sábado, 31 de octubre de 2020

La noche de Samain




La carretera estaba en un estado deplorable. El reciente temporal la había dejado totalmente cubierta de ramas y de hojas, y eso unido a la pertinaz lluvia que seguía cayendo a la escasa luz del atardecer, no facilitaba precisamente la conducción.

Como cada vez que recorría aquel trayecto, y sobre todo cuando las circunstancias meteorológicas eran similares, iba repitiéndome una y otra vez, que tendría que ir pensando en dejar ese empleo de los miércoles por la tarde. Aunque sabía que no lo haría.

Lo cierto es que estaba muy agobiado por el trabajo. Además de las mañanas en el Hospital, ocupaba todas mis tardes pasando consulta en diferentes policlínicas de la comarca. Pero aquellos más de cien kilómetros de montaña que debía de recorrer las tardes de los miércoles, eran los que peor llevaba.

No iba demasiado sobrado de dinero, y después de la separación aún menos. Por otra parte, todavía debía de pagar los plazos del apartamento, de los electrodomésticos, y del maldito equipo informático. Y en esas fechas ya tendría que ir pensando en comprar los regalos de Navidad para mis hijas... No, no me quedaba otro remedio que seguir recorriendo aquellas malditas curvas todas las semanas.

Además, apartarme el mayor tiempo posible del cúmulo de desorden y caos donde entonces vivía, me obligaba a relacionarme un poco con el resto del mundo, y me ayudaba a no tener demasiado tiempo para pensar.

Últimamente apenas salía, si no era por motivos de trabajo, y me pasaba las horas muertas delante de la pantalla del ordenador, o en el mejor de los casos, releyendo algún viejo libro que entresacaba del montón de papeles que cubrían las estanterías del apartamento. Precisamente acababa de empezar un antiguo volumen, recopilación de leyendas peninsulares, que me había hecho recordar los tiempos, no sé si más felices, de mi infancia, y los cuentos que me contaba mi abuela.

Lo peor del caso era que el tiempo que tenía para estar con mis hijas tampoco era el suficiente. Y justamente esa tarde y a esas horas iba pendiente del reloj, acelerando en cada recta, por ver si todavía podía llegar, aunque solo fuera al final del festival de Samain que realizaban aquella tarde en el colegio. El referido Samain, era, según dicen, la ancestral celebración celta del final del viejo año que precedía al día de difuntos, y en el que los muertos, las brujas y los espíritus entraban, o podían entrar en el plano de los mortales. Aunque para mí, foráneo de aquellas tradiciones, no era más que una especie de versión gallega del Halloween yanqui.

En eso estaba cuando el exceso de velocidad, una curva demasiado cerrada, y unas hojas mojadas y aplastadas en el asfalto, me hicieron perder momentáneamente el control del coche, y dieron al traste con mis últimas esperanzas de llegar a tiempo.

Mientras descubría como suena el reventón de una rueda, el coche comenzó a derrapar primero, y a girar en trompos después, casi como si estuviera bailando o como si fuera partícipe de una alegría infinitamente mayor de la que su dueño nunca se hubiera atrevido a manifestar. Creo que fue entonces cuando se partió el eje. El caso es que al tiempo que oía los latidos desbocados de mi corazón y el rechinar del asfalto bajo mis pies, contemplé con impotencia como inexorablemente me salía de la carretera, y rodando cuneta abajo acababa chocando, medio de costado, contra uno de los inevitables eucaliptos del bosque por el que discurría la carretera.

Supongo que me quedé inconsciente durante un buen rato, porque cuando abrí los ojos, envuelto en los gorgoritos que Edita Gruberova lanzaba desde el destartalado radiocasete, ya era noche cerrada, el motor del automóvil se había detenido, y apenas veía más allá de lo que iluminaba el único faro superviviente al choque. Bien es cierto que a mi visión no contribuía demasiado el que mi ojo izquierdo hubiera decidido tomarse un descanso bajo los párpados y la ceja tumefactos. Y no era este el más deteriorado de mis órganos. Sentía dolorosamente huesos y articulaciones de los que hacía tiempo no tenía constancia, pero por encima de los demás, era el hombro izquierdo el protagonista de aquella lacerante función que estaba interpretando todo mi cuerpo. Las rodillas, estaba seguro de que estaban despellejadas bajo la tela, milagrosamente integra, del pantalón. Y tenía serias dudas con respecto a la capacidad de mis piernas para sostenerme en pie. Por lo demás, todo mi ser debía de presentar un aspecto lamentable.

Cuando me despejé lo suficiente como para pensar aceptablemente, calculé que debía de haber pasado al menos media hora desde el accidente, y aunque la carretera no tenía demasiado tráfico, me extrañó que no hubiera parado en todo ese tiempo ningún otro vehículo. Hasta que caí en la cuenta de que me encontraba a unos veinte metros del camino, barranco abajo, con lo que era prácticamente imposible que nadie que pasara por ella pudiera verme entre la maleza, de noche, y más con la tormenta que estaba cayendo.

 La Reina de la Noche descargaba su furia vengativa ante su hija, con increíbles gorgoritos, desde el milagrosamente indemne radiocasete, insensible a todos mis males y problemas, y supongo que hasta feliz por hallarse rodeada de los elementos de su lóbrego reino. Desconecté el aparato dejándola con la palabra y el aria en la boca, en castigo por su desconsiderada indiferencia, al tiempo que intentaba pensar que hacer a continuación. El teléfono móvil, para variar, no tenía cobertura, y fuera del vehículo seguía cayendo una más que considerable tromba de agua.

Y en eso estaba, intentando organizar mis ideas, considerando la posibilidad de abrigarme de cualquier forma, e intentar arrastrarme hasta la carretera para pedir ayuda cuando lo vi. Aunque me imagino que, de alguna manera, él debió de hacer algo que atrajo inconscientemente mi atención.

