domingo, 17 de diciembre de 2023

La mujer de los ojos brillantes


Le llamaban Íngrid la Polaca, pero ni su nombre era Íngrid, ni procedía de Polonia.

Pero no le importaba, porque eso le ayudaba a ser respetada por lo exótico del apelativo. Aunque también influía su acento extranjero y sobre todo ese brillo, extraño y cálido, que siempre desprendía su mirada.

Hacía mucho tiempo que se había visto obligada a abandonar su lugar de origen. A ella le parecía una eternidad. Y había recorrido muchas ciudades y países, siempre intentando redimirse, siempre intentando purgar aquella lejana falta que guardaba en lo más profundo de sus remordimientos. Siempre esperando que algún día le fuera perdonado aquel lejano error. Y sobre todo esperando ser capaz de perdonarse a sí misma.

El caso es que todos la respetaban. Y eso es muy importante, especialmente si vives en la calle y si tu principal propósito en la vida es intentar ayudar a los que te rodean.

Ese afán de asistir a todo el mundo también contribuía a que fuera respetada. Y sobre todo a que cualquier marginado con más problemas de los habituales acudiera a ella.

Por eso no le extrañó que aquella Nochebuena fueran a buscarla, una vez más.

Acababa de cenar en el comedor de Cáritas cuando Paco el cojo y Carmela se presentaron ante ella apremiantes. Hablaban atropelladamente y no consiguió entender del todo lo que querían decirle. Pero la urgencia en sus gestos y en su confuso discurso le hizo seguirlos abandonando la seguridad de su descanso nocturno.

La llevaron hasta el Túnel, donde, en medio de un lecho de cartones y rodeada por otros dos sintecho, tan asustados como los que habían ido a buscarla, se hallaba una escuálida adolescente de ojos claros retorciéndose de dolor. Al principio el bulto en su barriga le hizo pensar que escondía una sandía bajo la ropa. Pero al descubrirla y ver que corría líquido y sangre por sus piernas comprendió que estaba embarazada, y de parto. Al recordar la fecha que era, un lejano recuerdo le hizo sonreír. Pero en seguida se puso en marcha. La muchacha de ojos claros hablaba en un idioma que ninguno lograba comprender. Íngrid la miró con sus ojos cálidos y le dijo algo que ningún otro entendió, pero que tranquilizó a la joven. Luego envió a por ayuda, como sólo ella sabía hacerlo.

 

El médico residente se iba a acostar un rato. Aunque fuera Nochebuena no había parado de trabajar. Le gustaba su especialidad, atender partos y demás, al menos cuando todo acababa bien, pero aquel día había sido agotador, física y emocionalmente. Él se preciaba de leer el alma de la gente en sus ojos, como si fuera una especie de superpoder, pero a veces las miserias humanas, las malicias y la mendacidad que veía en las miradas le hacían pensar que más que un don era una maldición. Así que, ahora que parecía que todo estaba calmado, se disponía a descansar un poco. Y cuando salía por el pasillo de la planta, la luz de la entrada se fundió. El foco aumentó su intensidad y se apagó. Pensó en dejarlo estar e ir a tumbarse. Pero algo le hizo volver al control para comunicar el parte de avería. Cuando llegó allí, Lucía, la matrona, estaba recibiendo un aviso del 112. En cuanto colgó le explicó, una joven de unos dieciséis años de parto, embarazo sin controlar, aparentemente estable. Lucía le dijo que se acostara un rato, que parecía un parto normal y que llevaba mucho trabajo encima, que ya le avisaría si había algún problema. Era lo que tenía tenerse confianza mutua y llevarse bien. Pero algo le hizo quedarse, sólo hasta que llegaran y pudiera comprobar que todo iba correctamente.

Se dirigieron ambos a la entrada de la planta de partos, con los guantes puestos y esperaron bajo el foco fundido.

Enseguida llegó la ambulancia con una muchacha sobre la camilla y una mujer de edad indefinida aferrada a la mano de la embarazada. El técnico les dijo que no había soltado la mano de la joven desde que la habían recogido. Al parecer le hablaba en su idioma y la tranquilizaba.

Y mientras el enfermero de la ambulancia les transmitía la escasa información y antes de que nadie pudiera impedirlo, la adolescente se arrojó al suelo y se puso a empujar al bebé con toda su alma.

El médico se arrodilló a su lado y la exploró como pudo. Y un gesto de pánico se reflejó en su rostro. Porque descubrió que por la vulva de la gestante asomaban las nalgas de una niña. Intentaron volver a colocarla en la camilla para llevarla al paritorio, pero la muchacha se resistía con todas sus fuerzas y todo fue inútil. La mujer que le daba la mano también intentó convencerla, sin éxito. Finalmente se volvió hacia el médico y le dijo, “ayúdela aquí, usted puede”. Él y la matrona se miraron, y tras darles varias indicaciones a los técnicos y al enfermero, y mientras este le cogía otra vía a la niña e intentaba ayudarles, el médico comenzó a realizar las maniobras para asistir a la parturienta, de la mejor forma que sabía, en tan peculiar lugar.

Tuvieron suerte. Su intervención tuvo éxito y, en apenas dos eternos minutos y tras un par de contracciones, la criatura salió al mundo sobre el suelo del pasillo emitiendo un vigoroso llanto que les hizo sonreír a todos. Él la depositó con cuidado sobre el pecho de la niña madre y las envolvió a ambas con una manta. Esperó a que el cordón dejara de latir y procedió a ligarlo y a cortarlo.

Y cuando levantó la mirada para indicar a los técnicos que las colocaran a las dos de nuevo en la camilla, para llevarlas al paritorio donde esperar el alumbramiento de la placenta y poder revisarlas a ambas, se quedó sorprendido al ver que había al menos una docena de personas contemplándolos, cual si fueran figuritas del Belén ante el Nacimiento.

Bajo la lámpara del pasillo, que había decidido volver a funcionar emitiendo una luz cálida y radiante, habían sido testigos del evento: los guardias de seguridad, el personal de la ambulancia, varios celadores, la limpiadora de la planta e incluso varias enfermeras de urgencias. Y entre todos ellos, una mujer de edad indefinida que no había soltado la mano ni dejado de hablarle a la muchacha en todo momento y que sonreía serena y feliz porque sabía que su redención estaba un poco más próxima.

Cuando los ojos del médico se cruzaron con los de aquella mujer, percibió un brillo extraño y cálido que le transmitió una paz y una serenidad, tan profunda y plácida, que supo con toda certeza que por primera vez en su vida estaba contemplando a un ángel. Aunque fuera un ángel caído.

 

 

 

Publicado por Balder.

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