miércoles, 2 de mayo de 2018

El cupo




          Soy marinero por parte de padre, y gallego por la gracia de Dios. Y soy abstemio merced a la mar, o por mejor decir a las criaturas que en ella habitan.
          Según recuerdo todo sucedió la noche de San Juan, durante mi embarque en el Rainha María, un carguero panameño que hacía la ruta del Índico.
          Aquella noche el mar estaba como para que se nos llevaran los demonios. Y como era el santo de mi mujer, y hacía más de tres meses que no la veía, estaba consolándome la morriña con una botella de Brandy que guardaba para la ocasión desde que se la confisqué a un matasanos que nos acompañó durante un trecho. Al fulano ese, el mar no le sentaba nada bien, hasta el punto que se desembarcó en cuanto pudo, dejándonos parte de sus bártulos, y con ellos una caja de botellas que rápidamente repartimos entre toda la dotación. Y allí estaba, apurando el último trago de coñac cuando me sentí indispuesto, y por no manchar el camarote, salí a cubierta con la intención de aliviarme el estómago y la cabeza con el aire del mar. Pero según salí noté que no había sido una buena idea. Un golpe de mar me hizo rodar por el suelo, y según me incorporaba, una ola de buen tamaño me arrastró por la borda. Supongo que hubiese sido fácil asirse a algo, pero el alcohol, que no es buen consejero, es peor equilibrista, y en un decir Jesús me vi sumergido en la estela del carguero tragando mar, y vomitando alcohol a un tiempo.
          Y en eso estaba, cuando surgió ante mí una de esas criaturas que la mar engendra, mitad pez mitad mujer, de verde melena, mostrando sin recato alguno sus atributos femeninos. La visión me dejó tan extasiado que hasta me olvidé de donde estaba, y al no recordarlo comencé a respirar agua sin percatarme que no debía hacerlo.
          Tras unos segundos de contemplación mutua, ella, que se veía más decidida que yo, me tomó de la mano y me arrastró a las profundidades. Atravesamos una ciudad de barcos hundidos por entre los cuales se veía a los marineros que los tripularon en su día, muy ociosos, solazándose con criaturas similares a la que de mí tiraba. Y por fin llegamos a lo que parecía ser un trono cubierto de tantas perlas, corales y maravillas, que ni el del rey del Siam, y en el que se hallaba un anciano, de largas barbas blancas y escamosas, mitad humano mitad abadejo, que llevaba una especie de corona de nácar y un largo tridente dorado. Y apenas nos vio, volvió la cara hacia la niña pez y le dijo algo así como:
          - “Pero hija mía, ¿otra vez con un inmigrante ilegal? ¡Y encima gallego! ¿Pero no te he dicho que este año ya nos hemos pasado con creces en el cupo de Gallegos, y que si seguimos así se nos va a echar encima todo el consejo de la Comunidad Económica de Océanos, y nos van a poner otra sanción que va a dejar pequeña a la del exceso de cuota de lapas? Venga, coge al humano este y déjalo donde lo has encontrado”.

          La niña me miró con cara de enojo, y me dio un coletazo tan fuerte que me mandó disparado con una ola hasta la misma cubierta del carguero. Y allí me encontré de nuevo, tirado y vomitando, aunque ya solo agua salada, eso sí, y contemplando la botella de coñac que ahora tenía en su interior, en lugar del líquido ambarino, un enorme fragmento de coral en forma de corazón, como para demostrarme que todo aquello no había sido un sueño.
          Así que desde entonces no bebo alcohol, y en las raras ocasiones en que me ataca la tentación, miro la botella con el coral dentro y me digo:
          - “Venga Pepiño aguanta, que quizá este año aún no está cubierto el cupo de Gallegos”.
 

Publicado por Balder



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