No debía de medir más de un metro de altura, y su cuerpecito, aunque robusto, parecía incluso más pequeño en comparación con su cabeza, que se me figuraba enormemente desproporcionada. Tenía unos grandes y pícaros ojos marrones, aunque supongo que él, tan jactancioso como era, diría eufemísticamente que eran de color miel. Del centro de su rostro brotaba una gruesa nariz roja que recordaba en todo a un fresón, de tan colorada, abollonada y granulosa como era, y justo por debajo de ella, una enorme sonrisa, le dividía la cara en dos como si fuera el tajo de una rodaja ausente en una enorme sandia, y por la que asomaban unos dientes separados y amarillentos. Las orejas, por descontado que eran puntiagudas, y el pelo, a la luz del faro, era de un brillante color zanahoria. Llevaba un pequeño traje tres piezas, muy elegante, de tonos verdes, aunque con un par de remiendos amarillos. Y los enormes y velludos pies iban descalzos pese al frío y a la lluvia de aquella noche. Entonces caí en la cuenta de que no había en él ningún signo de que la tormenta le hubiera afectado lo más mínimo, ninguna mojadura, ni un chorretón en sus cabellos, y ni tan siquiera la más pequeña mancha de una sola gota de agua.

En resumen, aquella especie de gnomo o duende, era la criatura más hermosamente fea que imaginarse pueda. Y era tan obvio su carácter fabuloso, que ahí fue donde comencé a pensar que al fin y al cabo mi cabeza no había salido tan incólume del choque como en un principio había supuesto.

Siempre me han gustado los cuentos de hadas. Sobre todo aquellos que están basados, o que remedan las leyendas locales de nuestra tierra. De niño me encantaba leer la leyenda de la dama de Amboto, o las de las lamias, o las de trasgos y duendes, y de adulto la literatura fantástica ha sido una de mis preferidas. Pero el verme ante una representación, aparentemente real, de mis fantasías de infancia, era algo con lo que no había soñado desde hacía años, y que en ese momento y tras aquel accidente era lo que menos me hubiera esperado que pudiese sucederme, y por supuesto la menos tranquilizadora de cuantas situaciones pudiera imaginarme.

Y para colmo de desdichas, y deterioro de mi integridad mental, que en ese momento ya corría serio peligro, aquella extraña criatura no se conformó con aparecer sonriente ante mí, sino que comenzó a hablarme en un tono de recriminación, como si llevara mucho rato esperándome y yo llegara con retraso a la cita, y encima lo hacía en verso:

- Ateniense de entre ríos,
          ya era hora que despertarais
          y que del Drum-Drum bajarais
          para arreglarme los líos.
          Mi señor ya se impacienta
          y pues la noche ya empieza,
          y a la luna despereza,
          la magia ya se acrecienta.

Mi cabeza estallaba por momentos, no solo tenía una alucinación, relacionada en mayor o menor medida con el libro que estaba leyendo y con mis sueños de infancia, sino que además me hablaba. Por otra parte, pensaba que mi problema psíquico debía de ser especialmente grave, cuando hasta mi propio subconsciente o inconsciente o fuera lo que fuera aquella parte de mi mente que me estaba volviendo loco, que ya me lo aclararía el psiquiatra, confundía ya no mi identidad, sino hasta el lugar de mi nacimiento.

Y mientras dudaba entre si diagnosticarme de un brote esquizofrénico o de un extraño y alterado complejo de Edipo mal superado, aquel ser volvió a exhortarme impaciente:

- ¡Aviva el cuerpo y despierta!
          ¡Ya partimos con retraso!
          ¡Si no apretamos el paso,
          no hallamos franca la puerta!

Pero si malo es que tus alucinaciones te hablen, lo que es un evidente signo de locura es que tu les sigas la conversación. Y yo, que ya estaba convencido de estar totalmente falto de juicio, no iba a llevarme la contraria en el diagnóstico. Aunque solo acerté a decirle, o a decirme, algo así como:

- No soy ateniense, soy de Teruel.

A lo que me replicó con una expresión algo sorprendida y molesta en su rostro:

- De Teruel, Roma o Atenas,
          al fin y al cabo, un mortal.
          ¡Del Drum-Drum cruza el portal!
          ¡No me rompas las antenas!
          No tengo toda la noche,
          hoy necesito tus manos.
          Te daré de mis ancianos,
          magia si sales del coche.

Siempre he tenido el vicio de pensar en voz alta, y desde que vivía solo el problema no había mejorado. Así que supongo que sin pensar en lo que hacía, comencé a hablar conmigo mismo, si es que lo que había estado haciendo hasta entonces pueda considerarse como otra cosa distinta:

- ¡Dios mío perdóname mis pecados y ayúdame! ¡Qué mal debo de estar cuando hasta mis alucinaciones me hablan en verso! Esto tiene que ser algo más que el golpe del coche. Si es lo que yo digo, esto me pasa por no hacer caso y comer filetes de cualquier cosa y en cualquier bar.

- ¡Cuernos de filetes! ¡Soy real!
          No podré seros más que leal
          si la sacáis de aquel lugar.
          ¿No veis lo que yo os ofrezco?
          Gloria, oro, magia, bienes,
          o el secreto de los genes.
          ¿Es que acaso os aborrezco?
          Salid del Drum-Drum agora
          Os llevaré a la guarida
          de la bruja, y ya dormida,
          robadme a su "mandragora".

No recuerdo si llegué a decirle que sí de alguna forma, o si tan siquiera llegué a contestarle a aquella especie de proposición incoherente. De cualquier forma salí del coche, aunque con más miedo que alma, con la secreta esperanza de que el frío y la lluvia me despejaran, y que en el peor de los casos al intentar tocar a aquel ser y demostrarme su intangibilidad, desaparecería la alucinación.

