La carretera estaba en un estado
deplorable. El reciente temporal la había dejado totalmente cubierta de ramas y
de hojas, y eso unido a la pertinaz lluvia que seguía cayendo a la escasa luz
del atardecer, no facilitaba precisamente la conducción.
Como cada vez que recorría aquel
trayecto, y sobre todo cuando las circunstancias meteorológicas eran similares,
iba repitiéndome una y otra vez, que tendría que ir pensando en dejar ese
empleo de los miércoles por la tarde. Aunque sabía que no lo haría.
Lo cierto es que estaba muy agobiado por el
trabajo. Además de las mañanas en el Hospital, ocupaba todas mis tardes pasando
consulta en diferentes policlínicas de la comarca. Pero aquellos más de cien
kilómetros de montaña que debía de recorrer las tardes de los miércoles, eran
los que peor llevaba.
No iba demasiado sobrado de dinero, y después
de la separación aún menos. Por otra parte, todavía debía de pagar los plazos
del apartamento, de los electrodomésticos, y del maldito equipo informático. Y
en esas fechas ya tendría que ir pensando en comprar los regalos de Navidad
para mis hijas... No, no me quedaba otro remedio que seguir recorriendo
aquellas malditas curvas todas las semanas.
Además, apartarme el mayor tiempo
posible del cúmulo de desorden y caos donde entonces vivía, me obligaba a
relacionarme un poco con el resto del mundo, y me ayudaba a no tener demasiado
tiempo para pensar.
Últimamente apenas salía, si no
era por motivos de trabajo, y me pasaba las horas muertas delante de la pantalla
del ordenador, o en el mejor de los casos, releyendo algún viejo libro que
entresacaba del montón de papeles que cubrían las estanterías del apartamento.
Precisamente acababa de empezar un antiguo volumen, recopilación de leyendas
peninsulares, que me había hecho recordar los tiempos, no sé si más felices, de
mi infancia, y los cuentos que me contaba mi abuela.
Lo peor del caso era que el
tiempo que tenía para estar con mis hijas tampoco era el suficiente. Y
justamente esa tarde y a esas horas iba pendiente del reloj, acelerando en cada
recta, por ver si todavía podía llegar, aunque solo fuera al final del festival
de Samain que realizaban aquella tarde en el colegio. El referido Samain, era,
según dicen, la ancestral celebración celta del final del viejo año que
precedía al día de difuntos, y en el que los muertos, las brujas y los
espíritus entraban, o podían entrar en el plano de los mortales. Aunque para
mí, foráneo de aquellas tradiciones, no era más que una especie de versión
gallega del Halloween yanqui.
En eso estaba cuando el exceso de velocidad,
una curva demasiado cerrada, y unas hojas mojadas y aplastadas en el asfalto,
me hicieron perder momentáneamente el control del coche, y dieron al traste con
mis últimas esperanzas de llegar a tiempo.
Mientras descubría como suena el reventón de
una rueda, el coche comenzó a derrapar primero, y a girar en trompos después,
casi como si estuviera bailando o como si fuera partícipe de una alegría
infinitamente mayor de la que su dueño nunca se hubiera atrevido a manifestar.
Creo que fue entonces cuando se partió el eje. El caso es que al tiempo que oía
los latidos desbocados de mi corazón y el rechinar del asfalto bajo mis pies,
contemplé con impotencia como inexorablemente me salía de la carretera, y rodando cuneta abajo acababa chocando, medio
de costado, contra uno de los inevitables eucaliptos del bosque por el que
discurría la carretera.
Supongo que me quedé inconsciente durante un
buen rato, porque cuando abrí los ojos, envuelto en los gorgoritos que Edita
Gruberova lanzaba desde el destartalado radiocasete, ya era noche cerrada, el motor del automóvil
se había detenido, y apenas veía más allá de lo que iluminaba el único faro
superviviente al choque. Bien es cierto que a mi visión no contribuía demasiado
el que mi ojo izquierdo hubiera decidido tomarse un descanso bajo los párpados
y la ceja tumefactos. Y no era este el más deteriorado de mis órganos. Sentía
dolorosamente huesos y articulaciones de los que hacía tiempo no tenía
constancia, pero por encima de los demás, era el hombro izquierdo el
protagonista de aquella lacerante función que estaba interpretando todo mi
cuerpo. Las rodillas, estaba seguro de que estaban despellejadas bajo la tela,
milagrosamente integra, del pantalón. Y tenía serias dudas con respecto a la
capacidad de mis piernas para sostenerme en pie. Por lo demás, todo mi ser
debía de presentar un aspecto lamentable.
Cuando me despejé lo suficiente como para
pensar aceptablemente, calculé que debía de haber pasado al menos media hora desde
el accidente, y aunque la carretera no tenía demasiado tráfico, me extrañó que
no hubiera parado en todo ese tiempo ningún otro vehículo. Hasta que caí en la
cuenta de que me encontraba a unos veinte metros del camino, barranco abajo,
con lo que era prácticamente imposible que nadie que pasara por ella pudiera
verme entre la maleza, de noche, y más con la tormenta que estaba cayendo.
Y en eso estaba, intentando
organizar mis ideas, considerando la posibilidad de abrigarme de cualquier
forma, e intentar arrastrarme hasta la carretera para pedir ayuda cuando lo vi.
Aunque me imagino que, de alguna manera, él debió de hacer algo que atrajo
inconscientemente mi atención.
No debía de medir más de un metro
de altura, y su cuerpecito, aunque robusto, parecía incluso más pequeño en
comparación con su cabeza, que se me figuraba enormemente desproporcionada.
