Hacía casi un
año que estaban asediados y que eran bombardeados diariamente. Sin tregua y sin
piedad. Ya habían muerto decenas de miles de personas por las explosiones, el
frío y el hambre. La situación era cada día más desesperada. Los cuerpos se
acumulaban por las calles, y la ausencia de alimentos había forzado a los
sitiados a devorar primero a gatos, perros y caballos, y posteriormente hasta
ratas y cuervos. E incluso había rumores de comercio de cadáveres y de
canibalismo. Leningrado se moría.
La que había
sido la perla y el orgullo de los zares, la capital de la cultura rusa,
sucumbía en un holocausto de fuego, frío e inanición.
Pedro el Grande
había hecho realidad su sueño de poseer una capital europea en Rusia, y había
ordenado su construcción, a marchas forzadas, entre las marismas heladas del
Neva, a costa de la muerte de miles de sus súbditos. Y como en una cruel
simetría histórica, el que parecía ser el inevitable final de la metrópoli
volvía a acompañarse de la muerte de miles de los descendientes de aquellos
siervos que habían dado su vida por construirla.
Por eso la orden
parecía absurda, si no demencial. Debían de emplearse todos los recursos
necesarios para la interpretación de un concierto sinfónico que sería
retrasmitido por radio a toda la población y por altavoces a las tropas
sitiadas y sitiadoras.
La obra a
interpretar era la nueva sinfonía de Dimitri Shostakovich. La sinfonía
Leningrado que el insigne maestro había compuesto, allí mismo, durante el
presente sitio, y que sería retrasmitida, costase lo que costase, a pesar de
las excepcionales circunstancias que les rodeaban, para demostrarle al enemigo
y al mundo que la ciudad continuaba con sus actividades y su vida cotidiana, y
que nada podría ser capaz de quebrantar el espíritu de resistencia del pueblo
soviético. Sería la prueba de que la ciudad mantenía su ánimo a pesar del
asedio, de los bombardeos y de la guerra misma.
Pero cuando el
director Karl Eliasberg recibió instrucciones de iniciar los ensayos supo que
tenía un “pequeño” problema. Y es que no disponía de ninguna orquesta con que
hacerlo. Todas se habían diluido en la vorágine de la guerra en los últimos
meses. Tan solo consiguió reunir a quince maestros para el primer ensayo. Y
estos estaban tan agotados y famélicos, que apenas podían sostener sus
maltrechos instrumentos. E incluso los concertistas que tocaban los
instrumentos de viento caían desfallecidos tras intentar soplar una sola nota.
Así que, siguiendo las directrices de las más altas autoridades, se ordenó que
todo aquel camarada que supiera tocar un instrumento, y fueran cuales fueran
sus actuales actividades, ya sirviera en las fábricas, en la reconstrucción de
la retaguardia, o incluso en el frente de batalla, debía de presentarse sin
demora ante el camarada Eliasberg. Y así se consiguió una orquesta aceptable
que comenzó a ensayar en los interludios de las otras ocupaciones de sus
componentes en la defensa de la ciudad.
Shostakovich, que según se decía había escrito la obra
durante los primeros meses del asedio, no pudo asistir a la preparación ni a la
representación de su sinfonía pues se le había ordenado abandonar la ciudad el
pasado octubre.
Y el director,
infundido de la importancia de su misión, fue organizando los ensayos con la
férrea disciplina del Partido. Consiguió que practicaran juntos todos los
músicos que se había agenciado arrebatándoles las horas de descanso. Y no
dudaba en castigarlos, hasta incluso quitándoles su escasa ración de pan
diaria, cuando consideraba que tocaban mal o en el caso de que llegaran tarde a
los ensayos. Aunque el retraso hubiera sido motivado por haber tenido que
enterrar a un miembro de su familia.
Poco a poco la
sinfonía fue tomando forma. Y aunque solo habían logrado tocar la obra entera
una sola vez, obedeciendo las órdenes inapelables, se dispusieron a dar el
concierto el nueve de agosto.
El día no fue
elegido aleatoriamente. Ese día, según los informes de los servicios secretos,
Adolf Hitler había planeado celebrar un banquete, para festejar la victoria
sobre la Unión Soviética, en el Hotel
Astoria de la ciudad, y hasta había imprimido y repartido invitaciones con
antelación.
Previamente al
concierto todos los cañones disponibles en la ciudad bombardearon las líneas
alemanas, como en un preludio macabro, con la esperanza de que eso acallaría a
la artillería enemiga el tiempo suficiente para que el concierto se celebrara
sin interrupciones.
Y en aquella
urbe, donde la energía se restringía al uso militar y donde había habido
fábricas que habían tenido que cerrar por falta de electricidad, se encendieron
los candelabros y las luces del teatro como en los más esplendidos tiempos de
los zares. Los asientos y los palcos fueron ocupados por la plana mayor del
Ejército Rojo, del Partido Comunista y del Gobierno Soviético de la ciudad. Los
músicos y el director de aquella casi improvisada orquesta, hambrientos y
agotados, pero ataviados con fracs de gala, ocuparon sus lugares y comenzaron a
tocar aquella sinfonía, aquella obra, expresando en cada nota que seguían vivos
y que la ciudad seguía resistiendo.
