Llevaba más de
dos años como corresponsal de guerra y casi uno siguiendo a las tropas
estadounidenses por media Europa. No era la única mujer periodista en aquel
conflicto, pero si era la que más llamaba la atención por su singular belleza,
por esa mirada inquisitiva, y por sus actitudes temerarias y casi suicidas.
En contra de los consejos de familiares y amigos, había decidido ser testigo de primera mano de aquellos acontecimientos, y lo había conseguido con su nueva carrera de fotoperiodista. Había presenciado y fotografiado bombardeos de ciudades, batallas en campo abierto, la liberación de París, y hasta asedios con esa nueva arma mortífera que era el napalm. La habían contratado para contar y fotografiar todo lo que sucediera, y a fe que lo estaba haciendo sin escatimar detalle alguno. Más de uno, en retaguardia, la acusaba de ser demasiado explícita, demasiado realista, demasiado cruda.
Años atrás había intentado formar parte del movimiento surrealista con sus fotografías. Y no se podía negar que la guerra tenía un atroz toque surrealista que a ella le costaba muy poco atrapar en sus imágenes. Pero la visión de las escenas captadas en los últimos días había desbordado toda su imaginación y hasta sus más atroces delirios. Las fotografías tomadas primero en el campo de concentración de Buchenwald y posteriormente en el de Dachau eran tan estremecedoras que, como más tarde se enteraría, la revista no se atrevió a publicarlas en el Reino Unido. Aquellas pilas de cadáveres caquécticos, aquellos prisioneros escuálidos y famélicos, muchos de ellos moribundos, aquellos guardias SS fusilados in situ, aquellas instalaciones infectas de hedor insoportable, aquel infierno en definitiva, no les había parecido a los editores que pudiera ser soportado por sus lectores, por mucho que llevaran padeciendo los horrores de casi seis años de guerra.
Tras pasar aquella mañana tomando las últimas imágenes en Dachau, la relativa calma de una ciudad ocupada como Múnich casi representaba un alivio para los ojos y para la mente, a pesar de sus ruinas y de su desolación.
Había una idea que le rondaba por la cabeza desde hacía tiempo, y no le supuso apenas esfuerzo convencer a su compañero de llevarla a cabo. Sacó la dirección que llevaba en su bolsillo desde hacía años, y a cambio de un cartón de tabaco americano obtuvieron un pequeño tour turístico por la ciudad y finalmente que los dirigieran al lujoso edificio, sorprendentemente intacto, de la calle Prinzregentenplatz, donde se había instalado el puesto de mando de un regimiento norteamericano.
Las credenciales de corresponsales les permitieron acceder sin problemas al apartamento que buscaban, aunque la zona fuera parcialmente restringida, con la excusa de hacer un reportaje fotográfico.
Recorrieron la vivienda en unos minutos y descubrieron asombrados que no solo estaba habitable, sino prácticamente intacta a pesar de los años transcurridos sin haber estado ocupada y de la guerra misma. Pero fue el baño lo que más le llamó la atención. Limpio, pulcro y ordenado como solo un neurótico podría haberlo mantenido. Decidió que ese sería el lugar perfecto para llevar a cabo su plan.
Todavía recordaba cómo le gustaba preparar los montajes para las escenas surrealistas cuando aprendía fotografía y pretendía formar parte de la vanguardia artística del París de antes de la guerra. Siempre le habían dicho que tenía una especial habilidad para crear con ellas imágenes ingeniosas y hasta humorísticas.
Así que lentamente lo preparó todo. La manguera de la ducha por detrás y en el centro de la escena, colocada como una soga. La estatua de la diosa desnuda a un lado y la fotografía del dueño del apartamento al otro. Contemplando ambos la inmaculada bañera que posteriormente procedió a llenar de agua caliente.
Finalmente se limpió con detenimiento las suelas de las botas militares, manchadas del barro de Dachau, en la alfombrilla del baño, hasta entonces impoluta. Se descalzó y las colocó, todavía impregnadas del olor y de la suciedad del campo de exterminio, sobre la ultrajada alfombrilla, a los pies de la bañera, para que fueran manifiestamente visibles. Se desnudó lentamente y dejó el ajado uniforme sobre una silla, allí al lado, pero dentro del encuadre. Se introdujo en el agua de la bañera y, mientras se enjabonaba y se limpiaba la mugre de la espalda con la manopla, que seguramente habría usado en numerosas ocasiones el propietario de aquel baño, le dijo a su compañero: ¡Dispara!
La imagen resultante se publicó, no sin cierto escándalo, en la revista Vogue en julio de aquel mismo año.
Mucho se ha escrito sobre lo que realmente quiso representar con aquellas fotos que se ordenó hacer en el baño del dictador. En la misma bañera en la que se había aseado durante años el responsable directo de todos los horrores que habían presenciado en aquella guerra, y especialmente de los sucedidos en aquellos campos de la muerte que había fotografiado hacía apenas unas horas. Quizá ni ella misma lo supiese a ciencia cierta. Quizá como más tarde declaró era solo para “limpiarse la suciedad de Dachau”. O quizá solo era un acto de venganza infantil por aquel dolor que le desgarró el alma y por el que años después fue diagnosticada y tratada de shock postraumático. Quién sabe.
El caso es que tras aquella peculiar sesión fotográfica, y como final de su acto reivindicativo, se tumbó en la cama del apartamento y hasta durmió una siesta con la satisfacción del deber cumplido.
