Hay algo extraño e inquietante en esta niebla envolvente que a la vez baja desde la sierra de la Faladoira y sube desde el mar.
Te abraza casi sin darte cuenta y su frío
contacto provoca en ti esa familiar sensación de desasosiego que precede al
miedo.
Sentada aquí, dentro del coche, la siento
flotar a mi alrededor. Soy incapaz de moverme aunque sé que debo hacerlo porque
en pocos minutos se hará tan espesa que apenas si veré lo suficiente para
maniobrar con seguridad. Me parece oír cómo se va deslizando por el suelo entre
las ruedas del coche. Como los brazos extendidos de un fantasma que reptando
por los acantilados asciende desde las profundidades de la sima que une el
Cantábrico y el Atlántico, al encuentro de esas otras manos fantasmales que
susurran desde las montañas a mi espalda mientras se apresuran en una danza
macabra bajo mis pies.
La aldea del Picón ya casi indistinguible
mientras escribo, evoca en mí imágenes de antiguas películas de terror, de
personajes fantasmagóricos que saltan de las pantallas y de entre las páginas
de los mil libros con los que tantas veces me he desvelado en mi juventud para
recorrer las estrechas callejuelas que circundan las viejas casas de piedra y
pizarra de mi memoria.
Pienso en las imágenes en blanco y negro de un
Bela Lugosi carente de sombra entre las sombras, y en los escritores que me han
impresionado. Me pregunto si esta niebla es la misma niebla que envolvió con su
manto pesado los hombros de Lovecraft o aquella que se enredaba y mordía con
saña los pies descalzos de Poe. Pienso si se deslizó también por la memoria de
Manel Loureiro mientras su barco fantasma recorría el mar.
No puedo evitar recrearme en la idea de que,
en efecto, esta es la misma niebla, que no se genera como un fenómeno
atmosférico racional. Que siempre ha estado ahí. Vaga de un lugar a otro desde
el principio de los tiempos y seguirá aquí cuando ninguno de nosotros lo haga
ya.
Por fin enciendo el coche de un modo
precipitado y huyo de allí. Pero la niebla aun viene conmigo, su tacto helado,
los susurros que habitan en su interior, me acompañaran un buen rato por la
carretera, hasta que los primeros rayos de sol me hagan sentir la cálida
ilusión de que se ha desvanecido para siempre, aunque se de sobra que no es
verdad.
Porque las voces de la niebla nunca callan.
Lo que
hace un poquito de bruma a primeros de junio en una mente calenturienta...
Publicado por Farela.
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