bebió
un poco del orujo que llevaba en la petaca. No quería ponerse nervioso pero si
volvía sin dinero, Ana se iba a enfadar mucho...
- En
Secastilla sí que me comprarán.
Al
llegar a Secastilla, en una de las curvas a poco se salió de la carretera.
Gracias a Dios, pudo reconducir la dirección. Pero el susto aumento la presión
de la aventura.
Poca
cosa más vendió en Secastilla.
Le
pegó un tiento más al orujo. Y se dirigió a Ubiergo.
- Oy
Pedro, qué alegría, ¡qué bien que has subido!
Una
de sus clientas fijas estaba en la esquina de Ubiergo donde se solía poner, le había
visto venir y había ido al punto de encuentro.
- Pues
mira, te tendría que coger bastante comida hoy, ¡qué bien que hayas venido! Mi
marido está muy delicado, tiene problemas de salud, ¿sabes? Y como está todo
tan mal, no sé cuándo le habría podido comprá fruta, y verdura... ya no podemos
conducí ninguno de los dos... pero tengo un problema.
- Tú
me dirás, mujer.
- Que
no tiengo perras, pensábamos bajar Graus y se puso a nevar... ¿te puedo pagá
con tarjeta? ¿Cómo lo faren?
- Glups,
con tarjeta...
Pedro
no tenía tarjetero aun. Y mira que Ana le insistía... pero no lo había
gestionado.
- Pues
nada, mujer, coge lo que quieras y ya me lo pagarás
- Pero
¡qué bueno eres! Ya sabía que me lo darías sin problema. Gracias, Pedro, eres
un sol. Te cojo para veinte días, hasta que suba mi hijo.
- Nada,
nada, ya pasaré al mes que viene.
Salió
de Ubiergo sin mercancía casi, y sin dinero.
- No
sé yo, no sé yo... esto está un poco feo. Ana se va a enfadar mucho... vuelvo
casi sin dinero ni carga.
Mientras
le daba vueltas a sus últimos y poco fructíferos negocios, Pedro, de repente
llegó a una zona toda helada, entre la Puebla y Ubiergo, se puso a casi 10 por
hora. No quería liarse a poner las cadenas.
Y de
repente, lo vio. Estaba ahí, al borde de la cuneta. Hecho un ovillo, apoyado en
la ermita de Santa Waldesca. Un hombre de piel morena, desnudo. Desnudo del
todo, vamos. Hecho un ovillo, tirado en la nieve.
- Ahí
va, ¿Qué es esto? ¡Lo que faltaba! Mejor me las piro. Qué cosa más rara.
Al
pasar a su lado aminoró y lo vio mejor. Era un joven y le miraba. Estaba
desnudo como el día que lo trajeron al mundo. Miraba con desaliento, y
resignación. Pedro pasó de largo.
- ¡Madre
mía, que poco conocimiento! ¡Se va a helar! ¿Qué hará ese tío ahí? ¡Igual le
han robado!
Siguió
despacio, pero no se lo quitaba de la cabeza.
- Pedro,
¡no me jodas! ¿Cómo lo puedes dejar ahí? ¿Es que ya no tienes Dios? Se dijo a
sí mismo, y frenó. Miró por el retrovisor. Un bulto negro se divisaba en el
borde de la carretera, y se movía muy escasamente.
No es
que Pedro se acordase mucho de Dios, salvo para decir algún taco, pero los ojos
del joven abandonado se habían clavado muy profundamente en él. Abrió la
petaca, y bebió.
Dio
la vuelta en un recodo, y volvió hacia atrás. El ruido renqueante de la
furgoneta amenazaba ruina. Otra más.
- Tendría
que haberle cambiado ya el aceite... en cuanto tenga dinero me compro una lata
y se lo cambio.
Llegó
hasta el bulto, y paró, sin parar el motor, por si acaso se estropeaba todo. Ya
solo le faltaba quedarse tirado con la furgoneta en mitad de la nieve, y sin
seguro de auxilio en carretera. No sabía si Baldellou le volvería a fiar el
coste de la grúa...
- ¡Eh,
tú! ¿Estás tonto u qué? ¿No sabes que te vas a morir de frío? ¿Qué haces ahí
largo?
El
joven no respondió. Era moreno, de piel y de pelo. Los ojos negros miraban con
una infinita tristeza. Se levantó sobre los brazos. No parecía tener mucha
fuerza para hacer nada más. Pedro se impacientó.
- Oye,
no sé si eres tan tonto como pareces o te has quedado así del frío o del susto.
Venga, sube; no puedo dejar que te mueras. No dormiría bien esta noche.