Tenía unos grandes y pícaros ojos marrones, aunque supongo que él, tan
jactancioso como era, diría eufemísticamente que eran de color miel. Del centro
de su rostro brotaba una gruesa nariz roja que recordaba en todo a un fresón,
de tan colorada, abollonada y granulosa como era, y justo por debajo de ella,
una enorme sonrisa, le dividía la cara en dos como si fuera el tajo de una
rodaja ausente en una enorme sandia, y por la que asomaban unos dientes
separados y amarillentos. Las orejas, por descontado que eran puntiagudas, y el
pelo, a la luz del faro, era de un brillante color zanahoria. Llevaba un pequeño
traje tres piezas, muy elegante, de tonos verdes, aunque con un par de
remiendos amarillos. Y los enormes y velludos pies iban descalzos pese al frío
y a la lluvia de aquella noche. Entonces caí en la cuenta de que no había en él
ningún signo de que la tormenta le hubiera afectado lo más mínimo, ninguna
mojadura, ni un chorretón en sus cabellos, y ni tan siquiera la más pequeña
mancha de una sola gota de agua.
En resumen, aquella especie de
gnomo o duende, era la criatura más hermosamente fea que imaginarse pueda. Y
era tan obvio su carácter fabuloso, que ahí fue donde comencé a pensar que al
fin y al cabo mi cabeza no había salido tan incólume del choque como en un
principio había supuesto.
Siempre me han gustado los
cuentos de hadas. Sobre todo aquellos que están basados, o que remedan las
leyendas locales de nuestra tierra. De niño me encantaba leer la leyenda de la
dama de Amboto, o las de las lamias, o las de trasgos y duendes, y de adulto la
literatura fantástica ha sido una de mis preferidas. Pero el verme ante una
representación, aparentemente real, de mis fantasías de infancia, era algo con
lo que no había soñado desde hacía años, y que en ese momento y tras aquel
accidente era lo que menos me hubiera esperado que pudiese sucederme, y por
supuesto la menos tranquilizadora de cuantas situaciones pudiera imaginarme.
Y para colmo de desdichas, y
deterioro de mi integridad mental, que en ese momento ya corría serio peligro,
aquella extraña criatura no se conformó con aparecer sonriente ante mí, sino
que comenzó a hablarme en un tono de recriminación, como si llevara mucho rato
esperándome y yo llegara con retraso a la cita, y encima lo hacía en verso:
- Ateniense de entre ríos,
ya era hora que despertaraisy que del Drum-Drum bajarais
para arreglarme los líos.
Mi señor ya se impacienta
y pues la noche ya empieza,
y a la luna despereza,
la magia ya se acrecienta.
Mi cabeza estallaba por momentos,
no solo tenía una alucinación, relacionada en mayor o menor medida con el libro
que estaba leyendo y con mis sueños de infancia, sino que además me hablaba.
Por otra parte, pensaba que mi problema psíquico debía de ser especialmente
grave, cuando hasta mi propio subconsciente o inconsciente o fuera lo que fuera
aquella parte de mi mente que me estaba volviendo loco, que ya me lo aclararía
el psiquiatra, confundía ya no mi identidad, sino hasta el lugar de mi
nacimiento.
Y mientras dudaba entre si
diagnosticarme de un brote esquizofrénico o de un extraño y alterado complejo
de Edipo mal superado, aquel ser volvió a exhortarme impaciente:
- ¡Aviva el cuerpo y despierta!
¡Ya partimos con retraso!¡Si no apretamos el paso,
no hallamos franca la puerta!
Pero si malo es que tus
alucinaciones te hablen, lo que es un evidente signo de locura es que tu les
sigas la conversación. Y yo, que ya estaba convencido de estar totalmente falto
de juicio, no iba a llevarme la contraria en el diagnóstico. Aunque solo acerté
a decirle, o a decirme, algo así como:
- No soy ateniense, soy de
Teruel.
A lo que me replicó con una
expresión algo sorprendida y molesta en su rostro:
- De Teruel, Roma o Atenas,
al fin y al cabo, un mortal.¡Del Drum-Drum cruza el portal!
¡No me rompas las antenas!
No tengo toda la noche,
hoy necesito tus manos.
Te daré de mis ancianos,
magia si sales del coche.
Siempre he tenido el vicio de
pensar en voz alta, y desde que vivía solo el problema no había mejorado. Así
que supongo que sin pensar en lo que hacía, comencé a hablar conmigo mismo, si
es que lo que había estado haciendo hasta entonces pueda considerarse como otra
cosa distinta:
- ¡Dios mío perdóname mis pecados
y ayúdame! ¡Qué mal debo de estar cuando hasta mis alucinaciones me hablan en
verso! Esto tiene que ser algo más que el golpe del coche. Si es lo que yo
digo, esto me pasa por no hacer caso y comer filetes de cualquier cosa y en
cualquier bar.
- ¡Cuernos de filetes! ¡Soy real!
No podré seros más que lealsi la sacáis de aquel lugar.
¿No veis lo que yo os ofrezco?
Gloria, oro, magia, bienes,
o el secreto de los genes.
¿Es que acaso os aborrezco?
Salid del Drum-Drum agora
Os llevaré a la guarida
de la bruja, y ya dormida,
robadme a su "mandragora".
No recuerdo si llegué a decirle
que sí de alguna forma, o si tan siquiera llegué a contestarle a aquella
especie de proposición incoherente. De cualquier forma salí del coche, aunque
con más miedo que alma, con la secreta esperanza de que el frío y la lluvia me
despejaran, y que en el peor de los casos al intentar tocar a aquel ser y
demostrarme su intangibilidad, desaparecería la alucinación.
Pero apenas me vio fuera del
vehículo, y como si hasta entonces hubiera habido algo que se lo impidiera, se
lanzó hacia mí con la velocidad del rayo, y con una expresión de ansiedad en su
cara, me agarró de la mano y me arrastró, no sé si corriendo, con una fuerza y
a una velocidad increíbles para un ser tan diminuto, por entre los árboles del
bosque. Íbamos tan rápidos que me sentía llevar como volando, casi como una
cometa, remolcado de un brazo, el viento contra mi rostro y mis pies flotando
detrás de mí, y sin que ni la más pequeña gota de lluvia lograra alcanzarme.
