domingo, 11 de julio de 2021

El himno inmortal

 

La marcha por aquellos senderos de montaña lo estaba destrozando.

Estaba cansado, muy cansado. Y no solo por el esfuerzo físico reciente, sino por todo lo padecido durante el último año. Su agotamiento estaba repleto de desilusiones, amarguras y sinsabores.

En poco más de un año había pasado de ser un entusiasta de las nuevas libertades a ser considerado un traidor a la patria, un antirrevolucionario, y a ver como ponían precio a su cabeza. 

Él, que había depositado toda su confianza en aquellos vientos libertarios, había visto como gran parte de sus amigos habían sido arrastrados, condenados y ejecutados por el huracán de la revolución. Y él mismo apenas era un fugitivo, un exiliado, que tenía que huir de su patria para poder conservar la vida.

El terror se había hecho señor de Francia, y todo aquel que no fuera suficientemente jacobino estaba condenado a recibir el beso helado de Madame Guillotine.

Así que allí estaba. Guiado por ese pastor al que había sobornado y del que no acababa de fiarse, a través de esas sendas impracticables, con el corazón en la boca y con el frío y el miedo empapándole el alma. Encaminándose hacia las tierras de los germanos contra los que no hacía demasiado tiempo se había enfrentado en el campo de batalla.

Porque en 1792 él era un capitán que formaba parte del Ejército del Rin. Y mientras la Asamblea Nacional debatía en París si, para defender las nuevas libertades conseguidas, debían o no declarar la guerra a los países vecinos que pretendían mantener los gobiernos absolutistas, los ciudadanos de Estrasburgo, donde se acuartelaban sus tropas, no se hacían ilusiones.

La capital estaba lejos, pero allí, en Alsacia, sabían que cuando sonaran los cañones ellos serían los primeros en sufrirlos. Y que cuando se reactivara, una vez más, la lucha milenaria entre Francia y Alemania, esta vez en nombre de la nueva libertad por un lado y del antiguo orden por el otro, ellos serían la primera línea de batalla.

Así que cuando por fin llegó la declaración de guerra, firmada por el Rey contra Austria, el pueblo excitado salió a las calles y a las plazas, y mientras la guarnición desfilaba, y después de que el alcalde, el Barón Dietrich, con la escarapela tricolor en el sombrero, leyera la proclamación de guerra, comenzaron a lanzar vítores y proclamas con patriótico entusiasmo que pretendían acallar sus secretos temores.

Y ahora, en esas frías sendas de montaña, el antiguo capitán recordaba como aquel día, tras el alborozo inicial y tras la cena ofrecida a los generales, oficiales y funcionarios, su buen amigo, el Barón Dietrich, le instó a que, puesto que tenía conocimientos musicales, escribiera un himno que inspirara al Ejercito del Rin en la próxima batalla que se avecinaba. Y que fuera una canción vibrante que exaltara el patriotismo de los soldados y de los ciudadanos de la población.

Y recordaba como aquella noche, en su aposento, un poco abrumado por el encargo, se puso manos a la obra con la composición. Y sorprendentemente la creación de la letra le resultó mucho más sencilla de lo que se hubiera imaginado. Apenas tuvo que discurrir nada. Tan solo tuvo que enlazar y rimar todo lo vivido y lo escuchado durante aquel eufórico día. Las consignas que se oían por las calles, “Que tiemblen, pues, los cabezas coronadas!” “¡Marchemos hijos de la libertad!”, o las que se veían escritas en los carteles y que pretendían enardecer al pueblo, “¡a las armas ciudadanos!” “Ya ha sonado la señal. El estandarte sangriento se ha alzado”. Y entre ellas solo tuvo que hilvanar los temores de los más humildes, que siempre son los que más sufren en las guerras, el de las madres que se preguntaban si los soldados teutones asesinarían a sus hijos, y el de los campesinos que temían que el enemigo asolara y pisoteara sus sembrados y que empapara de sangre sus tierras. Y finalmente concluyó envolviéndolo todo con la fe en la victoria y el amor a la libertad, con el odio a los tiranos y los temores por la tierra natal. Así que sin apenas darse cuenta surgió primero el estribillo y posteriormente todas las estrofas, una tras otra, hasta siete.