Pero apenas me vio fuera del vehículo, y como si hasta entonces hubiera habido algo que se lo impidiera, se lanzó hacia mí con la velocidad del rayo, y con una expresión de ansiedad en su cara, me agarró de la mano y me arrastró, no sé si corriendo, con una fuerza y a una velocidad increíbles para un ser tan diminuto, por entre los árboles del bosque. Íbamos tan rápidos que me sentía llevar como volando, casi como una cometa, remolcado de un brazo, el viento contra mi rostro y mis pies flotando detrás de mí, y sin que ni la más pequeña gota de lluvia lograra alcanzarme.

Por un instante me dejé llevar por el pánico, aparte de por el duende, pero enseguida me encontré riéndome de mí mismo y hasta disfrutando del recorrido. Había oído hablar de alucinaciones en las que el sujeto siente que vuela, pero hasta donde podía recordar no había ninguna en la que un ser mitológico te arrastrara de aquella forma al mundo de los sueños, al menos mientras el sujeto estaba consciente. Así que supuse que todavía me hallaba desvanecido en el interior de mi automóvil, por efecto del traumatismo del choque y que aquellos sucesos no eran más que un delirio inconsciente. Y aunque pueda parecer increíble ese pensamiento me tranquilizó totalmente, y me hizo sentir casi eufórico.

Supongo que el tener un sueño, aunque delirante y consecuencia de un traumatismo craneoencefálico, es más tranquilizador que sufrir un brote de esquizofrenia o de pseudología. De cualquier forma seguían sorprendiéndome lo reales que me resultaban todas las sensaciones, sobre todo las dolorosas, porque aquella especie de duende o gnomo, o lo que fuera, me apretaba la mano de una forma no precisamente delicada, presumo que para evitar que me quedara en algún recodo del camino por el que nos dirigíamos a tan formidable velocidad.

El gnomo no paraba de hablar, o por mejor decir de versear, y a pesar de ir yo en mis propias reflexiones seudo médicas, y pese a lo incoherente de sus ripios, atiné a entender que la misión a la que nos encaminábamos consistía en arrebatar alguna clase de  “cachorro” de Mandrágora, del que prefería no saber cómo habrían hecho para conseguir y criar, a una especie de bruja, que vivía en el tronco hueco de un roble centenario, antaño hendido por un rayo, pero todavía vivo. Supuestamente el tal “cachorro” era para fabricar un poderoso bebedizo o filtro amoroso, que mi guía y acompañante debía de entregar más tarde a un tal Oberon, a la sazón rey de los duendes. Al parecer, este lo necesitaba para así conseguir enamorar de nuevo a la bella Titania, reina de las hadas, a la que otros hechizos más comunes con la flor de la trinitaria, ya no le hacían ningún efecto. Según aquel duende, que decía llamarse Robin “el buen chico”, solo en la noche de Samain, en la que se entremezclan los tres planos de la existencia, el de la magia o de los seres sobrenaturales, el de los mortales o de la vida terrenal y el de los muertos o de los espíritus, un humano físico, capaz de curar sin magia, y que condujera un “Drum-Drum”, sería capaz de romper las barreras mágicas de la bruja, y entrar en su refugio, guarida o vivienda, y arrebatarle el cachorro de Mandrágora.

Independientemente de lo peregrino de la historia, y de lo rocambolesco de mis delirios, debe de reconocerse que no podía negar que la descripción de ese “humano físico”, encajaba conmigo, aunque a mí, al menos conscientemente, no se me hubiera ocurrido definirme en esos términos. Y resultaba cuando menos curioso, que después de la pericia que había demostrado conduciendo hacía un rato, ya fuera un “Drum-Drum” o cualquier otro tipo de vehículo, fuera esa una de las características fundamentales para que yo resultara el elegido en tan descabellada aventura. Y al mismo tiempo, se me ocurría que si esa definición era alguna clase de mensaje de mi torturada imaginación, estaba claro que necesitaba ponerme en las manos de un loquero, psiquiatra, psicoanalista o similar.

En cuanto a lo del cachorro de Mandrágora, en mi improvisado psicoanálisis, creí ver que sería alguna especie de representación de mis hijas, y un aviso de mi subconsciente, en relación con cierto sentimiento de culpabilidad que debía de tener por haberlas dejado prácticamente abandonadas. Sin embargo esto no acababa de encajarme. Hasta donde podía recordar las mandrágoras podrían ser la alegoría de muchas cosas, pero no precisamente de unas niñas inocentes.

Las mandrágoras legendarias eran unos seres tan absolutamente complejos, tan independientes del resto del mundo mágico y fabuloso, y tan alejados del habitual maniqueísmo que frecuentemente envuelve al resto de seres mitológicos y fantásticos, que casi podrían haber pasado por seres reales. Las mandrágoras eran, según decía su leyenda, unos humanoides vegetales, altos, fuertes e inteligentes, de piel rugosa y blanquecina, y con el pelo muy grueso, recio y verde como la hojarasca. Su sangre era verde, espesa y pegajosa como la savia de las plantas. Y su alimentación era fundamentalmente carnívora, sin desdeñar en absoluto la carne humana. Según se decía eran muy apreciadas por toda clase de brujos, hechiceros y curanderos, porque se creía que formaban parte de los elementos necesarios para toda clase de pociones mágicas, y que con su savia se podía obtener el afrodisíaco más potente que pudiera existir. Esto las hacía tremendamente recelosas de los humanos. Pero si por algún extraño acontecimiento, un humano conseguía atraerse su favor y conseguir su amistad, como según se decía había conseguido el famoso botánico y diseñador de jardines Boutelou, se lo agradecían proporcionándole una empatía con las plantas que los convertía en los mejores jardineros que pudiera imaginarse, si bien a partir de entonces eran fácilmente identificables, pues sus cabellos se volvían gruesos, rebeldes y verdosos como la maleza salvaje del bosque.