Por un instante me dejé llevar
por el pánico, aparte de por el duende, pero enseguida me encontré riéndome de
mí mismo y hasta disfrutando del recorrido. Había oído hablar de alucinaciones
en las que el sujeto siente que vuela, pero hasta donde podía recordar no había
ninguna en la que un ser mitológico te arrastrara de aquella forma al mundo de
los sueños, al menos mientras el sujeto estaba consciente. Así que supuse que
todavía me hallaba desvanecido en el interior de mi automóvil, por efecto del
traumatismo del choque y que aquellos sucesos no eran más que un delirio
inconsciente. Y aunque pueda parecer increíble ese pensamiento me tranquilizó
totalmente, y me hizo sentir casi eufórico.
Supongo que el tener un sueño,
aunque delirante y consecuencia de un traumatismo craneoencefálico, es más
tranquilizador que sufrir un brote de esquizofrenia o de pseudología. De
cualquier forma seguían sorprendiéndome lo reales que me resultaban todas las
sensaciones, sobre todo las dolorosas, porque aquella especie de duende o
gnomo, o lo que fuera, me apretaba la mano de una forma no precisamente
delicada, presumo que para evitar que me quedara en algún recodo del camino por
el que nos dirigíamos a tan formidable velocidad.
El gnomo no paraba de hablar, o
por mejor decir de versear, y a pesar de ir yo en mis propias reflexiones seudo
médicas, y pese a lo incoherente de sus ripios, atiné a entender que la misión
a la que nos encaminábamos consistía en arrebatar alguna clase de “cachorro” de Mandrágora, del que prefería no
saber cómo habrían hecho para conseguir y criar, a una especie de bruja, que
vivía en el tronco hueco de un roble centenario, antaño hendido por un rayo,
pero todavía vivo. Supuestamente el tal “cachorro” era para fabricar un
poderoso bebedizo o filtro amoroso, que mi guía y acompañante debía de entregar
más tarde a un tal Oberon, a la sazón rey de los duendes. Al parecer, este lo
necesitaba para así conseguir enamorar de nuevo a la bella Titania, reina de las
hadas, a la que otros hechizos más comunes con la flor de la trinitaria, ya no
le hacían ningún efecto. Según aquel duende, que decía llamarse Robin “el buen
chico”, solo en la noche de Samain, en la que se entremezclan los tres planos
de la existencia, el de la magia o de los seres sobrenaturales, el de los
mortales o de la vida terrenal y el de los muertos o de los espíritus, un
humano físico, capaz de curar sin magia, y que condujera un “Drum-Drum”, sería
capaz de romper las barreras mágicas de la bruja, y entrar en su refugio,
guarida o vivienda, y arrebatarle el cachorro de Mandrágora.
Independientemente de lo
peregrino de la historia, y de lo rocambolesco de mis delirios, debe de
reconocerse que no podía negar que la descripción de ese “humano físico”,
encajaba conmigo, aunque a mí, al menos conscientemente, no se me hubiera
ocurrido definirme en esos términos. Y resultaba cuando menos curioso, que
después de la pericia que había demostrado conduciendo hacía un rato, ya fuera
un “Drum-Drum” o cualquier otro tipo de vehículo, fuera esa una de las
características fundamentales para que yo resultara el elegido en tan
descabellada aventura. Y al mismo tiempo, se me ocurría que si esa definición
era alguna clase de mensaje de mi torturada imaginación, estaba claro que
necesitaba ponerme en las manos de un loquero, psiquiatra, psicoanalista o
similar.
En cuanto a lo del cachorro de
Mandrágora, en mi improvisado psicoanálisis, creí ver que sería alguna especie
de representación de mis hijas, y un aviso de mi subconsciente, en relación con
cierto sentimiento de culpabilidad que debía de tener por haberlas dejado
prácticamente abandonadas. Sin embargo esto no acababa de encajarme. Hasta
donde podía recordar las mandrágoras podrían ser la alegoría de muchas cosas, pero
no precisamente de unas niñas inocentes.
Las mandrágoras legendarias eran
unos seres tan absolutamente complejos, tan independientes del resto del mundo
mágico y fabuloso, y tan alejados del habitual maniqueísmo que frecuentemente
envuelve al resto de seres mitológicos y fantásticos, que casi podrían haber
pasado por seres reales. Las mandrágoras eran, según decía su leyenda, unos
humanoides vegetales, altos, fuertes e inteligentes, de piel rugosa y
blanquecina, y con el pelo muy grueso, recio y verde como la hojarasca. Su
sangre era verde, espesa y pegajosa como la savia de las plantas. Y su
alimentación era fundamentalmente carnívora, sin desdeñar en absoluto la carne
humana. Según se decía eran muy apreciadas por toda clase de brujos, hechiceros
y curanderos, porque se creía que formaban parte de los elementos necesarios
para toda clase de pociones mágicas, y que con su savia se podía obtener el
afrodisíaco más potente que pudiera existir. Esto las hacía tremendamente
recelosas de los humanos. Pero si por algún extraño acontecimiento, un humano
conseguía atraerse su favor y conseguir su amistad, como según se decía había
conseguido el famoso botánico y diseñador de jardines Boutelou, se lo
agradecían proporcionándole una empatía con las plantas que los convertía en
los mejores jardineros que pudiera imaginarse, si bien a partir de entonces
eran fácilmente identificables, pues sus cabellos se volvían gruesos, rebeldes
y verdosos como la maleza salvaje del bosque.
Su nacimiento era cuando menos
algo tétrico. Si bien podían nacer como el resto de las plantas de la semilla
de un individuo adulto, esto no era lo más frecuente. Habitualmente nacían de
la tierra fertilizada por el semen de los ahorcados. Crecían como una planta
común, aunque poco a poco iban adquiriendo el aspecto y el tamaño de un niño,
hasta que se desarraigaban. Durante varios años se las ingeniaban para pasar
por un pequeño humano, e incluso se las arreglaban para ser adoptados por una
familia, de cuyos miembros se alimentaban succionándoles lentamente la sangre,
pero no de forma violenta como los vampiros, sino mediante unos besos indoloros
que dejaban a sus víctimas en un estado de somnolencia muy dulce, en el que
lentamente iban perdiendo sus fuerzas, hasta que finalmente fallecían. Cuando su
familia humana acababa sucumbiendo, se desplazaban a algún bosque cercano en
busca de sus auténticos congéneres, donde poco a poco iban arborizándose,
transformándose lentamente en un árbol cada vez más fuerte y frondoso, hasta
que finalmente en nada se diferenciaban de los del resto del bosque.
