La verdad es que
lo habían llamado porque no tenían otro candidato mejor. O que les resultara
más económico. El director, aunque había sido amigo suyo en la infancia, no las
tenía todas consigo y ni con mucho lo hubiera considerado como su primera
opción.
La
productora insistió en él porque ya
había compuesto la música de otros dos westerns, más bien malos, pero con unas
bandas sonoras más que decentes. Y sobre todo porque tenía fama de compositor
rápido y de trabajador dócil y flexible. Al fin y al cavo había ejercido de
negro o, como se decía entonces, de compositor fantasma para otros músicos
famosos con relativo éxito.
El director
finalmente contactó con él a regañadientes y le ofreció el trabajo.
En su primer
encuentro, además de recordar sus tiempos de infancia y de hablar de la
familia, el joven compositor le dio a escuchar, apenas como carta de
presentación y de lo que era capaz de hacer, algunos descartes del anterior
western en el que había trabajado pero que a él le parecían bastante buenos. El
director se quedó gratamente sorprendido y decidió añadirlos a su película,
aunque modificándolos de alguna manera. Finalmente se les ocurrió que el tema
no fuera cantado sino silbado, y que acabara siendo la parte central de la
banda sonora de la nueva película. Creían que eso le daría un toque distinto.
Y así empezaron
a trabajar juntos, día tras día, en la música de aquella película del oeste. El
compositor nunca se leyó el guion, y juntos crearon los temas para muchas de
las escenas incluso antes de que estas fueran escritas. Parece ser que algunas
secuencias fueron desarrolladas en base a la música, en lugar de ponerle música
al desarrollo de la historia.
A pesar de que
componer con su antiguo amigo de infancia le estuviera resultando agradable y
hasta divertido, en aquel ambiente jovial y un tanto anárquico que se había
creado entre ambos, la verdad es que al compositor no le interesaba eso del
cine, y que lo hacía solo para ganarse la vida, porque la música se hacía
rápido y le resultaba fácil de componer, y sobre todo porque creía que la gente
no se fijaba en si era mala o no. Lo que realmente deseaba era conseguir cierto
prestigio que le permitiera dejar las bandas sonoras y poder dedicarse a la
música seria, a la que él consideraba que era la “música absoluta”. Y
curiosamente al director tampoco le gustaba hacer westerns, sobre todo por
tener que hacerlos en inglés, en lugar de en su propia lengua, y contando
historias que por momentos se le antojaban extrañas y lejanas a su propia
cultura y a lo que realmente le hubiera gustado realizar; pero era la forma que
se le ofrecía en ese momento para poder vivir del cine. Así y todo, lo cierto
es que ambos amigos estaban disfrutando de aquel trabajo que al principio
habían considerado exclusivamente crematístico. De alguna forma era como volver
a la infancia y a jugar a los indios y vaqueros, aunque fuera de una forma
distinta.
Descubrieron que
trabajaban juntos muy a gusto y que aceptaban alegremente las ideas del otro.
Hasta se permitieron experimentar introduciendo instrumentos atípicos en las películas
del oeste, desde un carrillón a un arpa de boca, pasando por un bajo eléctrico.
Pero el auténtico solista de la banda sonora fue el silbido humano. Al fin y al
cavo y como había dicho el mismísimo John Ford: “No hay nada más penoso que un
tipo tirado en el desierto con la filarmónica de Los Angeles sonando a sus
espaldas”.
Sin embargo el
resultado del rodaje no fue precisamente del agrado del director, que ni
siquiera quedó demasiado complacido con el protagonista, un individuo alto e
inexpresivo que era lo mejor que habían encontrado en el casting, dentro de lo
que se podían permitir con su presupuesto. Así que el músico terminó la banda
sonora a toda prisa, sin muchas ganas y sin esforzarse demasiado, hasta el
punto de considerar que el resultado final era una de las peores composiciones
que había escrito. Y para evitarse problemas, o que se le vinculara en el futuro
con aquella “mala música”, pidió que en los títulos de crédito no apareciera su
nombre, sino el seudónimo Dan Savio. El propio director hizo lo propio, y en
lugar de con su nombre firmó la cinta con el de Robert Robertson.
Aunque les había
encantado trabajar juntos, la verdad es que a los dos les horrorizaba la cinta.
Así que se despidieron como buenos amigos esperando que la vida les juntara de
nuevo en algún otro proyecto más decente que una película del oeste.
Cuando
finalmente se estrenó aquella cinta, que ambos amigos creían que era un
engendro, y que se tituló “Por un puñado de dólares” la gente salió del cine
silbando el tema principal de la película y el nombre de Ennio Morricone quedó
unido para siempre a las bandas sonoras de películas y el de Sergio Leone a los
westerns.
Y así, al igual
que de niño se vio forzado por su padre a dedicarse a la música, y tuvo que
aprender a amarla y a degustarla, a partir de entonces la vida llevó a
Morricone a renunciar a componer su admirada música de vanguardia, que él
llamaba la “música absoluta”, y a descubrir el placer de crear melodías y
composiciones que envolvieran, engrandecieran y completaran toda clase de
historias y de películas, hasta el punto de declarar años después: “Componer
bandas sonoras te permite trabajar con cualquier forma expresiva, la canción
melódica, el rock, la música dramática, la informal, el folk… La música de cine
contiene todas las músicas, igual que el cine -el arte moderno por excelencia-
contiene todas las artes. Es esto lo que el cine da a la música: la convierte
en música total”.
Publicado por Balder
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