La emisora de
radio de la ciudad, y cientos de altavoces que habían sido colocados por toda
la metrópoli, consiguieron que, no solo toda la población sitiada, sino también
los alemanes, al otro lado de las líneas, pudieran disfrutar de la función.
Los cañones
alemanes iniciaron un amago de bombardeo intentando alcanzar el teatro, pero no
lograron su objetivo, y no detuvieron la interpretación.
Y en la tierra
del ateísmo se produjo el milagro.
Los comisarios
políticos, los proletarios, los soldados del Ejército Rojo, y toda la famélica
y hasta entonces aterrorizada y desmoralizada población civil, escucharon
extasiados durante una hora y media aquella composición y sintieron, al menos
por un momento, que eran superiores a los bárbaros que los bombardeaban día
tras día, que aún había esperanza, que podían resistir y que incluso podían
vencer.
Y cuando llegó
el final de la sinfonía, y tras un momento de silencio sobrecogedor, surgió un
estruendo de aplausos por toda la ciudad.
Al otro lado del
frente algunos soldados alemanes rompieron a llorar. Habían comprendido que una
ciudad que, en medio del horror, y a pesar del infierno que ellos estaban
provocando, conseguía efectuar esa demostración artística, no se rendiría
jamás.
El mundo entero
acabó conociendo aquella sinfonía como el símbolo de la lucha del pueblo
soviético contra el fascismo.
Shostakovich
recibió la noticia del concierto en Kúybishev, donde había sido obligado a
residir, y a pesar del éxito de su sinfonía, tanto en Leningrado como en el
resto del mundo, pues también se había estrenado en Londres y en Nueva York, y
como en tantas otras ocasiones, no pudo menos que sentir un estremecimiento de
temor y sobrecogimiento interior. La auténtica verdad, que solo conocían sus más
íntimos, aquellos de los que aún se fiaba, y que cada vez eran menos, es que
había iniciado la composición de esa obra meses antes del inicio del sitio a la
ciudad y aun del comienzo de la invasión alemana. Y que se le había ocurrido,
no como una manifestación de la resistencia del pueblo ruso frente a los nazis,
sino como una obra de expresión de la lucha del hombre frente al mal. Y la
encarnación del mal, en los años previos a la invasión alemana, era el propio
Stalin. Su auténtica inspiración, al menos del inicio de la obra, no había sido
la resistencia al nacismo, sino el terror a las purgas que no habían perdonado
ni a héroes de la revolución, ni a numerosos mandos del Ejército Rojo, ni a
dirigentes del Partido, ni a miembros del gobierno, y en las que incluso habían
sucumbido hasta algunos de los jefes de la policía política que habían iniciado
esas mismas persecuciones. El temor del pueblo, y el que él mismo había sentido
cuando habían tachado a su música de decadente y reaccionaria, cuando vivía
aterrorizado, esperando que fueran a buscarlo, cualquier día o cualquier noche,
acusado sin motivo, o por cualquier motivo, y a que lo hicieran desaparecer
tras un oscuro proceso, y tras unas no menos oscuras torturas, había sido el
auténtico origen de aquella obra.
Luego había
venido la invasión alemana, el avance imparable de las tropas de la Wehrmacht,
y la orden de Hitler de que desapareciera de la faz de la Tierra la ciudad que
llevaba el nombre de Lenin. Y el temor de ser aniquilados por las hordas nazis
había apartado, al menos de momento, los anteriores miedos.
Y aquel asedio,
los bombardeos y el hambre, habían convertido la resistencia de aquella urbe,
que había sido la capital de la madre Rusia en tiempos de los zares y donde se
había iniciado la Revolución Soviética, en el paradigma del espíritu
inquebrantable del siempre sufrido
pueblo ruso. Por eso la orden de Stalin fue firme y clara: “Leningrado no se
rinde”. Y ese pueblo ruso, resignado y fatalista, incluso aquellos que habían
sufrido las purgas y la represión, entre elegir la muerte a manos del invasor o
intentar resistir obedeciendo las órdenes del dictador del Kremlin, había
optado por esto último y se habían dispuesto a seguirlo como a un nuevo Icono
Sagrado.
Y la composición
musical que inicialmente había surgido del miedo a las purgas, y al responsable
de las mismas, ahora se había trasmutado en la manifestación de la lucha frente
a la invasión alemana, y en un himno de orgullo patrio.
Solo él, el
siempre atemorizado compositor, sabía que aquella música, ya conocida en todo
el mundo como expresión de la resistencia de la población de Leningrado a la
invasión nazi, había nacido con el ansia de reflejar otra resistencia, no menos
dura, e igualmente sacrificada y admirable.
Publicado por Balder
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