A lo largo del mundo existen, sin duda, lugares mágicos, especiales, cargados de energía. Algunos son lugares personales donde hemos sentido o vivido experiencias que nos marcan para siempre y llenan nuestro corazón y nuestra alma de una indescriptible sensación de paz y serenidad. Otros poseen una cualidad universal, desde el principio de la historia del hombre; en ellos se han asentado rituales y creencias que superpuestos los unos a los otros han llegado hasta nuestros tiempos.
En ocasiones es difícil precisar si esa sensación que no podemos describir con palabras procede del lugar, de los objetos que allí se encuentran o simplemente de la energía que la fe y la esperanza que millones de hombres han ido depositando a lo largo de siglos de ininterrumpida peregrinación.
Es hermoso creer en la magia de lugares, cosas o personas; sentirla, vivirla en toda su magnitud. Es fácil cerrar los ojos y dejarse llevar por esa sensación de paz interior, de haber encontrado un lugar común, una casa perteneciente al alma de la humanidad. La energía fluye en el aire y te invade lentamente de un modo casi imperceptible, eres consciente de los latidos de tu corazón, de los susurros de otros seres humanos cuyo eco retumba a tu alrededor desde el principio de los tiempos y hasta del sonido distante de las estrellas.
Y cuando más feliz eres la razón te golpea en forma de tomo gigante del DSM-V, sin reducciones ni mini compendios; con toda su absoluta y cuadriculada racionalidad. Viene a tu mente lo poco que recuerdas de lo poco que en su momento aprendiste: la razón de la sinrazón, las raíces de los mitos y leyendas a los que te aferras buscando la infancia perdida y su anhelada seguridad; la asociación inexorable entre el pensamiento mágico hiperdesarrollado y la esquizofrenia y otras alteraciones psiquiátricas, los estudios sobre el misticismo y las enfermedades mentales. Piensas que quizá ya lo sabían los judíos ultraortodoxos cuando desaconsejaban que determinadas personas estudiaran la Cábala (vamos a obviar que se les prohibía a las mujeres) porque se volverían locas.
Por un momento te sientes perdido en un vacío de fe y razón. Todo resulta más creíble que tu propio corazón o tu mente, hasta que las deidades hindús eran solo extraterrestres luchando en el gran campo de batalla de la tierra. Y piensas en el regalo con trampa de la fe. Envidias a esas personas de fe absoluta sin fisuras, que haberlas hailas, y a esos otros cuya única religión es la razón pura. Sopesas si es bueno o no oír tú voz interior y dejarte llevar para cruzar sin miedo esa línea casi invisible entre la razón y la sinrazón.
Anotas en la libreta los pros y los contras y al revisarlos reconoces de pronto algunos momentos en los que ambos se encuentran y como por ensalmo se tocan y lo sientes entonces como si ese dedo de Dios, magníficamente representado por el maestro Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, hubiese rozado tu piel para hacerte sentir como a San Ero de Armenteira, profundamente consciente e inconsciente al mismo tiempo de ti mismo y de la eternidad; como si durante un tiempo breve e infinito a la vez se te hubiese concedido el privilegio de atisbar el Paraíso, de percibir que formas parte del instante mismo de la Creación.
Así que aquí estoy, recordando mi paso por la Capilla del Santo Cáliz de la Catedral de Valencia y hasta que el DSM-V me golpee otra vez, solidarizándome con John Lennox cuando dijo aquello de "Cuanto más comprendo la Ciencia más creo en Dios".
Publicado por Farela.
En ocasiones es difícil precisar si esa sensación que no podemos describir con palabras procede del lugar, de los objetos que allí se encuentran o simplemente de la energía que la fe y la esperanza que millones de hombres han ido depositando a lo largo de siglos de ininterrumpida peregrinación.
Es hermoso creer en la magia de lugares, cosas o personas; sentirla, vivirla en toda su magnitud. Es fácil cerrar los ojos y dejarse llevar por esa sensación de paz interior, de haber encontrado un lugar común, una casa perteneciente al alma de la humanidad. La energía fluye en el aire y te invade lentamente de un modo casi imperceptible, eres consciente de los latidos de tu corazón, de los susurros de otros seres humanos cuyo eco retumba a tu alrededor desde el principio de los tiempos y hasta del sonido distante de las estrellas.
Y cuando más feliz eres la razón te golpea en forma de tomo gigante del DSM-V, sin reducciones ni mini compendios; con toda su absoluta y cuadriculada racionalidad. Viene a tu mente lo poco que recuerdas de lo poco que en su momento aprendiste: la razón de la sinrazón, las raíces de los mitos y leyendas a los que te aferras buscando la infancia perdida y su anhelada seguridad; la asociación inexorable entre el pensamiento mágico hiperdesarrollado y la esquizofrenia y otras alteraciones psiquiátricas, los estudios sobre el misticismo y las enfermedades mentales. Piensas que quizá ya lo sabían los judíos ultraortodoxos cuando desaconsejaban que determinadas personas estudiaran la Cábala (vamos a obviar que se les prohibía a las mujeres) porque se volverían locas.
Por un momento te sientes perdido en un vacío de fe y razón. Todo resulta más creíble que tu propio corazón o tu mente, hasta que las deidades hindús eran solo extraterrestres luchando en el gran campo de batalla de la tierra. Y piensas en el regalo con trampa de la fe. Envidias a esas personas de fe absoluta sin fisuras, que haberlas hailas, y a esos otros cuya única religión es la razón pura. Sopesas si es bueno o no oír tú voz interior y dejarte llevar para cruzar sin miedo esa línea casi invisible entre la razón y la sinrazón.
Anotas en la libreta los pros y los contras y al revisarlos reconoces de pronto algunos momentos en los que ambos se encuentran y como por ensalmo se tocan y lo sientes entonces como si ese dedo de Dios, magníficamente representado por el maestro Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, hubiese rozado tu piel para hacerte sentir como a San Ero de Armenteira, profundamente consciente e inconsciente al mismo tiempo de ti mismo y de la eternidad; como si durante un tiempo breve e infinito a la vez se te hubiese concedido el privilegio de atisbar el Paraíso, de percibir que formas parte del instante mismo de la Creación.
Así que aquí estoy, recordando mi paso por la Capilla del Santo Cáliz de la Catedral de Valencia y hasta que el DSM-V me golpee otra vez, solidarizándome con John Lennox cuando dijo aquello de "Cuanto más comprendo la Ciencia más creo en Dios".
Publicado por Farela.
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