Luego recordaba cómo había pasado el resto de la noche, violín en mano, componiendo la música que acompañaría a los versos escritos. Pero hasta eso fue fácil. Tenía la sensación de que copiaba al dictado en la partitura el ritmo de la calle que, de un modo maravilloso, se ajustaba perfectamente a las palabras escritas.

Sí, recordaba aquella noche de febril actividad, muy distinta de la que estaba viviendo en aquellas montañas, también febril, pero en este caso por la ansiedad y por el miedo a ser atrapado por las milicias que ya les estaban pisando los talones.

Y cuando llegó el alba recordó aquel otro amanecer, no tan lejano, en el que concluyó la composición y se recostó cansado en el camastro. Y allí, entre las frías peñas desnudas, echó de menos aquel camastro y aquel sueño reparador tras el cual corrió a entregar su obra al alcalde. Recordaba el entusiasmo del Barón que se apresuró a ensayarla para poder estrenarla aquella misma velada acompañado al clave por su esposa.

Y aquella noche del 26 de abril de 1792, tras la cena, al llegar a los postres, el Barón Dietrich, tenor aficionado, estrenó aquella composición del joven capitán ante una escogida audiencia. Y aunque esa “Canción de guerra para el Ejército del Rin”, como escribiría más tarde la señora Dietrich, “tuvo mucho éxito entre la concurrencia”, que la aplaudió con entusiasmo, y que entre vivas a Francia felicitaron al autor, ninguno de los presentes se hizo idea del momento histórico que acababan de presenciar, ni de la extraordinaria e inmortal melodía que acababan de escuchar.

Y ni el Barón, ni el autor, aunque hicieron y distribuyeron cientos de copias de la obra, esperaban realmente que fuera recordada con el paso de los años.

La batalla se ganó. Pero luego vinieron tiempos oscuros, y la alegría de aquella velada fue sustituida por “el terror”, y muchos de los asistentes a aquel efusivo estreno acabaron en el cadalso. Entre ellos el Barón Dietrich y el mariscal Luckner, a quien había sido dedicada la canción. Y el propio autor, acusado de realista, fue degradado, perseguido, y ahora se veía obligado a cruzar aquellas montañas nevadas intentando salvar su vida.

¿Pero que le había hecho recordar todo aquello en esa helada mañana? Cuando el frío viento le llevó las voces de sus perseguidores lo comprendió aterrado. Aquellos crueles milicianos que le acosaban querían torturarlo con saña aun antes de apresarlo. Porque lo que traía a sus oídos la ventisca helada no era otra cosa que el himno que el mismo había compuesto aquella noche en Estrasburgo, un año antes, y con el que ahora sus perseguidores parecían querer intimidarlo.

Incrédulo, y temeroso de que el pánico le estuviera haciendo sufrir una alucinación, se giró hacia su guía y le preguntó aterrado.

- ¿Escuchas ese canto?

El pastor sonrió y le contestó:

- Claro que sí, es una canción revolucionaria muy famosa. La llaman “La Marsellesa”.



Relato inspirado por Martín Llade, in memoriam de Claude Josep Rouget de Lisle, autor del himno inmortal.

Escena mítica de la Marsellesa en la película Casablanca:

https://www.youtube.com/watch?v=j8LG_cyiuC8

Y si la quieren escuchar entera:

https://www.youtube.com/watch?v=bTWMTWT8nVo



Publicado por Balder

1 comentario:

  1. Precioso relato Balder. A veces quizás sea preferible quedarse con tirano conocido, que enaltecer y apoyar a los liberales que te llevarán al cadalso.
    P.M.F

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