De aquí mi extrañeza y mi espanto
sobre los métodos que habría utilizado la bruja para conseguir aquel cachorro
en cuestión.
Realmente no me parecía lógico
que con esta leyenda tan macabra mi mente pudiera relacionarlas con mis hijas,
por muy “cachorro” que fuera esa criatura. Y si lo estaba haciendo, era una
prueba más de mi deterioro mental.
Finalmente, y tan rápido como
habíamos partido, llegamos a lo que debía ser nuestro destino.
Robin se detuvo bruscamente, y yo
caí cuan largo soy en un montón de broza húmeda. El golpe, si bien no demasiado
violento, si que fue totalmente inesperado, por lo que supuso una nueva
sorpresa dolorosa para mi magullado cuerpo. El duende sacó de alguno de sus
bolsillos una especie de esfera de cristal azulado, del tamaño de una pelota de
tenis, en la que volaba una pequeña multitud de luciérnagas u otras criaturas
luminosas, que con su escasa luz me permitieron distinguir el lugar en donde
estábamos.
Nos hallábamos en un pequeño
claro de hierba alta y pequeños arbustos. Había dejado de llover, pero la
humedad, brillando en las ramas y en el aire lo envolvía todo. La luz azulada
de la esfera se extendía tenue y oscilante entre las plantas. Y todo aquel
espacio que se hallaba bordeado por viejos robles, techado por ramas de roble,
y cubierto por miles de hojas de roble marchitas, se veía envuelto por un
fantasmagórico resplandor azul. Las hojas caían revoloteando, grisáceas,
llevadas por la fría brisa que soplaba en aquel lugar. El viento susurraba y
las ramas de los árboles crujían.
En el mismo centro de aquel lugar
se alzaba un enorme roble, viejo y negruzco, con el tronco hendido en dos, y
con una de sus mitades inclinándose amenazadora sobre nosotros. El árbol era
inmenso, y las largas ramas parecían apuntarnos como brazos tendidos con muchas
manos de largos dedos. El tronco bífido, nudoso y retorcido crujía débilmente
con el movimiento de las ramas. Las hojas se estremecían allá arriba en la copa
bajo las estrellas, y en el suelo unas grandes raíces nudosas penetraban en la
tierra como serpientes retorcidas que se estiraban para ocultarse en sus
guaridas subterráneas.
Un golpe de brisa originó en el
árbol un estremecimiento apenas perceptible que subió por el tronco hacia las
ramas, las hojas se sacudieron y murmuraron con el sonido de una risa lejana y
débil.
Un escalofrío me recorrió la
espalda y una sensación de inquietud volvió a invadirme. Robin me señaló la
hendidura donde se juntaban las dos partes del tronco, y en donde parecía percibirse
el agujero de entrada en el ahuecado tronco.
Dolorido y tembloroso, y sin
saber muy bien todavía que se esperaba de mí, me dirigí hacia el viejo roble
con el ánimo de quien va a profanar una tumba. Trepé con dificultad la pequeña
altura, que uno ya no está para esos trotes, y me incliné hacia la enorme boca
ahuecada y cubierta de telarañas. Por más que forzaba mi ojo sano, no conseguía
atravesar la oscuridad que se vislumbraba por detrás de las telas brillantes
por las gotas de humedad. Y cuando estaba volviéndome con la esperanza de que
el duende me indicara que debía hacer, este, que debió de adivinar mis dudas,
se adelantó y empujándome a traición y por sorpresa, me precipitó al interior
del tronco.
Caí a través de un túnel ancho,
lóbrego y frío, cuya densa oscuridad me envolvía y me oprimía de tal forma que
de alguna manera parecía disminuir mi velocidad de caída, y amortiguarme la
inminente colisión. Por un momento vino a mi mente la imagen de Alicia cayendo
mientras persigue al conejo blanco, pero el choque, no demasiado blando, de mis
costillas contra el duro y arenoso suelo, me hizo volver a la realidad. Bueno,
al menos a esa especie de realidad en la que estaba sumergido.
Me encontré tumbado boca arriba,
con la espalda y el cuello doloridos, bajo un techo terroso y abovedado. Y
justo encima de donde me hallaba observé lo que parecía ser una espaciosa
chimenea, que evidentemente era el túnel por el que había caído. Y apenas a un
par de metros escasos por encima del techo creí distinguir la salida al
exterior y el cielo estrellado.
Un tanto desconcertado, pensé que
la caída me había parecido mayor, y por otro lado que ya eran demasiados
golpes, choques y contusiones para una sola noche.
Me incorporé como pude,
intentando hacer el menor ruido posible, aunque después del escándalo provocado
por mi caída, dudaba que no me hubieran oído todas las extrañas criaturas que
habitaran aquella guarida subterránea, al menos aquellas que no estuviesen
completamente sordas. Pero ponerme en pie apoyándome solo en las escasas partes
de mi cuerpo que no estaban santificadas por los cardenales, no resultaba una
tarea fácil. Y mientras lo intentaba, un olor pegajoso y picante inundó mis
sentidos, y el humo denso y espeso que ocupaba todo aquel ambiente hizo que mis
ojos se cubrieran de lágrimas, dificultando aún más si cabe la tarea de
levantarme. Así que me quedé simplemente sentado intentando conjeturar que se
esperaba de mí en aquel momento.
Cuando mis ojos se adaptaron, al
menos parcialmente, a la escasa luz y al humo, descubrí que me hallaba en una
estancia descomunal, inimaginable desde el exterior del roble.
