domingo, 12 de julio de 2020

La banda sonora


La verdad es que lo habían llamado porque no tenían otro candidato mejor. O que les resultara más económico. El director, aunque había sido amigo suyo en la infancia, no las tenía todas consigo y ni con mucho lo hubiera considerado como su primera opción.
La productora  insistió en él porque ya había compuesto la música de otros dos westerns, más bien malos, pero con unas bandas sonoras más que decentes. Y sobre todo porque tenía fama de compositor rápido y de trabajador dócil y flexible. Al fin y al cavo había ejercido de negro o, como se decía entonces, de compositor fantasma para otros músicos famosos con relativo éxito.
El director finalmente contactó con él a regañadientes y le ofreció el trabajo.
En su primer encuentro, además de recordar sus tiempos de infancia y de hablar de la familia, el joven compositor le dio a escuchar, apenas como carta de presentación y de lo que era capaz de hacer, algunos descartes del anterior western en el que había trabajado pero que a él le parecían bastante buenos. El director se quedó gratamente sorprendido y decidió añadirlos a su película, aunque modificándolos de alguna manera. Finalmente se les ocurrió que el tema no fuera cantado sino silbado, y que acabara siendo la parte central de la banda sonora de la nueva película. Creían que eso le daría un toque distinto.
Y así empezaron a trabajar juntos, día tras día, en la música de aquella película del oeste. El compositor nunca se leyó el guion, y juntos crearon los temas para muchas de las escenas incluso antes de que estas fueran escritas. Parece ser que algunas secuencias fueron desarrolladas en base a la música, en lugar de ponerle música al desarrollo de la historia.
A pesar de que componer con su antiguo amigo de infancia le estuviera resultando agradable y hasta divertido, en aquel ambiente jovial y un tanto anárquico que se había creado entre ambos, la verdad es que al compositor no le interesaba eso del cine, y que lo hacía solo para ganarse la vida, porque la música se hacía rápido y le resultaba fácil de componer, y sobre todo porque creía que la gente no se fijaba en si era mala o no. Lo que realmente deseaba era conseguir cierto prestigio que le permitiera dejar las bandas sonoras y poder dedicarse a la música seria, a la que él consideraba que era la “música absoluta”. Y curiosamente al director tampoco le gustaba hacer westerns, sobre todo por tener que hacerlos en inglés, en lugar de en su propia lengua, y contando historias que por momentos se le antojaban extrañas y lejanas a su propia cultura y a lo que realmente le hubiera gustado realizar; pero era la forma que se le ofrecía en ese momento para poder vivir del cine. Así y todo, lo cierto es que ambos amigos estaban disfrutando de aquel trabajo que al principio habían considerado exclusivamente crematístico. De alguna forma era como volver a la infancia y a jugar a los indios y vaqueros, aunque fuera de una forma distinta.
Descubrieron que trabajaban juntos muy a gusto y que aceptaban alegremente las ideas del otro. Hasta se permitieron experimentar introduciendo instrumentos atípicos en las películas del oeste, desde un carrillón a un arpa de boca, pasando por un bajo eléctrico. Pero el auténtico solista de la banda sonora fue el silbido humano. Al fin y al cavo y como había dicho el mismísimo John Ford: “No hay nada más penoso que un tipo tirado en el desierto con la filarmónica de Los Angeles sonando a sus espaldas”.
Sin embargo el resultado del rodaje no fue precisamente del agrado del director, que ni siquiera quedó demasiado complacido con el protagonista, un individuo alto e inexpresivo que era lo mejor que habían encontrado en el casting, dentro de lo que se podían permitir con su presupuesto. Así que el músico terminó la banda sonora a toda prisa, sin muchas ganas y sin esforzarse demasiado, hasta el punto de considerar que el resultado final era una de las peores composiciones que había escrito. Y para evitarse problemas, o que se le vinculara en el futuro con aquella “mala música”, pidió que en los títulos de crédito no apareciera su nombre, sino el seudónimo Dan Savio. El propio director hizo lo propio, y en lugar de con su nombre firmó la cinta con el de Robert Robertson.
Aunque les había encantado trabajar juntos, la verdad es que a los dos les horrorizaba la cinta. Así que se despidieron como buenos amigos esperando que la vida les juntara de nuevo en algún otro proyecto más decente que una película del oeste.
Cuando finalmente se estrenó aquella cinta, que ambos amigos creían que era un engendro, y que se tituló “Por un puñado de dólares” la gente salió del cine silbando el tema principal de la película y el nombre de Ennio Morricone quedó unido para siempre a las bandas sonoras de películas y el de Sergio Leone a los westerns.
Y así, al igual que de niño se vio forzado por su padre a dedicarse a la música, y tuvo que aprender a amarla y a degustarla, a partir de entonces la vida llevó a Morricone a renunciar a componer su admirada música de vanguardia, que él llamaba la “música absoluta”, y a descubrir el placer de crear melodías y composiciones que envolvieran, engrandecieran y completaran toda clase de historias y de películas, hasta el punto de declarar años después: “Componer bandas sonoras te permite trabajar con cualquier forma expresiva, la canción melódica, el rock, la música dramática, la informal, el folk… La música de cine contiene todas las músicas, igual que el cine -el arte moderno por excelencia- contiene todas las artes. Es esto lo que el cine da a la música: la convierte en música total”.

Publicado por Balder

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