Y encima tenía que darles las gracias.
Dar las gracias por tener un trabajo que apenas le dejaba
tiempo libre, que no le aportaba ni la más mínima satisfacción y por el que
cobraba poco más que el salario mínimo. Pero por el que cobraba a fin de mes.
Al menos la mayoría de los meses.
Dar las gracias por sentirse explotado, frustrado y mal
pagado, pero pagado al fin.
Con la que estaba cayendo, y tal como le iban las cosas a
la mayoría del personal, a pesar de todo y según parecía debía de estar
agradecido.
Recordaba haber leído en alguna parte que ciertos
aborígenes de Australia consideraban la existencia cotidiana como un mundo
ficticio, un infierno donde purgar los pecados propios y los ajenos. Y que, para
ellos, el mundo de los sueños era su verdadero hogar, al que solamente
conseguían acceder definitivamente con la muerte. Y aquello le parecía una
excelente metáfora de su propia existencia.
Porque, ¿cómo podía afectarle la rutina y las miserias
cotidianas a quien había viajado a bordo del Pequod, del Nautilus, o de la
Hispaniola? ¿Qué podía importarle la soledad y la indiferencia de los
compañeros a quien había compartido cacerías con Viernes, meditaciones con
Adriano, angustias con Gregorio Samsa, e incluso desventuras con Don Alonso
Quijano? ¿Qué más daba la dura realidad al fin, cuando podía visitarse cada
noche la República de Platón, la Utopía de Thomas Moro, La Tierra Media de
Tolkien, o incluso el mítico Shangri-la?
Sí, él conocía otro mundo mejor fuera de este mundo. Un
mundo al que pertenecía, y al que accedía cada noche, zambulléndose entre las
líneas de un libro, como Alicia lo había hecho atravesando un espejo.
Publicado por Balder
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