Su nacimiento era cuando menos algo tétrico. Si bien podían nacer como el resto de las plantas de la semilla de un individuo adulto, esto no era lo más frecuente. Habitualmente nacían de la tierra fertilizada por el semen de los ahorcados. Crecían como una planta común, aunque poco a poco iban adquiriendo el aspecto y el tamaño de un niño, hasta que se desarraigaban. Durante varios años se las ingeniaban para pasar por un pequeño humano, e incluso se las arreglaban para ser adoptados por una familia, de cuyos miembros se alimentaban succionándoles lentamente la sangre, pero no de forma violenta como los vampiros, sino mediante unos besos indoloros que dejaban a sus víctimas en un estado de somnolencia muy dulce, en el que lentamente iban perdiendo sus fuerzas, hasta que finalmente fallecían. Cuando su familia humana acababa sucumbiendo, se desplazaban a algún bosque cercano en busca de sus auténticos congéneres, donde poco a poco iban arborizándose, transformándose lentamente en un árbol cada vez más fuerte y frondoso, hasta que finalmente en nada se diferenciaban de los del resto del bosque.

De aquí mi extrañeza y mi espanto sobre los métodos que habría utilizado la bruja para conseguir aquel cachorro en cuestión.

Realmente no me parecía lógico que con esta leyenda tan macabra mi mente pudiera relacionarlas con mis hijas, por muy “cachorro” que fuera esa criatura. Y si lo estaba haciendo, era una prueba más de mi deterioro mental.

Finalmente, y tan rápido como habíamos partido, llegamos a lo que debía ser nuestro destino.

Robin se detuvo bruscamente, y yo caí cuan largo soy en un montón de broza húmeda. El golpe, si bien no demasiado violento, si que fue totalmente inesperado, por lo que supuso una nueva sorpresa dolorosa para mi magullado cuerpo. El duende sacó de alguno de sus bolsillos una especie de esfera de cristal azulado, del tamaño de una pelota de tenis, en la que volaba una pequeña multitud de luciérnagas u otras criaturas luminosas, que con su escasa luz me permitieron distinguir el lugar en donde estábamos.

Nos hallábamos en un pequeño claro de hierba alta y pequeños arbustos. Había dejado de llover, pero la humedad, brillando en las ramas y en el aire lo envolvía todo. La luz azulada de la esfera se extendía tenue y oscilante entre las plantas. Y todo aquel espacio que se hallaba bordeado por viejos robles, techado por ramas de roble, y cubierto por miles de hojas de roble marchitas, se veía envuelto por un fantasmagórico resplandor azul. Las hojas caían revoloteando, grisáceas, llevadas por la fría brisa que soplaba en aquel lugar. El viento susurraba y las ramas de los árboles crujían.

En el mismo centro de aquel lugar se alzaba un enorme roble, viejo y negruzco, con el tronco hendido en dos, y con una de sus mitades inclinándose amenazadora sobre nosotros. El árbol era inmenso, y las largas ramas parecían apuntarnos como brazos tendidos con muchas manos de largos dedos. El tronco bífido, nudoso y retorcido crujía débilmente con el movimiento de las ramas. Las hojas se estremecían allá arriba en la copa bajo las estrellas, y en el suelo unas grandes raíces nudosas penetraban en la tierra como serpientes retorcidas que se estiraban para ocultarse en sus guaridas subterráneas.

Un golpe de brisa originó en el árbol un estremecimiento apenas perceptible que subió por el tronco hacia las ramas, las hojas se sacudieron y murmuraron con el sonido de una risa lejana y débil.

Un escalofrío me recorrió la espalda y una sensación de inquietud volvió a invadirme. Robin me señaló la hendidura donde se juntaban las dos partes del tronco, y en donde parecía percibirse el agujero de entrada en el ahuecado tronco.

Dolorido y tembloroso, y sin saber muy bien todavía que se esperaba de mí, me dirigí hacia el viejo roble con el ánimo de quien va a profanar una tumba. Trepé con dificultad la pequeña altura, que uno ya no está para esos trotes, y me incliné hacia la enorme boca ahuecada y cubierta de telarañas. Por más que forzaba mi ojo sano, no conseguía atravesar la oscuridad que se vislumbraba por detrás de las telas brillantes por las gotas de humedad. Y cuando estaba volviéndome con la esperanza de que el duende me indicara que debía hacer, este, que debió de adivinar mis dudas, se adelantó y empujándome a traición y por sorpresa, me precipitó al interior del tronco.

Caí a través de un túnel ancho, lóbrego y frío, cuya densa oscuridad me envolvía y me oprimía de tal forma que de alguna manera parecía disminuir mi velocidad de caída, y amortiguarme la inminente colisión. Por un momento vino a mi mente la imagen de Alicia cayendo mientras persigue al conejo blanco, pero el choque, no demasiado blando, de mis costillas contra el duro y arenoso suelo, me hizo volver a la realidad. Bueno, al menos a esa especie de realidad en la que estaba sumergido.

Me encontré tumbado boca arriba, con la espalda y el cuello doloridos, bajo un techo terroso y abovedado. Y justo encima de donde me hallaba observé lo que parecía ser una espaciosa chimenea, que evidentemente era el túnel por el que había caído. Y apenas a un par de metros escasos por encima del techo creí distinguir la salida al exterior y el cielo estrellado.

Un tanto desconcertado, pensé que la caída me había parecido mayor, y por otro lado que ya eran demasiados golpes, choques y contusiones para una sola noche.

Me incorporé como pude, intentando hacer el menor ruido posible, aunque después del escándalo provocado por mi caída, dudaba que no me hubieran oído todas las extrañas criaturas que habitaran aquella guarida subterránea, al menos aquellas que no estuviesen completamente sordas. Pero ponerme en pie apoyándome solo en las escasas partes de mi cuerpo que no estaban santificadas por los cardenales, no resultaba una tarea fácil. Y mientras lo intentaba, un olor pegajoso y picante inundó mis sentidos, y el humo denso y espeso que ocupaba todo aquel ambiente hizo que mis ojos se cubrieran de lágrimas, dificultando aún más si cabe la tarea de levantarme. Así que me quedé simplemente sentado intentando conjeturar que se esperaba de mí en aquel momento.