Aquel lugar era una enorme sala
mal iluminada por una tenue luz rojiza que parecía provenir de los cientos de
velas que cubrían todos los huecos de la pared, las esquinas y los rincones del
suelo. Enormes raíces de árbol cruzaban el techo, y eran ellas las que
soportaban, cual vigas naturales, la techumbre de aquella gigantesca
habitación. Al fondo, y justo enfrente de donde yo estaba, se distinguía la figura
de una bruja de cuento dándome la espalda. Vestía una túnica oscura hasta los
tobillos y un sombrero picudo de ala ancha cubría su cabeza. Y estaba tan
ensimismada leyendo un enorme libro, mohoso y polvoriento, que tenía colocado
sobre un atril, que parecía no haberse percatado de mi llegada a pesar de todo
el estruendo de la caída. Iba pasando un dedo artrítico y retorcido, con una
enorme uña negra y en forma de garra, sobre las páginas del texto, al tiempo
que murmuraba entre dientes los ingredientes de alguna extraña receta, mientras
que con la otra mano los iba extrayendo de pequeños recipientes, redomas y
morteros, y los iba dejando caer en una enorme y humeante olla de cobre que se
hallaba colocada sobre unas trébedes, encima de las brasas de un fogón.
Innumerables trastos y
cachivaches de toda índole, abarrotaban el resto de la habitación: Probetas y
redomas humeantes, animales disecados en posturas de acecho o de lucha, cientos
de libros y legajos polvorientos dispuestos en numerosas pilas inestables,
mesas, sillas y cajas desvencijadas, y varias jaulas de diferentes tamaños con
toda clase de tristes ocupantes en su interior. Si no hubiera sido por mis
magulladuras y el picor del humo en los ojos, hubiera jurado que estaba
contemplando un fotograma de una vieja película infantil. Y casi estaba por
echarme a reír, cuando unos tristes ojos verdes llamaron mi atención desde el
interior de una de las jaulas. Pertenecían a una criatura de pelo negro y
mirada lánguida y apesadumbrada, apenas vestida con unos sucios harapos, que se
aferraba tristemente a los barrotes de aquella especie de enorme pajarera. Y
aquellos enormes ojos derramaban, lo que parecían ser por algún singular efecto
de la iluminación del lugar, lágrimas de un extraño color verde. Salvo por el
aparente tono verdoso de sus cabellos y el de las lágrimas que corrían por sus
mejillas, hubiera dicho que la criatura enjaulada era una niña de unos cuatro o
cinco años.
Estaba tan ensimismado mirando a
aquella criatura prisionera, que cuando de pronto noté algo que caía sobre mis
muslos, el cuerpo me dio una sacudida del susto, y el corazón un vuelco.
Mientras trataba de recuperarme
de este nuevo sobresalto, descubrí que lo que se había precipitado sobre mí era
una gata negra de mediano tamaño, con ojos amarillos y escrutadores, y unos
aires de grandeza como no los tuvo en su día ni la Reina de Saba. Me miraba con
aprensión, como por encima del hombro, como quien mira con curiosidad a un
insecto segundos antes de aplastarlo, al tiempo que movía desafiante la larga
cola sobre su lomo ligeramente arqueado, y emitía un lento y sonoro ronroneo.
Por un momento tuve el gesto reflejo de acariciarla, pero me detuve al
instante. El rápido movimiento de su cabeza, no precisamente de temor, sino más
bien de advertencia, y la ligerísima elevación en el tono del ronroneo, no me
dejó ninguna duda sobre el desagrado que le había producido mi acción. Se diría
que el solo pensamiento de que un ser, evidentemente inferior y despreciable
como yo, llegara a tocarla, no solo le desagradaba, sino que le repugnaba.
El ronroneo se transformó en una
especie de bufido o de suave rugido que a su vez dio paso a un sonido
indescriptible, casi demoníaco, que me turbó literalmente, al punto que me
encontré incapaz de moverme, y aun de poder hablar.
La gata aprovechando mi
momentánea invalidez, comenzó a girar a mi alrededor, observándome con más
detenimiento, aunque con no menos repulsión, como parándose a pensar que iba a
hacer conmigo. Yo me sentía incapaz de mover el más pequeño de mis músculos, y
a duras penas podía seguirla con los ojos. Y cuando empecé a percibir una voz
melosa y chirriante a la vez, hablándome desde el interior de mi cabeza, no
tuve ninguna duda de que estaba en pleno brote esquizofrénico, y que mi
pesadilla solo terminaría cuando me despertara bajo el efecto de los
neurolépticos, en el interior de una de las celdas de una casa de reposo
mental. Pero hasta mis propios pensamientos fueron de alguna manera
interrumpidos, cuando aquella odiosa voz me obligó a que la escuchara, y a que
le prestara toda mi atención. Y además de soportar lo desagradable que era,
tuve que sufrir toda una serie de insultos y de preguntas impertinentes acerca
de cómo se le había ocurrido pensar a un estúpido mortal como yo, que podría
introducirse en la morada de la más poderosa hechicera que los tiempos jamás
hubieran contemplado, sin sufrir las consecuencias. Cómo podía ocurrírseme que
podía perturbar la vivienda de la maestra de la mismísima Fata Morgana, la
siempre magnífica e inigualable Madame Mimm.
Y ella, como su familiar mágico,
animal de compañía, ayudante personal, y no recuerdo cuantas cosas más, tenía
la obligación de liberarla de cuanta chusma mortal osara molestarla, y que lo
único que estaba retrasando mi amargo e inevitable final era la duda que sentía
sobre cual sería la forma más divertida de acabar conmigo, si bien primero
transformarme en un ratón para luego devorarme, o si sería más correcto
simplemente convertirme en una cucaracha y luego proceder a aplastarme.
Mis pobres pensamientos luchaban
por salir a la superficie por encima de aquella horrible voz, al tiempo que
intentaban hilvanar alguna especie de disculpa, pues ya me estaba viendo
transformado en roedor, y buscando un rincón donde ocultarme entre el revoltijo
de enseres que ocupaban aquella estancia. Pero de pronto vino a mi mente, como
un recuerdo lejanamente olvidado, la palabra mandrágora, y tras ella toda la
extravagante historia que me había conducido a aquel no menos rocambolesco
momento de la noche.