Como
el joven no se movía, bajó de la furgoneta y le ayudo a subir a la cabina. Le dio
su polar lleno de manchurrones. Y una manta vieja que llevaba. Y su gorro.
Entonces le entró frío a él, y se acordó del orujo. Le dio la petaca.
- Toma,
bebe. Bebe mucho, que nos lo acabamos. Déjame algo, que para eso te he salvado.
Entre
los dos se acabaron el orujo.
- ¿No
vas a decir nada? ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? ¿Cómo has acabado en la
capilla? ¿Estás loco? No pareces peligroso... Esto último solo lo pensó.
- Me
llamo Mijail, y no soy de aquí. No puedo decirte cómo he llegado. Solo que Dios
me ha castigado.
- Sí,
eso sí que parece ser verdad... Pedro pensó que el tal Mijail debía ser un
rumano, de esos que se veían involucrados en las plantaciones ocultas de
marihuana de la zona, y que los jefes de la banda habían decidido dejarlo
tirado. Por un momento le entró mal rollo, no quería verse en movidas. Él era
caótico, pero más o menos honrado.
- Eres
víctima de alguna venganza de los tíos esos que trafican... seguro.
- No.
Nadie me ha tratado mal. Solo es obra de Dios. Me lo merecí, y aquí estoy.
Bueno,
el chico parecía sincero. Y no tenía pinta de malo... igual solo estaba un poco
pasado de vueltas.
Ya
llegaban a la caseta. Seguía haciendo mucho frío. El tiempo nublado mantenía el
hielo.
Aparcaron
y bajaron. Ana estaba dentro.
- Hola,
amor.
Ana
les vio desde la puerta de la casa. Y taladró con la mirada a su pareja. Venía
borracho. Y encima se traía un inútil como él. Era el colmo.
- ¿Cómo
ha ido el día? ¿Cuánto has vendido?
- Verás,
es que Antonieta de Ubiergo, no tenía dinero, solo la tarjeta...
Ana
le leyó la mirada. Eran muchos años de las mismas movidas.
- Claro,
y tú sigues sin tener tarjetero...
- Bueno,
pero está encargado.
- Y
esta joya desnuda, ¿Quién es, cariño? ...¡Esto ya es lo que faltaba!
Mijail
miraba triste, en silencio. Parecía asustado.
- Me
lo he encontrado. No podemos dejarle morir de frío.
- Sí,
lo alimentaremos con la fortuna que has ganado hoy... ¡¡Inútil!! Tú y tus
amigos, todos iguales.
Dile
que se vaya andando a Graus y llame al ayuntamiento, no está lejos... Oye, y márchate
tú también con él, de paso, y me dejas en paz.
Y se
metió y cerró la puerta. Pedro se quedó de pie. Mijail miraba al suelo.
Pedro
llamó a la puerta muy quedo y entró. Ana estaba acabando de guisar unas judías
blancas con tocino.
- Ana,
no puede ser. Déjalo quedarse, aunque sea solo hasta que se funda la nieve.
Puede dormir en la leñera. Que haga fuego en el rincón ese, y se eche una
estera. La puerta cierra bien. Y parece una buena persona.
- Si
fuera una buena persona, no estaría completamente desnudo, una mañana de enero
en la nieve.
- Ana,
no te enfades tanto. Es malo. Recuerda que todos tenemos que morir algún día. Y
a lo mejor hay algún Dios que nos espera al otro lado, y en ese momento nos
recuerda lo que hicimos aquí hoy.
Ana
estuvo a punto de mandarlo a freír espárragos, pero miró al extraño, que estaba
en la puerta, sin entrar. Expresaba dolor con la mirada, en silencio. Su
corazón se ablandó. Se levantó y puso dos platos, dos vasos y cubiertos.
- Venga,
dile que entre y que coma lo que quiera.
- Pasa,
chico, pasa.
Era tarde, ya bajaba el día. Ana se sentó al
lado del fuego, separada de ellos. Los miraba. Pobre chico. Le entró compasión,
al verlo vestido tan estrafalariamente. El polar le tapaba hasta las nalgas, le
venía muy grande. El extraño lo notó, la miró y de repente sonrió, por primera
vez. El dolor parecía desaparecer de su rostro contraído. Su sonrisa era
limpia. A Ana le impresionó. Notó algo dentro, que le daba paz.
Bueno,
quizá solo es un pobre joven con problemas. En la leñera se puede quedar unos
días, pensó.
- Anda,
ahí tenéis judías blancas, y fruta. Comed lo que queráis.
El
joven volvió a sonreír, sin decir nada. Sus ojos brillaban de alegría.