Cuando mis ojos se adaptaron, al menos parcialmente, a la escasa luz y al humo, descubrí que me hallaba en una estancia descomunal, inimaginable desde el exterior del roble.

Aquel lugar era una enorme sala mal iluminada por una tenue luz rojiza que parecía provenir de los cientos de velas que cubrían todos los huecos de la pared, las esquinas y los rincones del suelo. Enormes raíces de árbol cruzaban el techo, y eran ellas las que soportaban, cual vigas naturales, la techumbre de aquella gigantesca habitación. Al fondo, y justo enfrente de donde yo estaba, se distinguía la figura de una bruja de cuento dándome la espalda. Vestía una túnica oscura hasta los tobillos y un sombrero picudo de ala ancha cubría su cabeza. Y estaba tan ensimismada leyendo un enorme libro, mohoso y polvoriento, que tenía colocado sobre un atril, que parecía no haberse percatado de mi llegada a pesar de todo el estruendo de la caída. Iba pasando un dedo artrítico y retorcido, con una enorme uña negra y en forma de garra, sobre las páginas del texto, al tiempo que murmuraba entre dientes los ingredientes de alguna extraña receta, mientras que con la otra mano los iba extrayendo de pequeños recipientes, redomas y morteros, y los iba dejando caer en una enorme y humeante olla de cobre que se hallaba colocada sobre unas trébedes, encima de las brasas de un fogón.

Innumerables trastos y cachivaches de toda índole, abarrotaban el resto de la habitación: Probetas y redomas humeantes, animales disecados en posturas de acecho o de lucha, cientos de libros y legajos polvorientos dispuestos en numerosas pilas inestables, mesas, sillas y cajas desvencijadas, y varias jaulas de diferentes tamaños con toda clase de tristes ocupantes en su interior. Si no hubiera sido por mis magulladuras y el picor del humo en los ojos, hubiera jurado que estaba contemplando un fotograma de una vieja película infantil. Y casi estaba por echarme a reír, cuando unos tristes ojos verdes llamaron mi atención desde el interior de una de las jaulas. Pertenecían a una criatura de pelo negro y mirada lánguida y apesadumbrada, apenas vestida con unos sucios harapos, que se aferraba tristemente a los barrotes de aquella especie de enorme pajarera. Y aquellos enormes ojos derramaban, lo que parecían ser por algún singular efecto de la iluminación del lugar, lágrimas de un extraño color verde. Salvo por el aparente tono verdoso de sus cabellos y el de las lágrimas que corrían por sus mejillas, hubiera dicho que la criatura enjaulada era una niña de unos cuatro o cinco años.

Estaba tan ensimismado mirando a aquella criatura prisionera, que cuando de pronto noté algo que caía sobre mis muslos, el cuerpo me dio una sacudida del susto, y el corazón un vuelco.

Mientras trataba de recuperarme de este nuevo sobresalto, descubrí que lo que se había precipitado sobre mí era una gata negra de mediano tamaño, con ojos amarillos y escrutadores, y unos aires de grandeza como no los tuvo en su día ni la Reina de Saba. Me miraba con aprensión, como por encima del hombro, como quien mira con curiosidad a un insecto segundos antes de aplastarlo, al tiempo que movía desafiante la larga cola sobre su lomo ligeramente arqueado, y emitía un lento y sonoro ronroneo. Por un momento tuve el gesto reflejo de acariciarla, pero me detuve al instante. El rápido movimiento de su cabeza, no precisamente de temor, sino más bien de advertencia, y la ligerísima elevación en el tono del ronroneo, no me dejó ninguna duda sobre el desagrado que le había producido mi acción. Se diría que el solo pensamiento de que un ser, evidentemente inferior y despreciable como yo, llegara a tocarla, no solo le desagradaba, sino que le repugnaba.

El ronroneo se transformó en una especie de bufido o de suave rugido que a su vez dio paso a un sonido indescriptible, casi demoníaco, que me turbó literalmente, al punto que me encontré incapaz de moverme, y aun de poder hablar.

La gata aprovechando mi momentánea invalidez, comenzó a girar a mi alrededor, observándome con más detenimiento, aunque con no menos repulsión, como parándose a pensar que iba a hacer conmigo. Yo me sentía incapaz de mover el más pequeño de mis músculos, y a duras penas podía seguirla con los ojos. Y cuando empecé a percibir una voz melosa y chirriante a la vez, hablándome desde el interior de mi cabeza, no tuve ninguna duda de que estaba en pleno brote esquizofrénico, y que mi pesadilla solo terminaría cuando me despertara bajo el efecto de los neurolépticos, en el interior de una de las celdas de una casa de reposo mental. Pero hasta mis propios pensamientos fueron de alguna manera interrumpidos, cuando aquella odiosa voz me obligó a que la escuchara, y a que le prestara toda mi atención. Y además de soportar lo desagradable que era, tuve que sufrir toda una serie de insultos y de preguntas impertinentes acerca de cómo se le había ocurrido pensar a un estúpido mortal como yo, que podría introducirse en la morada de la más poderosa hechicera que los tiempos jamás hubieran contemplado, sin sufrir las consecuencias. Cómo podía ocurrírseme que podía perturbar la vivienda de la maestra de la mismísima Fata Morgana, la siempre magnífica e inigualable Madame Mimm.

Y ella, como su familiar mágico, animal de compañía, ayudante personal, y no recuerdo cuantas cosas más, tenía la obligación de liberarla de cuanta chusma mortal osara molestarla, y que lo único que estaba retrasando mi amargo e inevitable final era la duda que sentía sobre cual sería la forma más divertida de acabar conmigo, si bien primero transformarme en un ratón para luego devorarme, o si sería más correcto simplemente convertirme en una cucaracha y luego proceder a aplastarme.

Mis pobres pensamientos luchaban por salir a la superficie por encima de aquella horrible voz, al tiempo que intentaban hilvanar alguna especie de disculpa, pues ya me estaba viendo transformado en roedor, y buscando un rincón donde ocultarme entre el revoltijo de enseres que ocupaban aquella estancia. Pero de pronto vino a mi mente, como un recuerdo lejanamente olvidado, la palabra mandrágora, y tras ella toda la extravagante historia que me había conducido a aquel no menos rocambolesco momento de la noche.

