Las
Navidades ya no son lo mismo desde que mi abuela nos dejó. Sólo ella conseguía
sentar a la misma mesa, en la cena de Nochebuena y en la comida de Navidad, a
toda esa caterva de individuos que eran mis tíos y mis primos, y que sólo tenían
en común la sangre y los genes. Y era capaz de hacerlo únicamente con sus
peculiares rituales y costumbres. Bueno, quizá también con un poco de mano
izquierda.
Todo
empezaba con su particular disposición en la colocación de la mesa y con su característica
forma de plegar las servilletas. Luego estaba su manía de colocar una menorá presidiendo
la cena, cuyas velas encendía justo antes de servir los platos. Y la de recitar
aquella bendición en una lengua que solo ella conocía.
También
ayudaba el peculiar y elaborado menú con que nos atiborraba, en el que nunca
faltaban de postre dulces árabes de almendra y miel, junto con los turrones
tradicionales.
Pero
sobre todo lo conseguía con su abrumadora personalidad, con el cariño que
desprendía y con el inmenso cuidado y afecto con que realizaba todas esas
tareas.
Supongo
que, para ella, el combinar todos esos elementos de forma tan ecléctica era una
forma de recordar lo azaroso e itinerante de su vida, los lugares en los que
había residido y, fundamentalmente, que había cuestiones más trascendentes y
complicadas que juntar a la mesa a su heterogénea familia.
El caso
es que, cada Nochebuena y cada Navidad, nos reunía a todos bajo su techo
consiguiendo, no sólo que no corriera la sangre ni los gritos, sino que hasta
hubiera cordialidad e incluso buenos y sinceros deseos.
Pero,
como no podía ser de otra forma, todo aquello terminó en cuanto tuvo a bien
dejarnos a todos. Y desde entonces, ya no es que no nos juntemos ni por Navidad
ni en cualquier otro momento del año, es que apenas mantenemos el contacto unos
con otros.
Con lo que
a mí ha dejado de gustarme el celebrar la Navidad. Mi escasa fe hace tiempo que
se enfrió, y aun no sé si no se habrá muerto congelada. Y los agradables
recuerdos de aquellas cenas de mi infancia y juventud me han dejado un regusto
agridulce que me hace incapaz de disfrutar de todos esos villancicos y luces,
que cada día colocan antes y que, sobre todo en mi ciudad, por mor de nuestro
campechano alcalde, parecen inundarlo todo.
En esta
época del año es imposible cruzar una calle sin que te deslumbren las luces
navideñas, o sin que te perforen los oídos las estridentes melodías desde
cualquier local comercial que se une alegremente al dispendio energético.
Así que
esa tarde del 24 de diciembre tan sólo aspiraba a tomarme una cena rápida que,
como siempre, compraría camino de casa en el restaurante chino de costumbre.
Pero como había tenido que salir temprano del trabajo, esquivando el ágape con
que mis compañeros iban a celebrar aquella jornada, y para que se me pasaran
más rápidamente las horas de la tarde, me fui a unos multicines a ver la primera
película que encontré que ni por asomo tratara la temática navideña. Lo que fue
una labor casi tan ardua como era para mi abuela sentarnos en paz a la mesa a
toda su camada.
Salí de
la proyección con un agradable sabor de boca por la comedia que había
presenciado en la que se narraban las aventuras y desventuras de una familia,
casi tan heterogénea como la mía, que a duras penas conseguía resolver sus
tribulaciones, aunque no tuvieran para ello una matriarca como mi abuela.
Paré en
un restaurante asiático que se hallaba al lado de los multicines. No era el
habitual, pero al igual que el otro también disponía de comida para llevar. Y
tras escoger los platos que me resultaron más apetitosos, no pude evitar pedir
un surtido de dulces árabes que tenían de promoción. Pastelillos de almendra y
miel. Aunque al salir casi me arrepentí de haberlo hecho, pues con ellos me
vino el amargo recuerdo de la ausencia de mi abuela… y supongo que también el
de aquellas lejanas reuniones familiares.
Y con
esa ausencia acompañándome me fui camino de casa.
Por
intentar evitar en lo posible los adornos navideños, crucé la avenida por el
Túnel, un antiguo viaducto subterráneo que en estas frías noches solía ser
refugio de varios sin techo y al que llegaban bastante amortiguadas las
estridencias navideñas de la calle. Aunque aún era relativamente temprano comprobé
que ya había varios mendigos preparándose un lecho para pasar la fría noche.
Intenté
pasar sin prestarles demasiada atención. En parte por cierto recelo irracional,
y en parte porque sé que les molesta que invadamos su precaria
intimidad. No obstante no pude dejar de fijarme en una mujer que estaba fumando
sentada, apoyada en la pared de baldosines.
Era una
mujer delgada, de edad indefinida. Indefinida en parte por su rostro castigado
por el clima y por la vida, pero sobre todo por esos ojos resplandecientes y
profundos que, sin perder un cierto brillo de inocencia, parecían que lo
hubieran visto ya todo.
Vi que
a su lado había un pequeño cuenco con algunas monedas, y como observé que me
miraba sonriendo, no pude dejar de acercarme para dejarle algo de calderilla en
la escudilla.
Siempre
que veo a un mendigo pidiendo me debato en la dicotomía de ayudarle, (como me decía
mi abuela que hiciera), o de no fomentar la mendicidad callejera e indicarle los lugares, generalmente de Cáritas, donde puedan atenderle.
Con lo que en la mayoría de las ocasiones acabo por no hacer ni una cosa ni
otra.
Pero en
esta ocasión, supongo que por las fechas que eran y por el recuerdo de mi abuela,
o quizá por el brillo que desprendían aquellos ojos, el caso es que me decidí a
ayudarla, aunque solo fuera dándole un puñado de monedas sueltas.
Aquella
mujer me miró sonriente, y en lugar de darme las gracias, y sin prestar atención
a la calderilla que había depositado en su cuenco, tan sólo me dijo:
“No te
olvides de encenderla… Ni de llamarlos”.
Sentí
un escalofrío que quise atribuir al frío de la noche, pero lo cierto es que me
invadió un desasosiego que me hizo acelerar mis pasos para salir de aquel
Túnel.
Cuando
volví al exterior no pude dejar de darle vueltas a todas las “casualidades” de
aquella tarde y que, en contra de mi voluntad, me habían rememorado las comidas
familiares de mi abuela. La película, los dulces, aquella enigmática frase de
la mendiga… Y no pude evitar recordar a Obi-Wan Kenobi diciendo: “En mi experiencia
la suerte no existe”.
Intenté
convencerme que serían las fechas y una cierta añoranza de la infancia perdida,
aunque con poco éxito, y me dirigí a mi domicilio intentando no prestar
atención a las luces y a los adornos navideños.
Cuando llegué a la puerta de mi piso, aun antes de abrirla, sentí algo parecido a un presentimiento o una especie de Déjà-vu.
Y cuando entré en casa y encendí las luces del salón, al ver la mesa primorosamente puesta, con la servilleta plegada sobre el plato, de esa forma en que sólo lo hacía mi abuela, con la menorá en el centro sobre el mantel, con una caja de cerillas preparadas a su lado, sobre la agenda donde guardaba las direcciones y los teléfonos de toda mi familia, antes de que el asombro, la incredulidad o la sorpresa embargaran mi mente, sólo acerté a ver en todo aquello las manos y el rostro de mi abuela, mientras creía escuchar de nuevo la frase:
“No te olvides de encenderla, ni de llamarlos a todos”.
Publicado por Balder
❤️
ResponderEliminarDolor de ausencias ❤️👏🏼👏🏼
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