Ese mismo día las agencias de todo el mundo comunicaron que Hitler se había suicidado en el bunker del Reichstag. Era el 30 de abril de 1945.
En contra de los consejos de familiares y amigos, había decidido ser testigo de primera mano de aquellos acontecimientos, y lo había conseguido con su nueva carrera de fotoperiodista. Había presenciado y fotografiado bombardeos de ciudades, batallas en campo abierto, la liberación de París, y hasta asedios con esa nueva arma mortífera que era el napalm. La habían contratado para contar y fotografiar todo lo que sucediera, y a fe que lo estaba haciendo sin escatimar detalle alguno. Más de uno, en retaguardia, la acusaba de ser demasiado explícita, demasiado realista, demasiado cruda.
Años atrás había intentado formar parte del movimiento surrealista con sus fotografías. Y no se podía negar que la guerra tenía un atroz toque surrealista que a ella le costaba muy poco atrapar en sus imágenes. Pero la visión de las escenas captadas en los últimos días había desbordado toda su imaginación y hasta sus más atroces delirios. Las fotografías tomadas primero en el campo de concentración de Buchenwald y posteriormente en el de Dachau eran tan estremecedoras que, como más tarde se enteraría, la revista no se atrevió a publicarlas en el Reino Unido. Aquellas pilas de cadáveres caquécticos, aquellos prisioneros escuálidos y famélicos, muchos de ellos moribundos, aquellos guardias SS fusilados in situ, aquellas instalaciones infectas de hedor insoportable, aquel infierno en definitiva, no les había parecido a los editores que pudiera ser soportado por sus lectores, por mucho que llevaran padeciendo los horrores de casi seis años de guerra.
Tras pasar aquella mañana tomando las últimas imágenes en Dachau, la relativa calma de una ciudad ocupada como Múnich casi representaba un alivio para los ojos y para la mente, a pesar de sus ruinas y de su desolación.
Había una idea que le rondaba por la cabeza desde hacía tiempo, y no le supuso apenas esfuerzo convencer a su compañero de llevarla a cabo. Sacó la dirección que llevaba en su bolsillo desde hacía años, y a cambio de un cartón de tabaco americano obtuvieron un pequeño tour turístico por la ciudad y finalmente que los dirigieran al lujoso edificio, sorprendentemente intacto, de la calle Prinzregentenplatz, donde se había instalado el puesto de mando de un regimiento norteamericano.
Las credenciales de corresponsales les permitieron acceder sin problemas al apartamento que buscaban, aunque la zona fuera parcialmente restringida, con la excusa de hacer un reportaje fotográfico.
Recorrieron la vivienda en unos minutos y descubrieron asombrados que no solo estaba habitable, sino prácticamente intacta a pesar de los años transcurridos sin haber estado ocupada y de la guerra misma. Pero fue el baño lo que más le llamó la atención. Limpio, pulcro y ordenado como solo un neurótico podría haberlo mantenido. Decidió que ese sería el lugar perfecto para llevar a cabo su plan.
Todavía recordaba cómo le gustaba preparar los montajes para las escenas surrealistas cuando aprendía fotografía y pretendía formar parte de la vanguardia artística del París de antes de la guerra. Siempre le habían dicho que tenía una especial habilidad para crear con ellas imágenes ingeniosas y hasta humorísticas.
Así que lentamente lo preparó todo. La manguera de la ducha por detrás y en el centro de la escena, colocada como una soga. La estatua de la diosa desnuda a un lado y la fotografía del dueño del apartamento al otro. Contemplando ambos la inmaculada bañera que posteriormente procedió a llenar de agua caliente.
Finalmente se limpió con detenimiento las suelas de las botas militares, manchadas del barro de Dachau, en la alfombrilla del baño, hasta entonces impoluta. Se descalzó y las colocó, todavía impregnadas del olor y de la suciedad del campo de exterminio, sobre la ultrajada alfombrilla, a los pies de la bañera, para que fueran manifiestamente visibles. Se desnudó lentamente y dejó el ajado uniforme sobre una silla, allí al lado, pero dentro del encuadre. Se introdujo en el agua de la bañera y, mientras se enjabonaba y se limpiaba la mugre de la espalda con la manopla, que seguramente habría usado en numerosas ocasiones el propietario de aquel baño, le dijo a su compañero: ¡Dispara!
La imagen resultante se publicó, no sin cierto escándalo, en la revista Vogue en julio de aquel mismo año.
Mucho se ha escrito sobre lo que realmente quiso representar con aquellas fotos que se ordenó hacer en el baño del dictador. En la misma bañera en la que se había aseado durante años el responsable directo de todos los horrores que habían presenciado en aquella guerra, y especialmente de los sucedidos en aquellos campos de la muerte que había fotografiado hacía apenas unas horas. Quizá ni ella misma lo supiese a ciencia cierta. Quizá como más tarde declaró era solo para “limpiarse la suciedad de Dachau”. O quizá solo era un acto de venganza infantil por aquel dolor que le desgarró el alma y por el que años después fue diagnosticada y tratada de shock postraumático. Quién sabe.
El caso es que tras aquella peculiar sesión fotográfica, y como final de su acto reivindicativo, se tumbó en la cama del apartamento y hasta durmió una siesta con la satisfacción del deber cumplido.
Ese mismo día las agencias de todo el mundo comunicaron que Hitler se había suicidado en el bunker del Reichstag. Era el 30 de abril de 1945.
No hay comentarios:
Publicar un comentario