La sensación de quedar liberado de un hechizo y de poder moverme fue tan repentina e inesperada, que toda la tensión acumulada en mis músculos, me llevó a caer de bruces al suelo.

Y allí estaba de nuevo, tirado cuan largo era, cuando la misma horrorosa voz volvió a inundar mis pensamientos, pero esta vez ya no con prepotencia y pedantería, sino yo diría que con anhelo y hasta con algo de consideración.

¿De verdad había llegado allí solo con la intención de llevarme aquella especie de engendro vegetal? Bueno, que si así era, que sentía mucho la confusión, que si lo hubiera sabido antes que por supuesto no me habría molestado, y en fin, que poco menos que se disculpaba, aunque mucho me temo que eso de pedir excusas sería mucho decir para aquella especie de ser fatuo y engreído con forma de gato.

Por lo que llegué a adivinar a través de toda aquella verborrea pomposa, supuse que debía de haber un pequeño problemilla de celos entre las tres féminas. Y que debido a eso, y solamente por eso, creo que aquella gata optó por rebajarse y dignarse a entablar una especie de acuerdo con un estúpido mortal, y así conseguir el perder de vista para siempre a la cría de mandrágora. Y que mejor modo de librarse de ella definitivamente que lograr que acabara en forma de esencia de perfume o de filtro amoroso para la reina de las hadas. Así que, aunque no recuerdo muy bien cómo, me encontré de pie al fin, y de nuevo apremiado por un ser fantástico para que siguiera adelante con aquella peculiar misión en la que me veía envuelto.

Me señaló el rincón en el que estaba la jaula, y dentro de ella los ojos verdes por los que apenas hacía un momento me había sentido prendado. Y entonces la gata, al ver mi gesto, me dijo algo así como que ya veía que yo también había caído en el embrujo, pero que no me dejara engañar, que solo era el retoño, o el esqueje de un monstruo vegetal, y que no dudaría en partirme en dos con sus ramas si llegaba a alcanzarme en su estado adulto. Así que ¡Ea!, que me despejara y que me pusiera a trabajar, que al fin y al cabo no lo iba a hacer todo ella sola, como si hasta entonces hubiera hecho algo.

Me mandó, más que sugirió, que fabricara primero una especie de escalera para salir por el mismo sitio por donde había entrado, porque eso de que por ser yo un humano físico y conductor de un Drum-Drum, fuera lo que fuera aquello, no iban a hacerme nada las trampas mágicas de su ama, a ella le sonaban a “patraña de duendes”, y que el único sitio seguro para escapar en aquel momento, era esa salida del roble, cuyas barreras protectoras había desactivado ella, aquella misma tarde, para poder salir esa noche. Que hacía poco que había visto rondar por allí a un gato montés, un tanto rudo y salvaje, y con escasas luces, aunque de muy buen ver, y al que había decidido darle un buen escarmiento, aunque yo personalmente tengo mis dudas de que el término escarmiento fuera el más adecuado para lo que aquel pérfido ser pensaba hacer con el pobre gato. Y claro, gracias a que no le gustaba dejar las cosas para el final, y a que había desactivado los maleficios y encantamientos con tiempo, que si no ya hubiera visto yo si funcionaban o no los hechizos de protección con los mortales entrometidos. Y que después de construir la escalera, ya me ayudaría ella a sacar a ese engendro de la jaula y a llevármelo lejos de su buena ama.

Así que viendo lo que por allí había, y por indicación de la gata, me decidí a construir una especie de pirámide con una mesa, unas sillas y algunas de las cajas desvencijadas de las que ocupaban aquel extremo de la habitación. Pero antes de que comenzara, me dijo que tenía que lanzar un hechizo de silencio para amortiguar el estruendo que indudablemente iba originar la actuación de un mortal tan obviamente patoso como yo.

Y por segunda vez aquella noche se me pusieron los pelos de punta al oír esa especie de bufido o rugido bajo, que terminaba en aquel endiablado sonido capaz de romper cristales y de hacerle castañetear los dientes a un sordo. Después de lo cual y cuando aún sentía escalofríos en mi espalda, volví a escuchar la voz de la gata diciéndome algo así como “¡Venga, que no tienes toda la noche! O sea ¿no?”

Ya fuera porque realmente funcionó el encantamiento de silencio, o porque una vez más me acompañó la suerte, lo cierto es que conseguí colocar los muebles y las cajas en una extravagante pirámide, sin que aconteciera ningún estrépito, y sin que la dueña de la gata diera el menor signo de habernos escuchado. Al parecer seguía absorta con su libro de recetas y con su olla humeante. Para mí que esa vieja bruja estaba sorda como una tapia.

Y luego vino lo más peliagudo, sacar a la criatura de aquella especie de pajarera, al tiempo que rezaba a los espíritus protectores de los estúpidos, que alguno deberá de haber, para que la niña no gritara ni montara otra clase de escándalo que apercibiera a la anciana, por mucho hechizo de silencio que hubiera en el ambiente. Me acerqué de puntillas en tanto que la gata me seguía, saltando de armatoste en armatoste, con unas maneras mucho más silenciosas e infinitamente más gráciles que las que yo nunca podría adoptar.

Apenas podía caminar esquivando los alambiques humeantes, y los montones de legajos polvorientos, temiendo rozar a cada instante cualquier objeto inestable y que se originara un desastre atronador. Con todo, conseguí llegar hasta la jaula sin mayores percances y comprobé que la niña me observaba con una miraba entre triste e indiferente, con aquellos enormes y llorosos ojos verdes, como quien contempla estoicamente un destino inexorable. La portezuela estaba cerrada con un oxidado y negruzco candado, y mientras cavilaba sobre como conseguiría abrirlo sin armar demasiado ruido, la gata saltó a mi hombro, murmuró de nuevo el extraño sonido que volvió a hacerme estremecer y golpeo el candado suavemente, con la última sílaba que surgió de sus labios. Al instante la cerradura estaba rota y la puerta abierta.

