sábado, 19 de mayo de 2018

Prólogo



“La mayoría de las miserias del mundo son causadas por las guerras. Y cuando han pasado, nadie sabe por qué fueron.”
Rhett Butler.  Lo que el viento se llevo
Victor Fleming. (1939).
           
Cada vez que a lo largo de la historia de la humanidad ha comenzado una nueva guerra, esta iba a ser una guerra corta y limpia, en la que tan solo se le iba a dar una “buena lección” al enemigo de turno. Como si las guerras solo fueran las reprimendas, o los correctivos necesarios que aplicaríamos a un país díscolo. Apenas unos días o semanas, y el contrario vendría suplicante a nuestros pies pidiendo clemencia. Por desgracia eso no ha sido así prácticamente nunca.
No existen las guerras limpias. Siempre hay víctimas inocentes que están en el lugar menos propicio, en el momento menos adecuado. Siempre hay violaciones, muertos, tullidos, huérfanos, desaparecidos... Y cuando todo ha terminado, ninguna meta conseguida, si es que se ha conseguido alguna, compensa tanto dolor, ni tanta tragedia humana.
Y si durante años circuló el bulo de que en las guerras “civilizadas” la mayoría de las víctimas eran los soldados, la experiencia histórica no deja de demostrarnos una y otra vez lo contrario, y paradigmáticamente, la mayoría de los estados contendientes de la última guerra mundial tuvieron más víctimas civiles que militares. Y países como Polonia llegaron a perder casi el veinte por ciento de su población.
Con el tiempo, con la civilización y con el progreso, lo único que hemos conseguido ha sido aumentar el número de cadáveres y destrucción en cada contienda. Y así pasamos de los diez millones de muertos de la primera guerra mundial, en lo que creímos era el culmen de la locura, a más de cincuenta millones en la segunda gran guerra. Eso sin contar a los mutilados, a los huérfanos, a los refugiados, es decir, a la innumerable cantidad de vidas arruinadas.
 
Según parece en los últimos cinco mil quinientos años de la historia humana, apenas ha habido doscientos noventa y dos años sin guerras. Y en el año mil novecientos veintiocho, durante el tiempo de entreguerras conocido como la belle-epoque, hubo un grupo de notables, aunque ingenuos, intelectuales que firmaron un tratado al que se adhirieron sesenta países declarando ilegal a la guerra. Por desgracia, solo fue un bello sueño tras el que resurgieron nuevas pesadillas como la invasión de Etiopía, la guerra civil de España, y finalmente la segunda guerra mundial.
Y lamentablemente, ahí no ha acabado todo. Desde entonces hasta hoy se han desencadenado más de cien nuevos conflictos bélicos en nuestro mundo. Y aún hoy en día perduran al menos una docena de contiendas sin resolver.
La guerra es la mayor catástrofe que puede acontecerle a un pueblo. Nadie las gana. Todos, vencedores y vencidos, las pierden.
Y sin embargo, o tal vez por eso, en esa situación extrema que supone una guerra es donde surge lo mejor y lo peor del ser humano. Ya los griegos clásicos decían que la guerra es la madre de todas las cosas. Y al fin y al cabo en ella es donde surge todo lo que es la humanidad, con sus miserias y sus crueldades, pero también con sus heroicidades, su solidaridad y sus sacrificios. Tal vez solo en una situación tan extrema como es una guerra sea donde el ser humano surge tal y como es, sin matices ni filtros protectores. Quizá sea que la guerra es la situación normal del ser humano.
 
Según algunas corrientes antropológicas, para considerar que una especie de homínidos pertenece a la especie humana, es decir, que presenta la condición de humanidad, deben concurrir en ella tres características:
- El cuidado de los miembros del grupo que no pueden valerse por sí mismos;
- El tener ideas de trascendencia sobre la muerte, y el más allá;
- Y el hacer la guerra.

Así que, según esto, la guerra es una condición implícita del hombre, de tal forma que el ser humano no existiría como tal si no existieran los conflictos armados.
Quizá finalmente algún día las guerras se acaben, y quizá logremos erradicar todo conflicto violento en relación con la humanidad. Y tal vez seamos capaces de resolver nuestras disputas racionalmente y sin violencia. O incluso, por haber llegado a un pensamiento común, ni siquiera tengamos disputas. Pero si ese día llega alguna vez, nosotros no estaremos aquí para verlo, porque habremos dejado de ser lo que somos. Habremos evolucionado a una nueva especie que ya no cumplirá al menos uno de los tres requisitos que los antropólogos consideran necesarios para poseer el título de humanidad. Habremos dejado de ser humanos. Y quién sabe, quizá entonces seamos ángeles... o demonios.


Publicado por Balder

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