domingo, 28 de septiembre de 2025

El precio de probar el fruto del árbol del conocimiento

 

Le gustaba ir de la mano de su mamá. Pasear así le hacía sentirse único y especial. Aunque aquel día hubieran tenido que madrugar, tuviera sueño y se dirigieran a un lugar nuevo y desconocido.

Era lo mismo que sentía cuando estaba en el pueblo con su abuela.

En el pueblo, con sus primos, se levantaba mucho antes, apenas había amanecido, pues había muchas cosas que hacer. Había que salir al campo en busca de aventuras tan épicas como encontrar nidos, capturar saltamontes y grillos o imaginar que rastreaban las huellas de aquellos seres fabulosos, llamados lobos, que poblaban sus leyendas infantiles. También se acostaban muy tarde, tras estar con los mayores “a la fresca”, contando cuentos, recordando antiguas historias, o simplemente comentando la cotidianidad diaria en la que siempre aparecían elementos tan míticos como la pertinaz sequía, el amenazador granizo, o la próxima cosecha. Que siempre era escasa.

Y entre esos dos extremos del día, la jornada transcurría repleta de eventos emocionantes que, por si solos, eran desencadenantes de nuevas aventuras. Desde subir a la plaza para hacerle recados a su abuela, hasta ir a la vega a coger fruta o hierba para los animales. Y tras la comida, a la hora de la siesta, escuchar las oraciones, las canciones o los cuentos de su abuela.

Y cada día, aun siguiendo el mismo esquema, era único y especial.

Lo que menos le gustaba era ir al corral con las gallinas. Aparte del incidente con el pollo y la caña, que su abuela parecía haber olvidado, estaba ese olor desagradable que lo envolvía todo. Pues allí se acumulaba el fiemo de las caballerizas y era el lugar donde todos los de la casa hacían sus necesidades. Pero, sobre todo, lo que más le desagradaba de aquel lugar eran las propias gallinas. Animales estúpidos que se picaban unos a otros sin causa aparente y que corrían asustados ante su presencia, de un lado a otro, sin control ni propósito alguno. Le parecía un lugar opresivo y unos seres sin personalidad que se escondían entre la masa alienante del grupo.

Verdaderamente el corral con las gallinas era lo único que le desagradaba del pueblo y del verano.

Pero el verano se había terminado y habían vuelto a la ciudad y a su casa. Y aquella mañana, de la mano de su mamá, se dirigía a un lugar nuevo, al “colegio”, donde al parecer tendría que ir todos los días hasta el siguiente y lejano verano.

Primero entraron en el despacho de la directora, una ancianita simpática y menuda sentada tras una enorme mesa que le recordó la de la consulta de su médico, don Frasi, pero sin el fuerte olor a medicina que allí había.

Su mamá y la ancianita estuvieron hablando un largo rato sin prestarle atención. Él se entretuvo observando los enormes libros encuadernados que cubrían las paredes y las figuras que los acompañaban. Sobre todo, le llamó la atención una hucha con forma de cabeza de niño chino, con gorro cónico y todo. Y cuando terminaron de hablar, la directora se dirigió a él por primera vez y le dijo: “¿Quieres conocer a tus compañeros? Ahora están en el recreo”. Y sin esperar su respuesta los acompañó a través de un largo pasillo hasta una enorme puerta enrejada, de cristal traslúcido, tras la que se escuchaba una enorme algarabía nada tranquilizadora.

La anciana abrió la puerta y con ella los ojos del niño se abrieron como platos.

El pasillo daba a un recinto repleto de niños que parecían correr sin propósito alguno en medio de un griterío atronador.

Y cuando el pequeño vio aquel patio enorme, sin salida aparente por ningún lado, con todos aquellos niños de diferentes edades, vestidos con aquellas batas de cuadros azules, corriendo y gritando de un lado a otro, aparentemente sin control ni objetivo alguno, le vinieron a la cabeza las gallinas del corral de su abuela. Y angustiado se abrazó a las faldas de su madre, pues comprendió horrorizado que, si entraba allí, de alguna forma, dejaría de ser único y estaría condenado a perder su singularidad, su independencia, su infancia y su libertad.

Luego, con los años, acabaría descubriendo el enorme placer del saber y del conocimiento que allí encontró, pero nunca dejó de sentir que el precio pagado también había sido muy alto.



Publicado por Balder

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