domingo, 3 de marzo de 2019

La Naturaleza, esa sabia madrastra


Cada día hay noticias sobre padres que se niegan a vacunar a sus hijos, o a vacunarse ellos mismos. O que rechazan determinados tratamientos de la medicina moderna. O que consideran que es mucho mejor el parto en casa, incluso sin la atención de profesionales sanitarios preparados, que en un centro hospitalario. Creen que es mucho mejor lo "natural" que las actividades "artificiales" o "artificiosas" de la medicina convencional. Y no es raro oír frases tales como: “Hay que dejar actuar a la naturaleza”, “la naturaleza es muy sabia”, o “lo natural es lo mejor”.
           Una parte significativa de la población actual mira con desconfianza todo lo que considera artificial, y juzga más saludable cualquier infusión de hierbas, cualquier remedio casero o cualquier técnica de las medicinas alternativas, (supuestamente más naturales que la medicina clásica), que cualquier medicamento procesado, sin tener en cuenta que la mayor parte de los fármacos actuales no son más que elementos naturales concentrados y preparados, para mejorar o aumentar su efecto, y que muchas de esas infusiones y tratamientos "naturales", tienen también sus riesgos, sus contraindicaciones y sus efectos secundarios, sobre todo cuando son pautados por desaprensivos y no por auténticos profesionales de las medicinas alternativas, que los hay, y muy buenos.
           Lo cierto es que no todo lo natural es bueno, ni muchísimo menos, empezando por la Amanita phalloides que quitó de en medio al emperador Claudio, o la infusión de cicuta que acabó con Sócrates, por mucho que estos "exquisitos manjares" fueran tan naturales.
Fuera de bromas, lo cierto es que la madre Naturaleza no se preocupa ni por la salud, ni mucho menos por el bienestar individual de ninguno de sus hijos, y que no tenía previsto que sobreviviésemos a sus “cuidados maternales” un número tan elevado de seres humanos, ni durante tanto tiempo. Y quizá por ello hace todo lo posible por afearnos la vida, dificultándonosla con enfermedades, parásitos y patologías de todo tipo, y acortándonosla en la medida de sus posibilidades, pues ¿acaso hay algo más natural que la muerte?
Las leyes de la naturaleza puede que sean sabias, pero lo cierto es que no pretenden conseguir que todos los individuos sobrevivan, sino que solo lo hagan los más fuertes, o por mejor decir, los más adaptados al medio. Los dictados de la naturaleza no pretenden luchar por el bien individual de sus hijos, sino porque las especies en su conjunto sean cada vez más vigorosas y resistentes y porque se adapten mejor al medio. Y para conseguirlo no tiene otra forma que forzar a que los débiles sucumban, y a que, fundamentalmente, sobrevivan y se reproduzcan los mejores. De esta manera la naturaleza obtiene individuos cada vez más dotados y más capaces de resistir las nuevas pruebas y eventos a los que los someterá en el futuro. Y así en concreto, en nuestra especie, lo “natural” sería que menos del 50% de los embarazos llegaran a término, que murieran el 10% de los bebes durante su nacimiento y, que fallecieran, al menos, una de cada cien mujeres durante su embarazo, su parto, o en los días siguientes al mismo. Que menos del 50% de los niños llegaran a la edad adulta, y que la esperanza de vida de los seres humanos no superara los cincuenta años.
Por eso el ejercicio de la medicina no es nada más que una guerra constante contra esas leyes de la naturaleza y contra la naturaleza misma. Una guerra en la que sabemos de antemano que seremos derrotados en la última batalla, y en la que apenas podemos hacer otra cosa que resistir, asalto tras asalto, hasta que llegue el último y definitivo. Porque nos guste o no, al final todos vamos a morir. Eso sí, nuestro pundonor como sanitarios nos obliga a pelear, o por mejor decir, a resistir en esa lucha, perdida de antemano, el mayor tiempo posible. Y gracias a ello, la medicina, junto con las mejoras en la higiene y en la salud pública, han conseguido aumentar la esperanza de vida de poco más de 30 años a principios del siglo XIX a más de 80 años, en los países desarrollados, en los albores del siglo XXI, que la mortalidad infantil antes de los 5 años haya pasado en Europa del 74% en 1700 a un 4 o 5 por mil en el año 2000, y a que la mortalidad materna en relación con el embarazo y el parto sea hoy una rareza, un hecho casi impensable en los países desarrollados, donde solo se produce en 20 de cada 100.000 nacimientos. Por desgracia no sucede los mismo en los países subdesarrollados, donde la esperanza de vida no llega a los 60 años, donde todavía fallecen por causa del embarazo el 0,5% de las mujeres gestantes, y hasta una de cada 16 mujeres de las que se embarazan en los países del sur del Sahara, donde los medios sanitarios brillan por su ausencia y donde la naturaleza, junto con las guerras y la miseria campan a sus anchas. Y donde cada año, y según la Unicef, mueren un millón y medio de niños por enfermedades que podrían haberse prevenido con una vacuna.
Así que bien podemos decir que, aunque la naturaleza no es esencialmente cruel en sí misma, y aun siendo muy sabia, no tiene los mismos objetivos que nosotros como sociedad, ni mucho menos como individuos. Y que desde nuestro punto de vista, como seres humanos, la Naturaleza no es una sabia y amorosa madre sino una madrastra fría y desalmada.
           Y bien pensado, quizá la estupidez de algunos humanos que se manifiesta negándose a vacunar a sus descendientes, o a recibir los tratamientos y las terapias que mejorarían o que incluso les salvarían la vida, sea la forma que está empleando la sabia Naturaleza para mejorar la especie humana, eliminando a los menos dotados de nuestra especie, y a la estulticia que los acompaña.
 

Publicado por Balder

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