domingo, 15 de diciembre de 2024

No te olvides de encenderla

 

Las Navidades ya no son lo mismo desde que mi abuela nos dejó. Sólo ella conseguía sentar a la misma mesa, en la cena de Nochebuena y en la comida de Navidad, a toda esa caterva de individuos que eran mis tíos y mis primos, y que sólo tenían en común la sangre y los genes. Y era capaz de hacerlo únicamente con sus peculiares rituales y costumbres. Bueno, quizá también con un poco de mano izquierda.

Todo empezaba con su particular disposición en la colocación de la mesa y con su característica forma de plegar las servilletas. Luego estaba su manía de colocar una menorá presidiendo la cena, cuyas velas encendía justo antes de servir los platos. Y la de recitar aquella bendición en una lengua que solo ella conocía.

También ayudaba el peculiar y elaborado menú con que nos atiborraba, en el que nunca faltaban de postre dulces árabes de almendra y miel, junto con los turrones tradicionales.

Pero sobre todo lo conseguía con su abrumadora personalidad, con el cariño que desprendía y con el inmenso cuidado y afecto con que realizaba todas esas tareas.

Supongo que, para ella, el combinar todos esos elementos de forma tan ecléctica era una forma de recordar lo azaroso e itinerante de su vida, los lugares en los que había residido y, fundamentalmente, que había cuestiones más trascendentes y complicadas que juntar a la mesa a su heterogénea familia.

El caso es que, cada Nochebuena y cada Navidad, nos reunía a todos bajo su techo consiguiendo, no sólo que no corriera la sangre ni los gritos, sino que hasta hubiera cordialidad e incluso buenos y sinceros deseos.

Pero, como no podía ser de otra forma, todo aquello terminó en cuanto tuvo a bien dejarnos a todos. Y desde entonces, ya no es que no nos juntemos ni por Navidad ni en cualquier otro momento del año, es que apenas mantenemos el contacto unos con otros.

Con lo que a mí ha dejado de gustarme el celebrar la Navidad. Mi escasa fe hace tiempo que se enfrió, y aun no sé si no se habrá muerto congelada. Y los agradables recuerdos de aquellas cenas de mi infancia y juventud me han dejado un regusto agridulce que me hace incapaz de disfrutar de todos esos villancicos y luces, que cada día colocan antes y que, sobre todo en mi ciudad, por mor de nuestro campechano alcalde, parecen inundarlo todo.

En esta época del año es imposible cruzar una calle sin que te deslumbren las luces navideñas, o sin que te perforen los oídos las estridentes melodías desde cualquier local comercial que se une alegremente al dispendio energético.

Así que esa tarde del 24 de diciembre tan sólo aspiraba a tomarme una cena rápida que, como siempre, compraría camino de casa en el restaurante chino de costumbre. Pero como había tenido que salir temprano del trabajo, esquivando el ágape con que mis compañeros iban a celebrar aquella jornada, y para que se me pasaran más rápidamente las horas de la tarde, me fui a unos multicines a ver la primera película que encontré que ni por asomo tratara la temática navideña. Lo que fue una labor casi tan ardua como era para mi abuela sentarnos en paz a la mesa a toda su camada.

Salí de la proyección con un agradable sabor de boca por la comedia que había presenciado en la que se narraban las aventuras y desventuras de una familia, casi tan heterogénea como la mía, que a duras penas conseguía resolver sus tribulaciones, aunque no tuvieran para ello una matriarca como mi abuela.

Paré en un restaurante asiático que se hallaba al lado de los multicines. No era el habitual, pero al igual que el otro también disponía de comida para llevar. Y tras escoger los platos que me resultaron más apetitosos, no pude evitar pedir un surtido de dulces árabes que tenían de promoción. Pastelillos de almendra y miel. Aunque al salir casi me arrepentí de haberlo hecho, pues con ellos me vino el amargo recuerdo de la ausencia de mi abuela… y supongo que también el de aquellas lejanas reuniones familiares.

Y con esa ausencia acompañándome me fui camino de casa.

Por intentar evitar en lo posible los adornos navideños, crucé la avenida por el Túnel, un antiguo viaducto subterráneo que en estas frías noches solía ser refugio de varios sin techo y al que llegaban bastante amortiguadas las estridencias navideñas de la calle. Aunque aún era relativamente temprano comprobé que ya había varios mendigos preparándose un lecho para pasar la fría noche.

Intenté pasar sin prestarles demasiada atención. En parte por cierto recelo irracional, y en parte porque sé que les molesta que invadamos su precaria intimidad. No obstante no pude dejar de fijarme en una mujer que estaba fumando sentada, apoyada en la pared de baldosines.  

Era una mujer delgada, de edad indefinida. Indefinida en parte por su rostro castigado por el clima y por la vida, pero sobre todo por esos ojos resplandecientes y profundos que, sin perder un cierto brillo de inocencia, parecían que lo hubieran visto ya todo.

Vi que a su lado había un pequeño cuenco con algunas monedas, y como observé que me miraba sonriendo, no pude dejar de acercarme para dejarle algo de calderilla en la escudilla.

Siempre que veo a un mendigo pidiendo me debato en la dicotomía de ayudarle, (como me decía mi abuela que hiciera), o de no fomentar la mendicidad callejera e indicarle los lugares, generalmente de Cáritas, donde puedan atenderle. Con lo que en la mayoría de las ocasiones acabo por no hacer ni una cosa ni otra.

Pero en esta ocasión, supongo que por las fechas que eran y por el recuerdo de mi abuela, o quizá por el brillo que desprendían aquellos ojos, el caso es que me decidí a ayudarla, aunque solo fuera dándole un puñado de monedas sueltas.

Aquella mujer me miró sonriente, y en lugar de darme las gracias, y sin prestar atención a la calderilla que había depositado en su cuenco, tan sólo me dijo:

“No te olvides de encenderla… Ni de llamarlos”.

Sentí un escalofrío que quise atribuir al frío de la noche, pero lo cierto es que me invadió un desasosiego que me hizo acelerar mis pasos para salir de aquel Túnel.

Cuando volví al exterior no pude dejar de darle vueltas a todas las “casualidades” de aquella tarde y que, en contra de mi voluntad, me habían rememorado las comidas familiares de mi abuela. La película, los dulces, aquella enigmática frase de la mendiga… Y no pude evitar recordar a Obi-Wan Kenobi diciendo: “En mi experiencia la suerte no existe”.

Intenté convencerme que serían las fechas y una cierta añoranza de la infancia perdida, aunque con poco éxito, y me dirigí a mi domicilio intentando no prestar atención a las luces y a los adornos navideños.

Cuando llegué a la puerta de mi piso, aun antes de abrirla, sentí algo parecido a un presentimiento o una especie de Déjà-vu.

Y cuando entré en casa y encendí las luces del salón, al ver la mesa primorosamente puesta, con la servilleta plegada sobre el plato, de esa forma en que sólo lo hacía mi abuela, con la menorá en el centro sobre el mantel, con una caja de cerillas preparadas a su lado, sobre la agenda donde guardaba las direcciones y los teléfonos de toda mi familia, antes de que el asombro, la incredulidad o la sorpresa embargaran mi mente, sólo acerté a ver en todo aquello las manos y el rostro de mi abuela, mientras creía escuchar de nuevo la frase:

“No te olvides de encenderla, ni de llamarlos a todos”.



Publicado por Balder

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