La sensación de quedar liberado
de un hechizo y de poder moverme fue tan repentina e inesperada, que toda la
tensión acumulada en mis músculos, me llevó a caer de bruces al suelo.
Y allí estaba de nuevo, tirado
cuan largo era, cuando la misma horrorosa voz volvió a inundar mis
pensamientos, pero esta vez ya no con prepotencia y pedantería, sino yo diría
que con anhelo y hasta con algo de consideración.
¿De verdad había llegado allí
solo con la intención de llevarme aquella especie de engendro vegetal? Bueno,
que si así era, que sentía mucho la confusión, que si lo hubiera sabido antes
que por supuesto no me habría molestado, y en fin, que poco menos que se
disculpaba, aunque mucho me temo que eso de pedir excusas sería mucho decir
para aquella especie de ser fatuo y engreído con forma de gato.
Por lo que llegué a adivinar a
través de toda aquella verborrea pomposa, supuse que debía de haber un pequeño
problemilla de celos entre las tres féminas. Y que debido a eso, y solamente
por eso, creo que aquella gata optó por rebajarse y dignarse a entablar una
especie de acuerdo con un estúpido mortal, y así conseguir el perder de vista
para siempre a la cría de mandrágora. Y que mejor modo de librarse de ella
definitivamente que lograr que acabara en forma de esencia de perfume o de
filtro amoroso para la reina de las hadas. Así que, aunque no recuerdo muy bien
cómo, me encontré de pie al fin, y de nuevo apremiado por un ser fantástico
para que siguiera adelante con aquella peculiar misión en la que me veía
envuelto.
Me señaló el rincón en el que
estaba la jaula, y dentro de ella los ojos verdes por los que apenas hacía un
momento me había sentido prendado. Y entonces la gata, al ver mi gesto, me dijo
algo así como que ya veía que yo también había caído en el embrujo, pero que no
me dejara engañar, que solo era el retoño, o el esqueje de un monstruo vegetal,
y que no dudaría en partirme en dos con sus ramas si llegaba a alcanzarme en su
estado adulto. Así que ¡Ea!, que me despejara y que me pusiera a trabajar, que
al fin y al cabo no lo iba a hacer todo ella sola, como si hasta entonces
hubiera hecho algo.
Me mandó, más que sugirió, que
fabricara primero una especie de escalera para salir por el mismo sitio por
donde había entrado, porque eso de que por ser yo un humano físico y conductor
de un Drum-Drum, fuera lo que fuera aquello, no iban a hacerme nada las trampas
mágicas de su ama, a ella le sonaban a “patraña de duendes”, y que el único
sitio seguro para escapar en aquel momento, era esa salida del roble, cuyas
barreras protectoras había desactivado ella, aquella misma tarde, para poder
salir esa noche. Que hacía poco que había visto rondar por allí a un gato
montés, un tanto rudo y salvaje, y con escasas luces, aunque de muy buen ver, y
al que había decidido darle un buen escarmiento, aunque yo personalmente tengo
mis dudas de que el término escarmiento fuera el más adecuado para lo que aquel
pérfido ser pensaba hacer con el pobre gato. Y claro, gracias a que no le
gustaba dejar las cosas para el final, y a que había desactivado los maleficios
y encantamientos con tiempo, que si no ya hubiera visto yo si funcionaban o no
los hechizos de protección con los mortales entrometidos. Y que después de
construir la escalera, ya me ayudaría ella a sacar a ese engendro de la jaula y
a llevármelo lejos de su buena ama.
Así que viendo lo que por allí
había, y por indicación de la gata, me decidí a construir una especie de
pirámide con una mesa, unas sillas y algunas de las cajas desvencijadas de las
que ocupaban aquel extremo de la habitación. Pero antes de que comenzara, me
dijo que tenía que lanzar un hechizo de silencio para amortiguar el estruendo
que indudablemente iba originar la actuación de un mortal tan obviamente patoso
como yo.
Y por segunda vez aquella noche
se me pusieron los pelos de punta al oír esa especie de bufido o rugido bajo,
que terminaba en aquel endiablado sonido capaz de romper cristales y de hacerle
castañetear los dientes a un sordo. Después de lo cual y cuando aún sentía
escalofríos en mi espalda, volví a escuchar la voz de la gata diciéndome algo
así como “¡Venga, que no tienes toda la noche! O sea ¿no?”
Ya fuera porque realmente
funcionó el encantamiento de silencio, o porque una vez más me acompañó la
suerte, lo cierto es que conseguí colocar los muebles y las cajas en una
extravagante pirámide, sin que aconteciera ningún estrépito, y sin que la dueña
de la gata diera el menor signo de habernos escuchado. Al parecer seguía
absorta con su libro de recetas y con su olla humeante. Para mí que esa vieja
bruja estaba sorda como una tapia.
Y luego vino lo más peliagudo,
sacar a la criatura de aquella especie de pajarera, al tiempo que rezaba a los
espíritus protectores de los estúpidos, que alguno deberá de haber, para que la
niña no gritara ni montara otra clase de escándalo que apercibiera a la
anciana, por mucho hechizo de silencio que hubiera en el ambiente. Me acerqué
de puntillas en tanto que la gata me seguía, saltando de armatoste en
armatoste, con unas maneras mucho más silenciosas e infinitamente más gráciles que
las que yo nunca podría adoptar.
Apenas podía caminar esquivando
los alambiques humeantes, y los montones de legajos polvorientos, temiendo
rozar a cada instante cualquier objeto inestable y que se originara un desastre
atronador. Con todo, conseguí llegar hasta la jaula sin mayores percances y
comprobé que la niña me observaba con una miraba entre triste e indiferente,
con aquellos enormes y llorosos ojos verdes, como quien contempla estoicamente
un destino inexorable. La portezuela estaba cerrada con un oxidado y negruzco
candado, y mientras cavilaba sobre como conseguiría abrirlo sin armar demasiado
ruido, la gata saltó a mi hombro, murmuró de nuevo el extraño sonido que volvió
a hacerme estremecer y golpeo el candado suavemente, con la última sílaba que
surgió de sus labios. Al instante la cerradura estaba rota y la puerta abierta.