Luego mirando a la niña entrecerrando aquellos ojos amarillos, y soltando un bufido furioso saltó lo más lejos de nosotros que pudo, que no fue un salto pequeño. La niña, me parecía demasiado peyorativo seguir pensando en ella como en el “cachorro” de un monstruo, con un gesto casi apesadumbrado y fatalista, me tendió sus manitas esperando a que la ayudara a salir. Ni por un momento hubo nada en su expresión ni en su mirada que trasluciera el más pequeño rayo de esperanza sobre mis actos.

Me la cargué a la espalda y lentamente me dirigí hacia la salida de aquel más que extraño lugar. Y si dificultoso me había parecido llegar hasta la jaula solo, no me podía hacer idea de lo que complicado que me resultaría el camino de vuelta con unos treinta kilos a cuestas. Pero ya fuera por el hechizo de la gata, que por cierto había desaparecido de nuestra vista, o por la brillante actuación de mi ángel de la guarda, que parecía no estar dispuesto a dejar de hacer horas extras aquella noche, el caso es que, aunque no recuerdo muy bien cómo, alcanzamos el montón de trastos sin derribar ningún objeto, y sin que acontecieran otras catástrofes.

Comencé a ascender lentamente por la pirámide de muebles y cajas temiendo que de un momento a otro todo se viniera abajo. El corazón me palpitaba veloz por el miedo y por el peso de la niña, y las piernas, maltratadas y cansadas, me temblaban en cada esfuerzo. Nunca he sido muy buen trepador, de niño no subí a ningún árbol, y nunca fui muy buen deportista que se diga, así que llegar hasta la base de aquella especie de chimenea por la que hacía unos instantes había caído, me supuso agotar lo que creía eran el resto de mis energías. Y cuando llegué al agujero del túnel y vi sus paredes leñosas y ásperas, creí que no lo conseguiría. Pero casi por encantamiento, o quizá sin el casi, aparecieron ante mis ojos unos toscos escalones tallados en la madera. Así que coloqué a la niña en el primer peldaño y por un momento y una vez más se cruzaron nuestras miradas. Seguía llorando en silencio, tiernamente. No había emitido un solo sonido desde que la había encontrado, y seguía sin decir una sola palabra. Solo me observaba con aquellos enormes ojos y lloraba calladamente. Y con aquella mirada parecía querer decirme que sabía perfectamente a donde la llevaba y lo que le iba a ocurrir. No pude soportarla, y aparté mis ojos de los suyos volviendo mi rostro con un insólito sentimiento de culpabilidad. Me sentía como cómplice de una conspiración, de un asesinato o  quizá incluso de algo más, de la destrucción de algo hermoso, vivo y consciente.

Entonces la niña, delicadamente, me levantó la cara con una de sus manitas, y al tiempo que me miraba como si supiera lo que yo estaba pensando y sintiendo, cogió una de sus lágrimas, que en aquel momento pude ver perfectamente que eran de un traslúcido tono verde esmeralda, casi cristalinas de lo brillantes que eran y de los reflejos que emitían, y que emanaban un olor suave, como a savia de pino tenuemente difuminada, y me la colocó en los labios. Me estremecí al percibir entonces, en lo más profundo de mi ser, todo su dolor y su miedo como si me fuera propio. Y de alguna forma supe que si la llevaba al corazón del bosque se salvaría, y que no acabaría como el  elemento principal de una receta secreta para enamorar hadas.

La abracé fuertemente contra mí, casi a punto de llorar y seguí ascendiendo con el ánimo de quien se dirige al cadalso.

Cuando finalmente salimos del tronco del viejo roble, las primeras sensaciones que percibí fueron la fresca y húmeda brisa de la noche en mi cara, el sonido monótono de los grillos y una fuente de luz azulada que botaba alegremente en el extremo de claro. Era Robin, con la esfera de luciérnagas en la mano, que seguro de su triunfo, saltaba y giraba jovialmente al vernos salir. Movía agitadamente sus bracitos arriba y abajo llevando en su mano izquierda la esfera luminosa, lo que ocasionaba un tenue juego de luces y sombras azuladas que le daban al claro de los robles un aspecto más mágico y misterioso del que ya tenía de por sí. La enorme sonrisa y sus dientes brillaban casi resplandecientes en la oscuridad. Era la personificación misma de la alegría.

Cogí a la niña en brazos sin poder evitar percibir el contraste que representaba observar su rostro lloroso en comparación con los jubilosos saltos y la radiante sonrisa del duende. Si uno era la representación de la alegría desbocada, la otra era la encarnación de la tristeza, que hasta dolía mirarla.

Dolía mirar aquellos ojos enormes, profundos, verdes y sobre todo inmensamente tristes. Dolía mirar aquellas lágrimas, brillantes y cristalinas. Dolía mirar la expresión de su rostro, imagen misma de la desolación, y de la resignación. Dolía tanto, que decidí que por muy vegetal o monstruo que fuera, no podía consentir que acabara como esencia de filtro amoroso, o como cualquier otra cosa que no fuera ella misma, libre y a salvo.

Descendí del tronco con la niña a mis espaldas y con una fuerte resolución en mi mente. Y directamente y sin pensar más en ello, me dirigí con paso firme hacia el duende, hacia la fuente de luz y hacia su alegría desbocada, y antes de que pudiera leerme la intención en la mirada, y sin tener aun muy claro que haría después, le di, con toda la fuerza que dio de si mi maltrecha pierna, una patada en donde, al menos los humanos, somos capaces de sentir mayor dolor. Y al menos aquel duende se retorció como si fuera humano.

