Desde lo alto
del muro contempla el amanecer, el sol asoma por el horizonte. Dentro de unas
horas su peso se hará insoportable, calentará la arena del desierto circundante
hasta temperaturas apenas soportables, por eso en el interior de la fortaleza
la actividad es ahora febril. Criados y escuderos preparan todo lo necesario
para la marcha.
¡Ay
si ella pudiera acompañarlos! Vestir el hábito blanco y cabalgar por el
desierto al amanecer, enfrentarse a sus enemigos en mil batallas, proteger
peregrinos en el camino a Jerusalén. En lugar de eso debe permanecer soñando
sobre los muros de esta fortaleza que la protege y le permite sentirse segura.
Aquí dentro no existen el miedo ni el dolor, solo un anhelo de libertad que
llega cada amanecer y se va extinguiendo lentamente a medida que el sol recorre
su camino en el horizonte. ¡Si tuviera valor robaría un hábito del almacén y se
escondería entre los monjes guerreros para salir con ellos hacia la batalla!
Los envidia, los ve que se acercan con la capa de su blanco uniforme al viento,
la cruz roja bordada sobre el pecho palpitante de valor. Como cada día vendrán
a presentarle sus respetos antes de partir; ella sonreirá mientras se alejan y
durante unas horas su corazón aún anhelara huir con ellos hacia el amanecer.
El
doctor no deja de sorprenderse ante su sonrisa, ha contado su historia mil
veces, a mil generaciones diferentes de alumnos y residentes y sigue sorprendiéndole
que un día lo dejara todo. “Era nuestra compañera”, suele decirles, “Alegre y
divertida. Un buen día se quedó en silencio. Con el tratamiento hemos
conseguido que se ocupe de sí misma, pero poco más. Ocasionalmente sufre
episodios autolimitados de tristeza”.
Lo que nunca
les dice es que daría una parte de su vida por saber que sucedió, donde vive
ahora la persona que un día conoció, que caminaba segura por el hospital,
atendiendo a sus pacientes sin temor, ¿recordará quién era? y dentro de su
corazón, en lo más profundo de su alma ¿pervive aún el anhelo de regresar?
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