Luego mirando a la niña
entrecerrando aquellos ojos amarillos, y soltando un bufido furioso saltó lo
más lejos de nosotros que pudo, que no fue un salto pequeño. La niña, me
parecía demasiado peyorativo seguir pensando en ella como en el “cachorro” de
un monstruo, con un gesto casi apesadumbrado y fatalista, me tendió sus manitas
esperando a que la ayudara a salir. Ni por un momento hubo nada en su expresión
ni en su mirada que trasluciera el más pequeño rayo de esperanza sobre mis
actos.
Me la cargué a la espalda y
lentamente me dirigí hacia la salida de aquel más que extraño lugar. Y si
dificultoso me había parecido llegar hasta la jaula solo, no me podía hacer
idea de lo que complicado que me resultaría el camino de vuelta con unos
treinta kilos a cuestas. Pero ya fuera por el hechizo de la gata, que por
cierto había desaparecido de nuestra vista, o por la brillante actuación de mi
ángel de la guarda, que parecía no estar dispuesto a dejar de hacer horas
extras aquella noche, el caso es que, aunque no recuerdo muy bien cómo,
alcanzamos el montón de trastos sin derribar ningún objeto, y sin que
acontecieran otras catástrofes.
Comencé a ascender lentamente por
la pirámide de muebles y cajas temiendo que de un momento a otro todo se
viniera abajo. El corazón me palpitaba veloz por el miedo y por el peso de la
niña, y las piernas, maltratadas y cansadas, me temblaban en cada esfuerzo.
Nunca he sido muy buen trepador, de niño no subí a ningún árbol, y nunca fui
muy buen deportista que se diga, así que llegar hasta la base de aquella
especie de chimenea por la que hacía unos instantes había caído, me supuso
agotar lo que creía eran el resto de mis energías. Y cuando llegué al agujero
del túnel y vi sus paredes leñosas y ásperas, creí que no lo conseguiría. Pero
casi por encantamiento, o quizá sin el casi, aparecieron ante mis ojos unos
toscos escalones tallados en la madera. Así que coloqué a la niña en el primer
peldaño y por un momento y una vez más se cruzaron nuestras miradas. Seguía
llorando en silencio, tiernamente. No había emitido un solo sonido desde que la
había encontrado, y seguía sin decir una sola palabra. Solo me observaba con
aquellos enormes ojos y lloraba calladamente. Y con aquella mirada parecía
querer decirme que sabía perfectamente a donde la llevaba y lo que le iba a
ocurrir. No pude soportarla, y aparté mis ojos de los suyos volviendo mi rostro
con un insólito sentimiento de culpabilidad. Me sentía como cómplice de una
conspiración, de un asesinato o quizá
incluso de algo más, de la destrucción de algo hermoso, vivo y consciente.
Entonces la niña, delicadamente,
me levantó la cara con una de sus manitas, y al tiempo que me miraba como si
supiera lo que yo estaba pensando y sintiendo, cogió una de sus lágrimas, que
en aquel momento pude ver perfectamente que eran de un traslúcido tono verde
esmeralda, casi cristalinas de lo brillantes que eran y de los reflejos que
emitían, y que emanaban un olor suave, como a savia de pino tenuemente
difuminada, y me la colocó en los labios. Me estremecí al percibir entonces, en
lo más profundo de mi ser, todo su dolor y su miedo como si me fuera propio. Y
de alguna forma supe que si la llevaba al corazón del bosque se salvaría, y que
no acabaría como el elemento principal
de una receta secreta para enamorar hadas.
La abracé fuertemente contra mí,
casi a punto de llorar y seguí ascendiendo con el ánimo de quien se dirige al
cadalso.
Cuando finalmente salimos del
tronco del viejo roble, las primeras sensaciones que percibí fueron la fresca y
húmeda brisa de la noche en mi cara, el sonido monótono de los grillos y una
fuente de luz azulada que botaba alegremente en el extremo de claro. Era Robin,
con la esfera de luciérnagas en la mano, que seguro de su triunfo, saltaba y
giraba jovialmente al vernos salir. Movía agitadamente sus bracitos arriba y
abajo llevando en su mano izquierda la esfera luminosa, lo que ocasionaba un
tenue juego de luces y sombras azuladas que le daban al claro de los robles un
aspecto más mágico y misterioso del que ya tenía de por sí. La enorme sonrisa y
sus dientes brillaban casi resplandecientes en la oscuridad. Era la
personificación misma de la alegría.
Cogí a la niña en brazos sin
poder evitar percibir el contraste que representaba observar su rostro lloroso
en comparación con los jubilosos saltos y la radiante sonrisa del duende. Si
uno era la representación de la alegría desbocada, la otra era la encarnación
de la tristeza, que hasta dolía mirarla.
Dolía mirar aquellos ojos
enormes, profundos, verdes y sobre todo inmensamente tristes. Dolía mirar
aquellas lágrimas, brillantes y cristalinas. Dolía mirar la expresión de su
rostro, imagen misma de la desolación, y de la resignación. Dolía tanto, que
decidí que por muy vegetal o monstruo que fuera, no podía consentir que acabara
como esencia de filtro amoroso, o como cualquier otra cosa que no fuera ella
misma, libre y a salvo.
Descendí del tronco con la niña a
mis espaldas y con una fuerte resolución en mi mente. Y directamente y sin
pensar más en ello, me dirigí con paso firme hacia el duende, hacia la fuente
de luz y hacia su alegría desbocada, y antes de que pudiera leerme la intención
en la mirada, y sin tener aun muy claro que haría después, le di, con toda la
fuerza que dio de si mi maltrecha pierna, una patada en donde, al menos los
humanos, somos capaces de sentir mayor dolor. Y al menos aquel duende se
retorció como si fuera humano.
No esperé a ver el resto de sus
reacciones dolorosas o no, ya fueran humanas o mágicas. Y sin saber muy bien
hacia donde, me lancé a una loca carrera sin meta ni destino aparente, pero al
menos con el deseo de alejarme todo lo posible de aquel odioso duende, de sus
versos y de sus recetas de enamorar.