No esperé a ver el resto de sus reacciones dolorosas o no, ya fueran humanas o mágicas. Y sin saber muy bien hacia donde, me lancé a una loca carrera sin meta ni destino aparente, pero al menos con el deseo de alejarme todo lo posible de aquel odioso duende, de sus versos y de sus recetas de enamorar.

Trastabillando por el peso de la criatura, corrí a toda la velocidad que me permitieron mis agotadas piernas, mientras oía como las primeras palabras del duende, que no eran precisamente requiebros, sino maldiciones hacia mí y hacia mis orígenes, se iban quedando atrás, cada vez más lejos, a mi espalda.

Al principio temía tropezar con cualquier rama o arbusto, e incluso con los troncos de los árboles en la oscuridad del bosque. No distinguía prácticamente nada, el cielo seguía cubierto y las escasas estrellas que pudieran haberse visto entre los claros de nubes, estaban ocultas por las altas ramas de los árboles. Temía sentir de un momento a otro el golpe de cualquier objeto o cosa peor contra mis piernas o mi cuerpo. De hecho, intentaba cubrir con mis brazos, en la medida de lo posible, al mismo tiempo el cuerpo de la niña y mis dientes. Pero enseguida me di cuenta de que a pesar de no ver nada, no encontraba el más mínimo obstáculo en mi recorrido. No solo era el hecho de haber elegido o no el camino correcto, sino que me daba la impresión que las raíces del suelo, las hojas, las ramas e incluso los mismos troncos de los árboles, y en fin, el bosque en pleno, iba abriéndome un extraordinario sendero por el que corría libre de tropezones con la niña a cuestas. Parecía como si todo el mundo vegetal me cubriera y me protegiera de cualquier tropiezo, así como de los incalculables duendes, gnomos y trasgos, que en aquel momento creía estar seguro de que me pisaban los talones.

No sé el tiempo que estuve huyendo, pero de alguna manera, y aunque con las fuerzas exhaustas, llegué a un claro en lo que parecía ser el mismísimo centro del bosque, y en el que intuía estaba mi meta. Caí de rodillas y me quedé sentado sobre mis talones, con la niñita aun en los brazos.

El cielo se había despejado parcialmente, y entre las copas de los árboles se distinguía un firmamento primorosamente estrellado.

Fuera por las estrellas o por el resplandor de la luna entre las hojas de los árboles, comencé a distinguir, de forma bastante nítida, lo que había a mi alrededor. Era como si aquella especie de calvero en donde nos hallábamos estuviera cubierto por un extraño resplandor de tonos verdosos, y que al mismo tiempo irradiara un agradable efluvio de calor envolvente. La sensación era como la de estar sumergido en un mar tropical en donde el agua fuera tan sutil como el aire.

A nuestro alrededor se oía el tenue murmullo de ese mar en calma, donde solo se echaban de menos los graznidos de las gaviotas sobre nuestras cabezas. Era obvio que el sonido procedía del roce de las ramas y las hojas en las copas de los árboles, solo que no se sentía ni la más mínima brisa de aire que las pudiera estar moviendo.

Entonces supe con toda la certeza de mis sentidos que de alguna forma estaba en un antiguo lugar sagrado, casi tan antiguo como la tierra misma, y comprendí que en ningún lugar como en aquel estaría más segura o protegida esa niña, ese cachorro de mandrágora.

La niña me sonrió por primera vez con esos enormes y brillantes ojos verdes. Me miró a lo más profundo de mi ser y pude percibir su alegría desbordante hasta en la punta de sus cabellos.

Suavemente me tendió una vez más sus bracitos al cuello, y me dio un delicado beso en la mejilla. Fue una sensación a la vez tierna y somnolienta, como no había sentido nunca antes. Supe y noté desde el primer momento, como con ese beso, me estaba absorbiendo parte de mi energía y de mi sangre. Pero la sensación era tan placentera, y me hacía sentir tan íntimamente unido a aquella criatura que no solamente no me importó, sino que me regocijó el que lo hiciera.

Cuando finalmente separó sus labios de mi mejilla me encontré tremendamente débil, adormilado y agotado, pero al mismo tiempo inmensamente feliz. La niña me acarició con su manita el lugar en donde me había besado y me dejó sentado en aquel claro, incapaz de poder levantarme. Y la contemplé alejarse de mí alegremente, trotando hacia el extremo del calvijar donde vi algo impensable. Quizá no fuera más que una nueva alucinación producto de mi cansancio y del efecto de la escasa luminosidad del lugar, pero a fe que lo creí ver. Dos enormes árboles se inclinaron hacia la niña doblando sus rígidos troncos, le tendieron respectivas ramas, como dándole la mano, y finalmente desarraigando sus raíces se introdujeron caminando con ella en lo más profundo de la espesura.

Apenas recuerdo nada más. Creo que me quedé dormido por el cansancio y la debilidad. Y no sé muy bien como a la mañana siguiente me desperté completamente descansado, y con una extraña sensación de felicidad en el asiento delantero de mi destrozado coche.

Estaba amaneciendo, y a pesar de la humedad de la mañana, o quizá por eso, los rayos del nuevo día que se filtraban a través de los agrietados cristales, me resultaban tremendamente agradables. Era como si aquellos rayos despertaran e hicieran florecer, en lo más profundo de mi ser, alguna especie de calor interior que apartara todo el frío y la humedad del otoño.

Poco a poco me fui despejando, desperezando y despertando del todo, al tiempo que comenzaba a recordar la extraña aventura que supuestamente me había sucedido la noche anterior. Cuantas más imágenes venían a mi mente, y más pensaba en ellas, más me convencía de que solo había sido un extraño, aunque en el fondo bello sueño. Pero cuando al fin me estiré y me incorporé en el asiento desvencijado, y mis ojos se posaron en el espejo retrovisor, descubrí de golpe tres cosas: primero que toda aquella absurda historia había sucedido realmente, segundo que nunca volverían a secárseme los geranios, y tercero que tendría que tomar algún tipo de decisión drástica con esa especie de césped frondoso, verde y lozano que ahora tenía por cabello.



Publicado por Balder

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