Yo no soy una buena persona. Nunca lo he sido ni lo he pretendido. Solo me levanto cada mañana intentando al menos no ser tampoco una mala persona. No creo que nunca le haya hecho daño a nadie queriendo y he intentado no hacerlo tampoco sin querer.
Tampoco soy un buen médico, intento no salirme
hacia abajo de esa franja ancha donde nos apelotonamos el gran montón que
intenta hacerlo lo mejor que puede y seguir aprendiendo y mejorando cada día.
Lo que seguro que no soy es soberbia. Es un
defecto bastante infame que retrata muy bien a sus portadores. Los limita
personal y profesionalmente porque no les permite ver en el horizonte ningún
lugar hacia el que crecer y aprender.
Quizá solo tenga otro don. Intento no ser
maleducada aunque solo sea por respeto a lo que en mi casa se esforzaron por
inculcarme desde la cuna. Respeto a mis mayores por el solo hecho de serlo,
respeto a mis compañeros porque la cortesía genera más cortesía y relaja la
tensión.
Pero cada día me tropiezo con seres humanos
con edad suficiente para tener unas cuantas lecciones aprendidas que siguen
siendo adolescentes a medio criar. Y cada día tengo que hacer un ejercicio de
introspección para no perder la perspectiva de quién soy. Para no perder los
papeles y dejarme llevar por el monstruito fino de la ira que todos llevamos
dormido en nuestro interior. Como además ya soy una señora mayor, semiculta e
inteligente me equipararía a un abusón de patio de cole si me rebajo a
aplicarles a todos los miserables con los que me cruzo las dos tortas verbales
que andan buscando.
Y hasta aquí mi ejercicio de introspección de
hoy. La vida está llena de cosas maravillosas. Los pequeños guijarros que a
veces nos entran en el zapato solo son eso, piedrecillas molestas que apartamos
y olvidamos sin más. Eso sí, su utilidad es recordarnos lo bien que se camina
sin ellos. Lo hermoso que es el día y todo cuanto nos rodea y lo bueno que
vuelve a ser todo cuando la piedra ya no está.
Publicado por Farela.
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