Trastabillando por el peso de la
criatura, corrí a toda la velocidad que me permitieron mis agotadas piernas,
mientras oía como las primeras palabras del duende, que no eran precisamente
requiebros, sino maldiciones hacia mí y hacia mis orígenes, se iban quedando
atrás, cada vez más lejos, a mi espalda.
Al principio temía tropezar con
cualquier rama o arbusto, e incluso con los troncos de los árboles en la
oscuridad del bosque. No distinguía prácticamente nada, el cielo seguía
cubierto y las escasas estrellas que pudieran haberse visto entre los claros de
nubes, estaban ocultas por las altas ramas de los árboles. Temía sentir de un
momento a otro el golpe de cualquier objeto o cosa peor contra mis piernas o mi
cuerpo. De hecho, intentaba cubrir con mis brazos, en la medida de lo posible,
al mismo tiempo el cuerpo de la niña y mis dientes. Pero enseguida me di cuenta
de que a pesar de no ver nada, no encontraba el más mínimo obstáculo en mi
recorrido. No solo era el hecho de haber elegido o no el camino correcto, sino
que me daba la impresión que las raíces del suelo, las hojas, las ramas e
incluso los mismos troncos de los árboles, y en fin, el bosque en pleno, iba
abriéndome un extraordinario sendero por el que corría libre de tropezones con
la niña a cuestas. Parecía como si todo el mundo vegetal me cubriera y me
protegiera de cualquier tropiezo, así como de los incalculables duendes, gnomos
y trasgos, que en aquel momento creía estar seguro de que me pisaban los
talones.
No sé el tiempo que estuve
huyendo, pero de alguna manera, y aunque con las fuerzas exhaustas, llegué a un
claro en lo que parecía ser el mismísimo centro del bosque, y en el que intuía
estaba mi meta. Caí de rodillas y me quedé sentado sobre mis talones, con la
niñita aun en los brazos.
El cielo se había despejado
parcialmente, y entre las copas de los árboles se distinguía un firmamento
primorosamente estrellado.
Fuera por las estrellas o por el
resplandor de la luna entre las hojas de los árboles, comencé a distinguir, de
forma bastante nítida, lo que había a mi alrededor. Era como si aquella especie
de calvero en donde nos hallábamos estuviera cubierto por un extraño resplandor
de tonos verdosos, y que al mismo tiempo irradiara un agradable efluvio de
calor envolvente. La sensación era como la de estar sumergido en un mar
tropical en donde el agua fuera tan sutil como el aire.
A nuestro alrededor se oía el
tenue murmullo de ese mar en calma, donde solo se echaban de menos los
graznidos de las gaviotas sobre nuestras cabezas. Era obvio que el sonido
procedía del roce de las ramas y las hojas en las copas de los árboles, solo
que no se sentía ni la más mínima brisa de aire que las pudiera estar moviendo.
Entonces supe con toda la certeza
de mis sentidos que de alguna forma estaba en un antiguo lugar sagrado, casi
tan antiguo como la tierra misma, y comprendí que en ningún lugar como en aquel
estaría más segura o protegida esa niña, ese cachorro de mandrágora.
La niña me sonrió por primera vez
con esos enormes y brillantes ojos verdes. Me miró a lo más profundo de mi ser
y pude percibir su alegría desbordante hasta en la punta de sus cabellos.
Suavemente me tendió una vez más
sus bracitos al cuello, y me dio un delicado beso en la mejilla. Fue una
sensación a la vez tierna y somnolienta, como no había sentido nunca antes.
Supe y noté desde el primer momento, como con ese beso, me estaba absorbiendo
parte de mi energía y de mi sangre. Pero la sensación era tan placentera, y me
hacía sentir tan íntimamente unido a aquella criatura que no solamente no me
importó, sino que me regocijó el que lo hiciera.
Cuando finalmente separó sus
labios de mi mejilla me encontré tremendamente débil, adormilado y agotado,
pero al mismo tiempo inmensamente feliz. La niña me acarició con su manita el
lugar en donde me había besado y me dejó sentado en aquel claro, incapaz de
poder levantarme. Y la contemplé alejarse de mí alegremente, trotando hacia el
extremo del calvijar donde vi algo impensable. Quizá no fuera más que una nueva
alucinación producto de mi cansancio y del efecto de la escasa luminosidad del
lugar, pero a fe que lo creí ver. Dos enormes árboles se inclinaron hacia la
niña doblando sus rígidos troncos, le tendieron respectivas ramas, como dándole
la mano, y finalmente desarraigando sus raíces se introdujeron caminando con
ella en lo más profundo de la espesura.
Apenas recuerdo nada más. Creo
que me quedé dormido por el cansancio y la debilidad. Y no sé muy bien como a
la mañana siguiente me desperté completamente descansado, y con una extraña
sensación de felicidad en el asiento delantero de mi destrozado coche.
Estaba amaneciendo, y a pesar de
la humedad de la mañana, o quizá por eso, los rayos del nuevo día que se
filtraban a través de los agrietados cristales, me resultaban tremendamente
agradables. Era como si aquellos rayos despertaran e hicieran florecer, en lo
más profundo de mi ser, alguna especie de calor interior que apartara todo el
frío y la humedad del otoño.
Poco a poco me fui despejando,
desperezando y despertando del todo, al tiempo que comenzaba a recordar la
extraña aventura que supuestamente me había sucedido la noche anterior. Cuantas
más imágenes venían a mi mente, y más pensaba en ellas, más me convencía de que
solo había sido un extraño, aunque en el fondo bello sueño. Pero cuando al fin
me estiré y me incorporé en el asiento desvencijado, y mis ojos se posaron en
el espejo retrovisor, descubrí de golpe tres cosas: primero que toda aquella
absurda historia había sucedido realmente, segundo que nunca volverían a
secárseme los geranios, y tercero que tendría que tomar algún tipo de decisión
drástica con esa especie de césped frondoso, verde y lozano que ahora tenía por
cabello.
Publicado por Balder
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