Pedro
hizo sentar al chico y sirvió comida abundante, agua y vino para los dos. El
joven apenas probó el vino.
Ya
más relajados, intentó aclararse de la procedencia del chico, que se llamaba
Miguel, o Mijail.
Nada
útil salió de su boca. Solo estrafalariedades: “Dios me ha castigado porque le
desobedecí, estaba allí desnudo a punto de congelarme y tu mujer y tú me habéis
salvado. ¡Qué el buen Dios os lo pague!” y chorradas por el estilo.
Debe
ser protestante. O budista, pensó Pedro. No parece loco... En fin...
Tampoco
tenía un acento francés, ni rumano. Habla normal, bastante neutro... Igual es
un alien... Pues que se fastidie. Si ha de quedarse aquí, y creo que es lo
único lógico con la que está cayendo, lo pondré a currar, pensó Pedro. No me
irá mal que alguien prepare la mercancía. Así Ana se libera de tiempo para sus
clases y los críos.
Ana,
que se había ido para dentro de las habitaciones, salió con una muda completa,
una chaqueta vieja, zapatos...
- Toma.
Si has de estar con nosotros, vístete normal, esta ropa te irá un poco corta,
pero cumplirá su función. Y devuélvele el polar a Pedro. Vas mejor con todo
esto. Ya te daré más esta semana. Ven conmigo, te enseñaré donde vas a dormir.
Hay una estufa de leña, puedes encenderla.
Y
salieron al cobertizo viejo; allí Miguel encontró algo parecido a un hogar.
Esa
noche, a Ana le costaba descansar. Daba vueltas y veía al inconsciente de su
marido dormir como un queso, roncando feliz.
- ¡¡Pedro!!
- ¿Qué?
¿Qué pasa, qué pasa?
- Pedro,
no me saco al joven ese de la cabeza. Y la chica me ha pedido 100 euros por wasap
esta tarde. Tiene que pagar la habitación, al menos el mes pasado.
- Tranquila,
mujer, algo saldrá.
- ¡Pedro!
- ¿Qué,
qué? Se había dormido en segundos.
- Parece
un buen hombre. Te puede ayudar, en todo caso, con esta nieve y esa pinta de
tonto no puede ir a ningún lado... Mañana le pediré un adelanto a mi jefa de la
academia. ¿Qué te parece?
- Bien,
bien... tranquila, mujer. Y se durmió. Y Ana, al cabo de un rato, también,
aunque menos profundamente, dándole vueltas a lo ingrata que era la vida. Ellos
ayudaban y nadie les ayudaba a ellos.
*****
Cuando
Pedro se despertó a la mañana siguiente, el extraño ya estaba sentado en la
mesa, al lado de la estufa apagada. Se le veía animado. Nada dijo, pero le
sonreía con los ojos.
Emmm,
¿Cómo dijiste que te llamabas?
- Miguel.
Para vosotros, Miguel.
- Bueno,
Miguel, algo tendrás que hacer si te quedas con nosotros. Ven, vas a apilarme
unas cajas y me vas a preparar lotes de nueces con un retel. Hazlos todos
iguales, usa la balanza. Y luego te iré mandando cosas. No me atrevo a llevarte
por ahí con la furgoneta, aunque me irías bien. Me ayudarás con lo del almacén.
- Miguel
asintió en silencio. Le siguió, y enseguida demostró una cierta habilidad.
Cerraba correctamente las bolsas de nueces, se le veía fuerte y diligente.
Bueno,
igual nos sirve para algo, pensó Pedro. Y entre los dos cargaron la furgoneta.
Había menos nieve, pero estaba dura y helada, la niebla la mantenía así. A lo
largo de los días, Miguel demostró aprender rápido. Apenas hablaba, pero
trabajaba sin descanso. Solo le habían visto sonreír una vez, cuando Ana aceptó
darle de cenar. Pero tampoco se podía decir que se le viese triste. Se le veía neutro,
en silencio, como su actitud.
*****
Día
tras día, semana a semana se cerró el círculo de un año entero. Miguel no se
marchó cuando se fundieron las nieves. Él trabajaba, nada pedía, silencioso, y
a Pedro le iba muy bien. Las hijas, cuando venían, y el crío le cogieron
cariño. Dormía en su cabaña, y cenaba allí. Durante el día, preparaba toda la
fruta y la verdura. No iba a repartir. La familia estaba más liberada para sus
otras faenas, y el trabajo les cundía más. Ana amplió el horario de clases, y
entro un poco más de dinero en casa. Por la caseta apenas pasaba gente. Los
pocos que le veían recibían como respuesta que era un primo de Barcelona. Y
todos lo daban por bueno.
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