Le llamaban Íngrid la Polaca, pero ni su
nombre era Íngrid, ni procedía de Polonia.
Pero no le importaba, porque eso le ayudaba a ser respetada por lo exótico del apelativo. Aunque también influía su acento extranjero y sobre todo ese brillo, extraño y cálido, que siempre desprendía su mirada.
Hacía mucho tiempo que se había visto obligada a abandonar su lugar de origen. A ella le parecía una eternidad. Y había recorrido muchas ciudades y países, siempre intentando redimirse, siempre intentando purgar aquella lejana falta que guardaba en lo más profundo de sus remordimientos. Siempre esperando que algún día le fuera perdonado aquel lejano error. Y sobre todo esperando ser capaz de perdonarse a sí misma.
El caso es que todos la respetaban. Y eso es muy importante, especialmente si vives en la calle y si tu principal propósito en la vida es intentar
ayudar a los que te rodean.
Ese
afán de asistir a todo el mundo también contribuía a que fuera respetada. Y
sobre todo a que cualquier marginado con más problemas de los habituales
acudiera a ella.
Por
eso no le extrañó que aquella Nochebuena fueran a buscarla, una vez más.
Acababa
de cenar en el comedor de Cáritas cuando Paco el cojo y Carmela se presentaron
ante ella apremiantes. Hablaban atropelladamente y no consiguió entender del
todo lo que querían decirle. Pero la urgencia en sus gestos y en su confuso
discurso le hizo seguirlos abandonando la seguridad de su descanso nocturno.
La
llevaron hasta el Túnel, donde, en medio de un lecho de cartones y rodeada por
otros dos sintecho, tan asustados como los que habían ido a buscarla, se
hallaba una escuálida adolescente de ojos claros retorciéndose de dolor. Al
principio el bulto en su barriga le hizo pensar que escondía una sandía bajo la
ropa. Pero al descubrirla y ver que corría líquido y sangre por sus piernas
comprendió que estaba embarazada, y de parto. Al recordar la fecha que era, un
lejano recuerdo le hizo sonreír. Pero en seguida se puso en marcha. La muchacha
de ojos claros hablaba en un idioma que ninguno lograba comprender. Íngrid la
miró con sus ojos cálidos y le dijo algo que ningún otro entendió, pero que
tranquilizó a la joven. Luego envió a por ayuda, como sólo ella sabía hacerlo.
El
médico residente se iba a acostar un rato. Aunque fuera Nochebuena no había
parado de trabajar. Le gustaba su especialidad, atender partos y demás, al
menos cuando todo acababa bien, pero aquel día había sido agotador, física y
emocionalmente. Él se preciaba de leer el alma de la gente en sus ojos, como si
fuera una especie de superpoder, pero a veces las miserias humanas, las
malicias y la mendacidad que veía en las miradas le hacían pensar que más que
un don era una maldición. Así que, ahora que parecía que todo estaba calmado, se
disponía a descansar un poco. Y cuando salía por el pasillo de la planta, la
luz de la entrada se fundió. El foco aumentó su intensidad y se apagó. Pensó en
dejarlo estar e ir a tumbarse. Pero algo le hizo volver al control para
comunicar el parte de avería. Cuando llegó allí, Lucía, la matrona, estaba
recibiendo un aviso del 112. En cuanto colgó le explicó, una joven de unos
dieciséis años de parto, embarazo sin controlar, aparentemente estable. Lucía
le dijo que se acostara un rato, que parecía un parto normal y que llevaba
mucho trabajo encima, que ya le avisaría si había algún problema. Era lo que
tenía tenerse confianza mutua y llevarse bien. Pero algo le hizo quedarse, sólo
hasta que llegaran y pudiera comprobar que todo iba correctamente.
Se
dirigieron ambos a la entrada de la planta de partos, con los guantes puestos y
esperaron bajo el foco fundido.
Enseguida
llegó la ambulancia con una muchacha sobre la camilla y una mujer de edad
indefinida aferrada a la mano de la embarazada. El técnico les dijo que no
había soltado la mano de la joven desde que la habían recogido. Al parecer le
hablaba en su idioma y la tranquilizaba.
Y
mientras el enfermero de la ambulancia les transmitía la escasa información y
antes de que nadie pudiera impedirlo, la adolescente se arrojó al suelo y se
puso a empujar al bebé con toda su alma.
El
médico se arrodilló a su lado y la exploró como pudo. Y un gesto de pánico se
reflejó en su rostro. Porque descubrió que por la vulva de la gestante asomaban
las nalgas de una niña. Intentaron volver a colocarla en la camilla para
llevarla al paritorio, pero la muchacha se resistía con todas sus fuerzas y
todo fue inútil. La mujer que le daba la mano también intentó convencerla, sin
éxito. Finalmente se volvió hacia el médico y le dijo, “ayúdela aquí, usted
puede”. Él y la matrona se miraron, y tras darles varias indicaciones a los técnicos y al
enfermero, y mientras este le cogía otra vía a la niña e intentaba ayudarles, el médico comenzó a
realizar las maniobras para asistir a la parturienta, de la mejor forma que
sabía, en tan peculiar lugar.
Tuvieron
suerte. Su intervención tuvo éxito y, en apenas dos eternos minutos y tras un
par de contracciones, la criatura salió al mundo sobre el suelo del pasillo
emitiendo un vigoroso llanto que les hizo sonreír a todos. Él la depositó con
cuidado sobre el pecho de la niña madre y las envolvió a ambas con una manta.
Esperó a que el cordón dejara de latir y procedió a ligarlo y a cortarlo.
Y
cuando levantó la mirada para indicar a los técnicos que las colocaran a las
dos de nuevo en la camilla, para llevarlas al paritorio donde esperar el
alumbramiento de la placenta y poder revisarlas a ambas, se quedó sorprendido
al ver que había al menos una docena de personas contemplándolos, cual si
fueran figuritas del Belén ante el Nacimiento.
Bajo
la lámpara del pasillo, que había decidido volver a funcionar emitiendo una luz
cálida y radiante, habían sido testigos del evento: los guardias de seguridad,
el personal de la ambulancia, varios celadores, la limpiadora de la planta e
incluso varias enfermeras de urgencias. Y entre todos ellos, una mujer de edad
indefinida que no había soltado la mano ni dejado de hablarle a la muchacha en
todo momento y que sonreía serena y feliz porque sabía que su redención estaba
un poco más próxima.
Cuando
los ojos del médico se cruzaron con los de aquella mujer, percibió un brillo
extraño y cálido que le transmitió una paz y una serenidad, tan profunda y
plácida, que supo con toda certeza que por primera vez en su vida estaba
contemplando a un ángel. Aunque fuera un ángel caído.
Publicado
por Balder.
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